Reseñas
comment 1

El Gualeguay, de Juan L. Ortiz

Desde una perspectiva sugerida por el mismo Juan L. Ortiz, El Gualeguay (El poeta y su trabajo, México, 2007) —de 1959 a 1971—, no es un poema completo sino un fragmento, algo que continuará igual que el río que le da nombre al texto. Pero ¿qué es entonces El Gualeguay? Si se ve a este extraño texto como poema, necesariamente surge el cuestionamiento sobre el tipo de poema que es. No me parece que sea, desde luego, un poema lírico, aunque haya, sin duda, muchísimos pasajes de gran intensidad lírica. Las primeras líneas del poema, por ejemplo, lo que no deja de ser significativo, el momento en que el río nace, viene del mar o de la lluvia:

“Qué dulce calor, allá

de la hondonada que dejara, cuándo? el mar,

subió en una nube de paloma?

O venía él

con el hálito, gris y blanco, del mar?

Y qué viento, qué viento, vino al encuentro de la nube

para una hija que cayera, pálida,

o con todo el día en sus cintillos?:

Cómo fue aquella lluvia:

de arpa ciega o de penumbra

o de juncos de vidrio que huían

o plantaba un hada brusca?

Y de qué mes, de cuál, sus cabellos o sus varas?” (P. 11)

juan l ortiz

No es tampoco un poema épico, pero narra al mismo tiempo la vida del río —su aparición en un paisaje específico y como modifica este paisaje, sus accidentes, sus crecimientos y decrecimientos, en fin, sus infinitos desarrollos—, así como también cuenta la vida de los hombres y sus guerras, sus fracasos y sus logros, es decir, la historia. Pero más allá de su género, de sus temas, El Gualeguay es un poema, y uno muy importante en la poesía latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, por sus singularísimas cualidades materiales, por su complejísima y sorpresiva articulación. En el prólogo de Guillermo Saavedra, también excelente poeta, que acompaña esta edición, se dice que el gran narrador argentino Juan José Saer, uno de los lectores más entusiastas de este poema además de discípulo declarado de Juan L. Ortiz, sugiere leer El Gualeguay haciendo caso omiso, cito: “de las infinitas y muchas veces oscuras alusiones del poema, como si se tratase de una obra abstracta…”. Creo que una lectura de este tipo, es quizá, para nosotros, lectores de de otro tiempo, de otra geografía, de un contexto en general muy distinto al de Ortiz, una lectura más posible y enriquecedora. Entiendo lo anterior, como una sugerencia para dejar a un lado toda referencia y necesidad de comprensión, y entonces abandonarse exclusivamente a la experiencia de la lectura, que pienso tendría que ser en voz alta, para dejarse abordar por la musicalidad y las imágenes que surgen de las palabras, y no de sus conceptos, algo así, como la experiencia de mirar un cuadro abstracto, tal vez, uno de Pollock o de Rothko.

Para conseguir esto, habrá que destacar las cualidades materiales del poema, los recursos con que Juan L. Ortiz fue pacientemente tejiendo las líneas de su largo poema. Estos son muchos y muy diversos, los menciono solamente, porque para entenderlos de un modo real, habría que tomarlos uno por uno y considerarlos además en el lugar que ocupan dentro de la totalidad del texto. Pero doy una muestra:

“Pero cuando se detenía él?

No era siempre él, también, la propia música naciendo,

muy delante de sí, siempre, en una gama sin fin, como la vida,

o como eso, acaso, que se abría más allá,

o de dónde él venía?

Y no discurría, él, además, en el seno de la melodía sin medida…

él, que improvisaba libremente, o mejor, él

en la línea sin límites de un espíritu de latidos y de ciclos,

hecho todo de “élan”,

en la aventura de los rumbos, inventando siempre pétalos

para una rosa que crecía y crecía

desde la raíz del ritmo…?” (P. 67 y 68)

Si se observa con el cuidado suficiente esta estrofa, se descubrirá poco a poco, la sabiduría con que Juan L. Ortiz articuló su poema. Hay en el principio, un predominio de los sonidos de la vocal “e” y la consonante “m”, pero a medida que la lectura avanza, esos sonidos se desplazan sin explosiones, de un modo muy sutil, hacia un equilibrio de vocales que vibran entre el sonido constante que de la “m” ha pasado a ser el de la “r”, produciendo en quien lo lee, un estado de vibración o de resonancia interna que remite, me parece a una música de paisaje: del viento entre la hierba o las hojas de los árboles, del agua entre las piedras. Es un murmullo que se ha intensificado hacia un balbuceo. La estrofa es muy interesante porque junto a su musicalidad, las palabras que la integran describen al mismo tiempo, un proceso. Coincide de un modo ajustadísimo, el tejido de sonidos y lo que se describe: una improvisación musical que brota del río, de los brazos del mismo río que se abren camino. Se describe una música, igual que una errancia. Pero además, la estrofa puede leerse como una poética, en este caso la de Juan L. Ortiz

“él, que improvisaba libremente, o mejor, él

en la línea sin límites de un espíritu de latidos y de ciclos…

…en la aventura de los rumbos, inventando siempre pétalos

para una rosa que crecía y crecía

desde la raíz del ritmo…?” (P. 67 y 68)

Los cruzamientos del poeta, de su trabajo, con el río, ese río metido en un paisaje…

Por todo lo anterior, el poema de Ortiz, logra, algo que me parece no había sucedido hasta ahora dentro del panorama de la poesía latinoamericana, y quizá también de la poesía universal, el mantener durante más de 2630 líneas, una intensidad de altura, sin intermitencias.

Imagen por: La Nota Digital

1 Comment

  1. Lucia De Nevares says

    Un compositor argentino fuera de serie, Oscar Edelstein, le hizo un homenaje en una de sus óperas incluyendo al final un fragmento del poema El Río de este gran escritor. Nunca escuché algo más bello que esa música

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *