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Tropezar / Caer / Volar / Primera parte

A los derviches seguramente los han visto bailar en algún documental de corte new age cuyo tema es la humanidad como objeto de maravilla y esperanza, o en algún fragmento de YouTube al cual se le insertó una música cuyas vagas resonancias orientales remiten más bien al trip hop noventero. Son giravagos musicales, místicos sufíes, giradores provenientes de otra época cuyas rotaciones remiten a una búsqueda donde la música ritual y la danza de los cuerpos se lanzan al encuentro y unidad con la divinidad de lo absoluto.

El pensamiento sufí es entre otras cosas una lectura particular del Corán. Se busca experimentar la comunicación con lo divino mediante aquello que tienen a su alcance: el cuerpo. Es el resultado de un curioso encuentro de la religión musulmana con otras formas filosóficas y religiosas provenientes del mundo árabe durante el Medievo: son esforzados lectores de Zoroastro, Platón y la Biblia, se alimentan profusamente de la cultura helénica superviviente. Sin salirse ni un ápice de las exigencias de fidelidad a las enseñanzas del Corán, logran una síntesis devota donde la acedia cristiana producto del silencio de dios (¿signo de su indiferencia tal vez?) es atacada mediante el acercamiento activo con lo divino ejercitándose en la mortificación del cuerpo y la experimentación de sus límites como punto alucinado de entrada al paraíso, algo que sin duda comparten con los brotes convulsos de los místicos españoles del siglo XVI. El éxtasis es dispuesto por la perspectiva sufí como el principio de la verdadera comprensión del mundo y la ordenanza divina.

El sufismo también implica una cierta ética de la pobreza como magnificente desinterés ante la banalidad del mundo exaltado por la ambición de riqueza, fama y sus recompensas. Buscan la rectitud y la piedad como respuesta a las pasiones que desestabilizan el orden de la creación. Precisamente, su nombre proviene de suf, designación para la lana tosca que portaban con dignidad frente a las miserias del deseo inútil concebido por la ignorancia y la desesperación terrenal.

Huelga decir que los practicantes sufís fueron conformando un frágil equilibrio político con el poder que emanaba de la religión oficial. Con la estricta interpretación hegemónica de las enseñanzas de Mahoma quien mantuvo una relación más bien ambigua respecto a las artes musicales. Rechazando toda relación con la futilidad del mundo, cierta interpretación del Corán, condena todo canto y música que no sirva a los motivos divinos. Tildado de entretenimiento inútil, condenan la motivación concupiscente de las artes, rechazan la posibilidad del acercamiento amoroso provocado por la melodiosa voz de las cantantes, la música incita, exalta y excita los calmos cuerpos de los creyentes, estorba la atención única, impide la concentración en las enseñanzas del Corán. Es un peligroso distractor de la voz que comanda el absoluto.

El pensamiento sufí planteó desde el primer momento una relación fundamental con el ámbito de lo sonoro. No sólo la música era ejercida como posibilidad de comunicación divina, sino que los sonidos de este mundo en un momento dado podían ser la puerta de entrada al éxtasis de la divinidad encontrada. El Sama era un ejercicio espiritual conformado por música, canto y baile donde la predisposición al éxtasis era el argumento que justificaba el goce de experimentar el bien eterno. Para los maestros sufíes, la música era una posibilidad de experimentar la belleza de lo absoluto con las herramientas de este mundo, las faenas musicales del hombre en el mundo posibilitan la experiencia interior que expande la felicidad divina. Es una felicidad callada, producto de ejercicios espirituales encaminados al saber y el conocer de lo absoluto, la felicidad de saber  visitar los reinos del señor desde la humildad del hambre y el extravío.

La práctica de los giradores dentro del pensamiento Sufí comienza con el místico egipcio Dhu-I-Misri hacia finales del siglo IX y posteriormente, de ser unos cuantos los primeros giradores en el mundo musulmán poco a poco fueron conformando una numerosa comunidad a lo largo del orbe musulmán. Tuvieron que pasar más de tres siglos para que apareciera la figura de Molana Yalaludin Rumi, quien dota de dignidad oficial los giros extáticos de los derviches y marca el momento culminante y luminoso de la poesía sufí.

Mientras tanto, los maestros sufíes, hubieron de padecer persecuciones y hasta la muerte ante la incomprensión y el celo ortodoxo de los Ulemas, jueces y sacerdotes, guardianes de la Sharia o ley. Sin embargo, aquellos partidarios de la rectitud y la honestidad reconocían en algunos maestros sufíes, su capacidad de honrar al Corán y de encumbrar la sabiduría mahometana mas allá de lo posible mediante los trabajos extenuantes infligidos sobre el cuerpo. Lo que fue dotando de una cierta tolerancia y hasta aceptación de la hermandad sufí dentro de la comunidad musulmana.

Tal y como Aristóteles y Platón fueron representados por Rafael en su pintura “La escuela de Atenas”, los derviches giran con una mano señalando al suelo mientras que con la otra apuntan al cielo, la figura recrea la aspiración de los maestros de la religión sufí (en la vertiente de los giróvagos) de unificar al mundo supra lunar con la densidad divina del cielo:

“Cuando todas las partículas  en al aire

son llenadas por el brillo del sol

todas ellas comienzan a bailar”.

Rumi

La luz que ilumina su danza no es sino un invisible manto sonoro que despierta los cuerpos y los mueve hacia un movimiento circular, movimiento que implica una cierta practica de conocimiento y comunión de la divinidad de los seres en su participación con el creador de todo.

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