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“El niño de varas” de Javier Taboada

La función de la poesía debe ser, ante todo, proponer una expresión que atraviese distintas capas de la realidad que habitamos. De esta manera el lector se enfrenta a una experiencia que no sólo lo conmueve, sino que lo anima a interrogar y a mirar, desde otras perspectivas, el mundo. Con esta vocación Javier Taboada (Ciudad de México, 1982) enfrenta la escritura de El niño de varas. El concepto que sirve como hilo conductor y, de alguna manera, como modelo de experimentación es la función del chivo expiatorio en la sociedad, la fabricación de un culpable a modo para descargar, en él, todos los odios y todas las revanchas. El niño de varas remite, por supuesto, al castigo físico como modelo de disciplina sorda e irracional, pero también nos habla del papel de la víctima y del sacrificio del más débil.

En cada sección de El niño de varas hay distintas maneras de aproximarse. Desde hace mucho, el arte ha buscado dialogar con la realidad a través de la complejidad y de la imposibilidad de encontrar una verdad absoluta. Javier Taboada lo entiende así y, por esta razón, se mueve en distintos territorios gracias al uso de varios recursos y materiales. En “El pogromo de los gatos” el discurso poético se establece a través del juego de la imagen y de su uso en un contexto diferente. En “La mosca”, a través del ritmo en los versos y de una aparente inocencia infantil, se crea una tensión que convierte una escena cotidiana en un hecho despiadado. De igual forma, el autor usa la memoria y cierto juego autobiográfico para que la poesía también cuente cosas, regresándola a su vocación original. De esta manera tenemos una colección de estampas escolares en las que la crueldad de los estudiantes se ceba sobre el diferente, el que tiene algún defecto. En todo momento el poeta intenta mostrar un mundo descarnado, libre de eufemismos, para que su discurso no pierda intensidad. No hay una intención de redimir al débil pues el objetivo, como debe ser en el arte, es nombrar las cosas o intentar acercarse a ellas. Si la poesía muchas veces es practicada como un regodeo falso o el triunfo de la forma sobre el fondo, Javier Taboada logra un equilibro a través del lenguaje, la imagen y las ideas.

 

El niño de varas

Javier Taboada

Matadero/Secretaría de Turismo y Cultura Puebla

2018, 71 p.

Ropa sucia detrás de una cascada: Reunión (Ilan Serruya, 2018)

A ojos cerrados, empezamos a escuchar un sonido impreciso, intuimos, quizás, turbinas de un avión que emprende su marcha. Vemos a un hombre frente a un espejo, maletas sobre la cama, ropa y equipos de filmación. Ilan se corta el pelo con unas tijeras y ambos sonidos mecánicos conviven. Se escuchan unos trabajadores, unos martillazos que poco a poco encuentran un ritmo y se convierten en latidos de un corazón. Este será el relato de un viaje, un viaje entre cicatrices y dislocaciones, entre el peso de una fotografía que desde entonces separaba a un padre y a su hijo, un viaje sobre la violencia intrínseca de la búsqueda.

Ilan parte hacia la Isla Reunión a visitar a su padre, a quien, a falta de palabras, vamos conociendo a través de unos libros que tiene en el salón de su casa: Diccionarios del francés al hebreo, otros de resolución de conflictos, sobre la familia. Un largo silencio los acoge, esta es una película llena de preguntas no verbalizadas, de alguna forma, es una película sobre la duda. Vemos cómo a veces, Ilan corrige el encuadre, re-direcciona el micrófono, las imágenes y la arquitectura van dialogando, hay una viga de concreto que le impide filmar frontalmente una pequeña mesa en la terraza donde pasan el tiempo juntos, donde comen y se miran, donde aún no encuentran las palabras correctas para entablar un diálogo. ¿Cómo me acerco?, ¿Cuál es la distancia correcta?, ¿Cómo se filma éste paisaje que desconozco?, ¿Cómo se filma un padre?, ¿Cómo filmo a mi padre?.

Desde aquí, hay una intención de dibujar una presencia con mucho cuidado. A través de la dilatación, se va generando un punto de vista emocional que le permite proyectar el trazo de una distancia, más allá de la niebla que en ocasiones invade el horizonte, Serruya utiliza el cine como una herramienta topográfica.

Sin embargo, no todo lo que transcurre en la película es ese tiempo, ese que ha pasado y que ha dejado sus huellas como grietas en la tierra. La insistencia de un camino que aún no se ha recorrido, perturba las imágenes pausadas y hace que la propia isla también discuta sobre su condición, que sea partícipe de su encuentro. La cámara se desmonta del trípode y en algunos casos, emprende una búsqueda que hace que los árboles se muevan, ya sea desde un tren o corriendo en medio de un prado, entendemos que la tierra también quiere hablar.

Cortarse el pelo, entrar y salir de una piscina, caminar por las piedras al lado de un río, son algunos de los pequeños rituales a los que acudimos durante la película. Reunión propone de forma litúrgica un viaje hacia la palabra, hacia un cariño suspendido, hacia el deseo de aunar dos extremos dentro de una misma imagen.

Mi cuerpo es una sonaja

Nuestra simpatía demostrada a todo aquello que respira en el mundo seguramente se explica, en parte, por nuestra común participación en la fuerza pulsante de lo viviente. Todo respirar marca un ritmo, un flujo que viaja y traslada, recorriendo espacio, acunando tiempo alrededor del cuerpo.

Respirar, despertarse, saltar, caminar, correr, llegar. Actividades todas constitutivas de lo que Michel Serres denomina los goces básicos. Dichas alegrías del cuerpo sano podrían ser, también, los procedimientos fundadores donde surgieron las artes.

Hubo un momento en que las distintas artes del hacer debieron haberse experimentado en toda su confusión. Los senderos enrevesados de antaño, debieron andarse con el cuidado de quien no quiere perderse. Y sin embargo la gente se perdía. ¿Eso hace del cultivador de espadas un artesano de bellezas peligrosas?

Sara Baras es una bailaora contemporánea de flamenco. Ella, al igual que el Niño de Elche y que Camarón antes que ellos, respetan tanto la tradición que no les importa hacerla avanzar a trompadas, si es necesario. En un documental reciente ella dice:

Desde chiquitita he hecho con mis pies, virguerías (maravillas). Hasta los críticos y todos me decían que abusaba de mi forma de zapatear. Yo me sentía músico. Yo me siento músico, yo no me siento bailarina. Yo me siento también músico.

¿Qué tiene que hacer una bailarina para que le reconozcan sus pies como el canto de un músico? Zapatear. Percutir el suelo, hacerlo sonar al golpe del paso artístico.

Uno de sus músicos comenta lo siguiente:

Yo siempre he dicho que su pie, es el mejor pie de todas y de todos. Pero ya no se trata del paso rápido, sino de cómo hace el paso rápido. Comparándolo con el habla, es cómo vocaliza ese paso.

Vocaliza el paso de la misma manera en que trasmuta la música en baile. Por una suerte de elevación poética que resulta en una transformación del límite de  los cuerpos del arte. Un cuerpo afectado por lo sonoro es un cuerpo afectado por el inmenso poder interventor del aire. ¿Cómo otear los límites del aire? ¿Quién será capaz de decidir tal absurdo? Mientras Sara Baras baila ella se convierte en viento, materia transportable de lo sonoro musical.  

Porque es el aire lo que logra entrelazar con fuerza la música al baile, cuerpo que olfatea su alrededor, aspira el ambiente, produce un espacio enteramente constituido por actos que hacen surgir movimiento.

Movimiento configurado por dulces mimos y fuertes gestos, enérgicos. Con la fuerza suficiente para dar vida a un extraño deambular sobre el suelo. El baile es música para la vista.

Mientras el bailarín baila enceguecido por el vértigo de los movimientos propios, el espectador mira sin mirar; persiguiendo con los ojos abiertos aquel cuerpo aparecido alguna vez, en otro momento. El espectáculo es  apenas visto con los ojos entrecerrados por el placer de experimentar las posibilidades de la plenitud del cuerpo y su posterior desfallecimiento.

En el baile uno siempre desafía el fallo, el tropiezo, la caída. Porque quienes practican la danza o la música saben que es un arte enteramente hecho por el mismo ritmo que mueve a los ciegos. Donde el cuerpo sobrevive oteando el espacio, tentando con las manos la posibilidad virtual de lo sonoro.

Gesticular es ya danzar con las manos, enseñanza del flamenco aprendido de las danzas provenientes de algún oriente ensoñado.

En el cuerpo amoroso todo es danza y estremecimiento. Se mueve con la música del deseo de aproximación.

Los labios parlantes tornan la sed y el hambre en materia pudiente. La lengua baila y garigola con el beso, las manos hacen música sobre el sujeto amado.

El abrazo es ya un juego que se tiembla de a dos. Un cuerpo simula el juego de la vida, justo como el baile y la música en el amor.

El buen golpe tiene que llegar: La Pivellina (Tizza Covi, Rainer Frimmel, 2009)

Los caminos de la visión a veces nos hacen gritar nombres de viejas leyendas, de personas perdidas, de imágenes que se impregnaron en nuestros genes a lo largo del tiempo. Como escombros, van cayendo lentamente y así, construyen las ruinas de lo visible, ausencias edificadas que nos hacen comprender mejor aquello que crece debajo del cemento.

Un primer nombre: Chaplin. Además de ser una de las primeras personas en retratar de forma honesta la lucha de clases en el cine, tenía una manera particular de realizar sus películas, específicamente las primeras. La construcción, o si bien puede entenderse, la escritura de su puesta en escena devenía en el azar. Empezando por una pequeña situación, un simple objeto o un movimiento, se daba con sus compañeros a la improvisación, filmando y revisando cada ensayo, poco a poco se veía nacer en pleno rodaje, una película inexistente, se daba el lujo de pensar mientras escribía, pensar mientras rodaba, pensar mientras montaba. Esto le permitió ejercer una disciplina de trabajo basada en la visión.

Una visión abierta hacia lo que la realidad tenía que ofrecer, con cierto magnetismo, todo lo presente en el plano tenía un valor, una posibilidad, cada elemento contaba algo, dejaba su huella. No es casualidad que cineastas posteriores como Pedro Costa o los Straub/Huillet lo tengan tan presente en sus formas de entender el cine. Straub, por su parte, decía que Chaplin sabía de forma precisa cuando un gesto empieza y cuando otro termina. Profundizando en esta idea, podríamos entender el cine como el dispositivo que hace posible enmarcar los gestos de la historia.

Un segundo nombre: Madre. Al comienzo de La Pivellina, una mujer grita el nombre de “Hércules” en algún parque de algún suburbio desamparado, en lugar de encontrarlo, descubre a una niña desatendida, así como Chaplin encuentra un bebé llorando en el suelo en The Kid (1921). Ahora ambas buscan a una madre que no tiene nombre. En ese momento, no nos queda otra cosa que observar los alrededores.

A lo lejos suenan coches, vemos árboles caídos y aquel parque de niños se ha convertido en un laberinto, se hace de noche y comprendemos que no sólo son dos las huérfanas abandonadas, sino que también lo es Italia, con sus paredes llenas de carteles que gritan “Lotta Dura, Casa Sicura”.

Dos nombres más: Covi y Frimmel. Los directores de esta película generan un dispositivo que se acerca tanto al neorrealismo como a la estética-ética social dardenniana, colocan a esta pivellina en un parque y de repente es el detonante para mostrar aquello que permanece invisible, un cristal para adentrarnos en la vida de estas personas. El paisaje en ruinas, los rostros y la crisis inmobiliaria de una Italia que no tiene familia. Lo que sale a relucir no es el entramado narrativo (aquellos juegos entre lo real y la ficción), sino aquello que está detrás, en el encuadre, es ese viento, ahora contaminado, que mueve las hojas de los árboles al fondo.

Poco a poco, vemos como Italia no se acuerda del nombre de su madre, como confunde los personajes de su historia. Italia se ha sentado a esperar tanto tiempo que ya no despierta. Italia ya no es Italia. La idea de nación y de soberanía son viejos chistes que no hacen gracia. Ahora sus habitantes son los responsables de construir los nuevos techos, de recibir a vecinos que ofrecen su ayuda y piden cobijo.

Estos personajes siempre están a la espera, pero no son derrotistas. Payasos en fin, cargan con las miserias humanas para darles la vuelta y esperar una sonrisa. En aquella tierra donde parecería imposible echar raíces, donde es más probable que alguien se lance de un puente o se quede sin casa al día siguiente, mientras haya algo que esperar, no todo está perdido.

En ocasiones, unos cortes a negro juegan dentro del montaje, como el paso de las páginas en un álbum de fotos, en donde vemos a unos amigos, que ahora son una familia, y donde se demuestra que aún se puede pasear por las playas en invierno, jugar y reír en los charcos de agua e imaginar, por más que pueda costar, una vida mejor. Aquel verde que crecía debajo del cemento nos advierte que la tierra ha pasado por mucho descuido, pero que en algún momento, siempre puede volver a florecer.

De códigos sociales a códigos visuales: la fotografía de Yvonne Venegas

Yvonne Venegas
Bolsa (de la serie María Elvia de Hank), 2009
Impresión de inyección de tinta
49.53 cm x 60.96 cm
SFMOMA, San Francisco

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay una incertidumbre en la fotografía de Yvonne Venegas (Long Beach, 1970) que parece colocarla en un espacio limítrofe entre la fotografía de sociales y la fotografía documental. El sentido de todo esto implica preguntar por su posicionamiento con respecto a lo fotográfico y pensar por tanto en la intención del trabajo. La pregunta nos abre dos caminos: Venegas puede estar hablando de clase o de individuos, ó puede estar haciendo un crítica o una exploración. Sin embargo, parece ser que la obra de Venegas no se define por colocarse de un lado o de otro de la línea, sino justamente por su naturaleza amorfa que transita en y desde ambas y que de tal forma actúa de una manera particular desde el gesto y la visualidad.

Bolsa (2009), parte de su proyecto María Elvia de Hank (2006-2010), permite entender esta cuestión si pensamos en cómo se crea y se articula dicha fotografía. En ella se observa a la señora María Elvia de Hank extendiendo el brazo para entregarle su bolsa a un hombre, del que apenas se ve una fracción de su cuerpo en el encuadre del lado derecho, al momento que éste se estira para recibirla. Ella está parada entre dos mujeres de su familia. La elegancia de las mujeres –los encajes, el maquillaje, los aretes, las lentejuelas, los peinados, los vestidos refinados– revela de entrada que se trata de miembros de una clase social alta. El hecho de que la mujer más joven, a su derecha, carga en sus brazos a un bebe que lleva un ropón blanco, indica que probablemente están en un bautizo. El gesto despreocupado de la señora Hank al extender el brazo con la bolsa (asistida por la mujer mayor a su izquierda) se observa rutinario, habituado a saber que habrá alguien para recibirla, como describe Marina Azahua, pues ni siquiera mira al hombre a quien se la entrega. La mano del hombre cruza la escena y, sin embargo, no la interrumpe con brusquedad, simplemente se incorpora. Es tan casual su reflejo como esperado, y denota la relación entre ambos sujetos quienes parecen solamente estar jugando su papel. La dinámica se percibe como un gesto cotidiano y sin embargo pocas veces observado por los que forman parte de ella y mucho menos por la lente.

Este proyecto fue un trabajo de ocho años en el que Yvonne Venegas fotografió la vida privada de María Elvia de Hank –difunta esposa del político y empresario priísta, Jorge Hank Rohn–, su familia y su ambiente en la ciudad de Tijuana. Lejos de querer mostrarla en términos de la intimidad o la cotidianidad, el trabajo de Venegas expresa una visión fracturada de individuos acostumbrados a la mirada de las cámaras. En ese sentido funciona a la vez como un documento que registra una parte de la sociedad mexicana pocas veces representada y estudiada, y también como un comentario acerca de ella. Es decir, partimos aquí de que se trata de una exploración que no deja nada cerrado ni busca satisfacer las expectativas o los prejuicios, que no ilustra ni registra, sino que complejiza la observación.

El titulo de la serie María Elvia de Hank también habla de la naturaleza del trabajo de Venegas. El título referencia a los pies de foto en las revistas de sociales, los cuales ponen en primer plano el nombre (y apellidos) y así legitiman a la imagen y su escenario, pero cambia su sentido en tanto nos está diciendo que es un proyecto sobre esta mujer. Se trata de un acercamiento en el sentido spivakeano que reconoce los límites de aquello de lo que es posible hablar. Es una serie que busca dar registro sobre una sola persona y cómo ella habitaba el espacio. La humildad del proyecto al aceptar que se puede hablar, si acaso, sólo de una persona, es lo que lo vuelve un comentario preciso sobre la realidad que interpreta.

El libro que resultó de la serie comienza con una copia del correo que le envió Venegas a la señora Hank pidiéndole permiso para hacer las fotos y especificándole los temas que quería retratar: empleados, animales, fiestas privadas, “escenas y actividades dentro del hipódromo, tal vez el público del casino y, claro, las celebraciones como la de los Reyes Magos”, retratos de familia, clases de flamenco, visitas a niños o ancianos. Ella logró acceder este ambiente a partir de la relación de su padre con María Elvia de Hank, pues era el fotógrafo de sociales favorito de la señora y la conoció desde que era pequeña. Una vez más, lo que resalta es la especificidad con la que se acerca a los sujetos, sabiendo que ese es el espacio en el que puede moverse. Lo que hace es hablar de lo que conoce y no pretender dar un comentario inconsciente y prejuiciado por ignorancia. Venegas no está saltando a conclusiones ni cae en la vaguedad del descuido, es un trabajo de ocho años en el que se atiene a lo cercano y al vis à vis entre dos personas.

Así, parte de su trabajo está justamente en la manera en que obtiene permiso de acceder a ese mundo. Es su performatividad como fotógrafa de sociales lo que le abre la puerta de la casa de los Hank, pues en su calidad como personas públicas están acostumbrados a este personaje y es a partir de esa condición –así como de su condición de mujer– que puede trabajar. Esta performatividad social que la coloca en un punto de ambigüedad le permite transitar dentro de la esfera de un grupo hegemónico local, a la vez que su género posibilita su interacción con el mundo marcadamente femenino de María Elvia de Hank como un ambiente fuertemente marcado por roles de género binarios que son también perceptibles en las fotografías. Venegas desaparece detrás de la fotógrafa de sociales y sólo desde ahí puede hablar desde cualquier parte, ya sea para el museo y la galería o para el álbum familiar.

Hay además una especie de urdimbre entre el ámbito público y privado en el que Venegas traspasa el uno y el otro para conformar un discurso sobre el espacio burgués de los Hank. Habermas explica que una parte esencial de la burguesía tiene que ver justamente con ese carácter público y privado, y que a la vez que dicha publicidad se construye también en y desde lo privado y viceversa. Esto aplica especialmente a la familia y la casa burguesas, para quienes la privacidad necesita también de su publicidad y así, éstas como personas privadas, se convierten también en públicas. Venegas hace explícita esa relación al penetrar la privacidad del hogar de la familia Hank y muestra la estrecha relación de su autoconstrucción y autorepresentación con lo público, y cómo es que ambas dimensiones se buscan entre sí como necesarias para componerse mutuamente como tales. Así como la publicidad burguesa penetra la intimidad, esa publicidad se construye y se descompone también desde el ámbito privado, generando nuevas formas que son justamente las que Venegas busca captar.

Hay en todo esto un intercambio de signos con el que ella construye su propio código de representación y de significación visual. En otras palabras, lo que hace es producir un orden pictórico para comentar sobre un orden social. Siguiendo las observaciones sobre la fotografía de Jeff Wall, la de Venegas ya no es un mensaje sin código como lo planteaba Barthes, sino un mensaje connotativo que se forma a partir de un código que compone con este intercambio de signos de otros códigos. Uno de ellos tiene que ver con el contexto de la clase alta mexicana y particularmente desde lo local de Tijuana, el cual carga de significado a la fotografía a partir de referentes que son entendidos solamente desde ese contexto particular. Al igual que en Wall, la comprensión de su iconografía parte de la comprensión del contexto, pues implica poder captar los valores particulares de la clase alta mexicana que su fotografía busca marcar. Es una crítica local con código local que tiene alcances aún mayores.

El proyecto en general ofrece la imagen de una clase alta que es inconfundible con las de otras latitudes. Los signos en las fotografías como el uniforme blanco de las trabajadoras domésticas, las camionetas Suburban manejadas por escoltas, el contraste del color de piel de la familia y los empleados o incluso los niños que visita la señora, sirven como referente de este contexto y su visualidad específica, el cual Venegas conoce y busca apropiarse en su fotografía. En el caso de Bolsa, por ejemplo, se trata también de un mensaje inseparable de los personajes y su apellido. El hecho de conocer de quién trata esta imagen y su peso contextual, tanto político como económico para México, carga a la imagen de un significado que de otra manera no sería el mismo. Venegas toma esto para decir algo con la imagen pero sin partir del binomio evidente que empata este apellido con la noción de poder, sino que lo plantea también como un punto de partida para intentar conocer algo más, mostrando una dimensión más real de algo que en otras representaciones parece inaprehensible.

Otro de los códigos que retoma es el de la fotografía de sociales, y es por ello que la obra de Venegas se ha confundido tanto con la fotografía que aparece en revistas como ¡Hola!, Quién o Caras. Puede ser también que esta confusión se deba al público burgués que sigue este tipo de producciones, el cual el mismo Habermas definía como “un público apasionado, tematizador de sí mismo”, que por tanto busca reconocerse en cualquier medio, (explicable también quizás porque, en efecto, gracias a la preeminencia de su representación en los medios está indudablemente acostumbrada a encontrarse). Sin embargo, podría decirse también que esta confusión tiene que ver con la apariencia de su imagen, la cual se debe más al referente que está siendo fotografiado que al propio trato que de ello hace Venegas aunque también hay una parte importante de esta tradición fotográfica en su trabajo. Parte de ello tiene que ver con su primer contacto con la fotografía de la mano de su padre José Luis Venegas, quien fue uno de los primeros fotógrafos de la clase social media alta de Tijuana, y quien se especializó en fotografía de bodas en busca de “la límpida perfección de los momentos inolvidables”. Desde ahí (aunque no desde ese momento) se construye su performatividad social ligada a la del fotógrafo de sociales y su acercamiento desde el cual parte para darle otro sentido a ese lenguaje.

El tercer código del que se sirve es el de la fotografía social documental o incluso antropológica, y tiene que ver con el ojo que se acerca al objeto con el afán de estudiarlo, así como con la noción del testigo o de la cámara como herramienta para evidenciar algún aspecto de la sociedad. En ese sentido, la obra de Venegas se acerca más al tipo de fotografía documental de Martin Parr, quien fue su maestro; Jeff Wall, a quien ya mencioné; y especialmente Bern y Hilla Becher y Nan Goldin. Con Parr es especialmente notable su semejanza en el trato que hace de las clases acomodadas y en la ironía con la que se acerca a los sujetos –aunque en Venegas es considerablemente más sutil que en Parr, con quien esa ironía roza lo satírico. Hay una referencialidad documental similar a la de estos fotógrafos que no busca simplemente la conjunción del registro con lo estético, sino que utiliza otros medios para comentar sobre aquello que están fotografiando.

En cuanto a los Becher, la fotografía de Venegas tiene una relación importante con su forma de fotografía conceptual en tanto que su parte crítica está en el gesto antes aún que en la fotografía, y desde ahí se inserta en el circulo de significación de la imagen. Tiene que ver con la manera de convertir el proceso en arte desde su planeación, su estructuración y finalmente del último resultado. Es decir que, la obra de Venegas como la de los Becher, no está solamente en la fotografía sino en la conceptualización del objeto (aquí sujeto) fotografiado y el proceso hacia su acercamiento. Su relación con Nan Goldin es quizá la más obvia aunque indirecta, pues en cierto sentido Venegas hace en Tijuana algo semejante a lo que hace Goldin en los círculos contraculturales estadounidenses y la comunidad LGBTI+. Busca representar la intimidad y la fragilidad de la imagen de la primera impresión buscando mostrar aquello que normalmente no se muestra de un grupo social específico (estas comunidades especialmente neoyorquinas o la burguesía tijuanense). Tanto en relación con Parr como con Goldin, otro aspecto semejante es la manera de buscar aquellos momentos, situaciones o gestos corporales de los sujetos que no eran comúnmente buscados por la fotografía.

Su obra podría parecerle a algunos en primera instancia pura fotografía de sociales por los referentes preexistentes de un tipo de trabajo que se dedica a retratar a las personas públicas como lo es la familia Hank, pero también se distancia de ésta porque no es una fotografía anónima. Me refiero no al hecho de que esté firmada, sino a que en la imagen se percibe un autor con una intención más allá del registro de los personajes en la escena. En su trabajo existe una intencionalidad clara que se observa en la ruptura de la composición perfecta y del encuadre calculado geométricamente. Tampoco tiene la finalidad de esperar al sujeto ni de dejarlo premeditar su posición frente al fotógrafo, sino que es Venegas quien premedita su posición frente al sujeto de la imagen. Es ahí donde se encuentra la admisión de la agencia humana y el contexto social, no como una permisibilidad para la autorepresentación calculada sino una que escapa a la expectativa del sujeto ante la cámara pero que revela aquello que también habla del sujeto pero que éste no dice por sí mismo. La suya busca la cara más sincera de un mundo que vive de las apariencias irreales.

Bolsa es una fotografía de María Elvia de Hank en un bautizo familiar y sin embargo no es la fotografía que haría un fotógrafo para Quién (en todo caso sería la que borraría a la hora de seleccionar la que se publicará en la revista), pues Venegas no está buscando lo mismo que éste aunque partan del mismo lugar. Ésta parece ser la imagen del momento antes o después de la fotografía, aquel momento que no es generalmente buscado por la lente: que se sale del control del sujeto fotografiado que está intentando posar. Venegas busca explorar a los sujetos desde las actitudes de las cuales ni ellos mismos son conscientes en su performatividad y no en su autorepresentación. Es una imagen de aquello que escapa a la mirada de las revistas de sociales y que proviene más bien de una visión antropológica y ahí se conecta con la fotografía documental. A pesar de la iconografía, esta fotografía escapa de las referencias tradicionales de este tipo de escena y lo que muestra en contraposición es la estrechez de la autorepresentación de la imagen de María Elvia de Hank y la complejidad de una realidad que desde otros medios se presenta como plana y evidente. Lo que muestra son esos momentos de inestabilidad que permiten entrar a ese mundo perfectamente calculado y medido para la aparente impecabilidad de su apariencia.

Sin embargo, su código de representación se acerca también, y especialmente, a la llamada Pictures Generation de la que formaron parte, entre otros, artistas como Louise Lawler, Sherie Levine y Cindy Sherman, quienes usaron la fotografía y la apropiación de imágenes para examinar las funciones y códigos de representación en el cine y otros medios de comunicación masiva. Venegas hace algo similar pero en un sentido diferente: ella cambia el sentido al romper esas funciones y códigos en busca de otros nuevos, pero no para destacarlos como a veces es el caso de éstas otras artistas, sino para hacerlos pasar por debajo de la mesa. También hace una apropiación de [la apropiación pictórica que hace] la fotografía de sociales entendiendo, como planteaba Douglas Crimp, que debajo de toda imagen hay siempre otra imagen, generando una imagen que es un palimpsesto de representaciones en busca de estructuras de significación. Es una especie de apropiación de la mirada que reconoce, como esta generación, la condición de la fotografía como un múltiple sin un original.

Pero su apropiación también va en un sentido doble, la de la performatividad del fotógrafo de sociales y la de los códigos de representación del canon de este tipo de fotografía. Esta segunda, no obstante, también es una doble apropiación en el sentido de que es una apropiación-de-la-apropiación: la que hace ella de la fotografía de sociales y la que hace esta fotografía de cánones estéticos anteriores así como de la fotografía de moda. Tal como Levine, Venegas utiliza la fotografía como disfraz, buscando en su caso levantar el disfraz de quienes aparecen en sus fotos. En Bolsa se rompe la imagen estable de María Elvia de Hank ofreciendo un detrás de cámaras de todos los personajes. Su punto es que nos la muestra como un sujeto en movimiento, pero no es que trate de humanizarla en un sentido romántico sino que apunta a la complejidad de su persona que es tal como la de cualquier otra, así como a la de la clase social de la que es una especie de símbolo (tanto visual como socialmente), incitando a pensar en qué otras preguntas podríamos hacernos sobre ello.

Todo esto desemboca en una exploración social cargada por un análisis de clase y de autorepresentación de una clase alta embellecida y, además, de lo femenino dentro de ese horizonte en los espacios muchas veces identificados como femeninos (clases de baile, eventos escolares, comidas con las amigas) contrastantes con los identificados como masculinos (la oficina, la calle). Pero a diferencia, por ejemplo, del trabajo de Daniela Rosell en su reconocida serie Ricas y famosas –en la que fotografió la vida lujosa de las mujeres de la burguesía mexicana– la mirada de Venegas no se centra en cómo se presenta la mujer adinerada ante la cámara, sino por el contrario, la suya expresa la complejidad de un solo individuo en tales condiciones de riqueza. En las fotografías de Rosell el sujeto es cómplice directo de la imagen, mientras que en las de Venegas se trata de captar aquello de lo que ni el sujeto mismo se percata.  La obra de Venegas parte de un acercamiento cuidadoso y dedicado para hablar de María Elvia de Hank buscando lo que está detrás de las apariencias, un poco también como Goldin, en el sentido de entender cómo se construyen las imágenes de un cierto grupo social, quienes las controlan y cómo éstas se le pueden salir de control o terminar por opacarlo, terminando por ofrecer una lectura simplista que pierde de vista la necesidad de comprender, y de respetar, antes de poder emprender la crítica.

Venegas piensa la clase como un grupo que puede ser entendido solo a través de sus manifestaciones locales: como un fenómeno complejo y escondido bajo varias capas de significación. Puede incluso decirse que al igual que E.P. Thompson, considera que la clase está en construcción y no está dada ya desde un inicio. Pero además, su idea parece ser que la clase alta se sustenta también en un valor de intercambio de signos (sign-exchange value) que requiere para legitimarse esa construcción visual basada en la imagen de perfección que busca ofrecer desde esa autorepresentación que tanto esfuerzo exige de los sujetos y que es justo la que Venegas intenta deconstruir, tanto desde la composición imperfecta como desde la representación de estas fugas de la escena determinada.

Sin embargo, Venegas no pretende desenterrar este sentido para ofrecer una imagen plana que terminara siendo una “estética de la opulencia” o una mera caricaturización, como dice Azahua. Más bien optó por buscar dentro de aquel fenómeno los momentos que rompen con la performatividad misma de los sujetos y de la imagen que constantemente se esfuerzan por proteger. Es en aquellos momentos donde se encuentra la vulnerabilidad que va más allá de la crítica fácil y obvia para dejar entrever una dimensión humana, también personal y contextual, de las actitudes de las personas y cómo es que se configuran entre lo público y lo privado.

Bibliografía

Azahua, Marina, “Sobre M. E. de Hank. Yvonne Venegas”, límulus, consultado en línea en http://limulus.mx/sobre-m-e-de-hank-yvonne-venegas/.

“Bio”, Yvonne Venegas, http://yvonnevenegas2.weebly.com/bio.html.

Buchloh, Benjamin, Hal Foster, Rosalind Krauss e Yve-Alain Bois, Art since 1990, vol. 2, Londres, Thames & Hudson, 2016.

“El mundo tras los lentes de: Yvonne Venegas y su padre”, Viceversa, 26 de octubre del 2016, https://www.viceversa-mag.com/yvonne-venegas-y-su-padre/.

“Foco crítico: Yvonne Venegas”, Vice, 3 de octubre de 2016, consultado en línea en https://www.vice.com/es_mx/article/qbqjk3/foco-critico-yvonne-venegas.

Habermas, Jürgen, Historia y crítica de la opinión pública. La transformación de la vida pública, versión castellana de Antonio Doménech y Rafael Grasa, Barcelona, Gustavo Gili, 1997.

Saad, Shirine, “The Twin Crossings of Yvonne and Julieta Venegas”, Aleim, núm. 4, http://aleim.com/issue4/yvonne-julieta/.

Venegas, Yvonne, María Elvia de Hank, México, Editorial RM, 2010.

“Yvonne Venegas”, EDS Galería, consultado en línea en http://www.edsgaleria.com/content/view/13/9/lang,sp/.

Vigilante del cosmos: Manrico Montero, in memoriam (1973-2018)

Los que nacimos en 1973 siempre hemos tenido dificultad para terminar lo que empezamos. No sé con certeza si en todos los casos de mi generación, pero en algunos se debe a que nos interesan demasiadas cosas al mismo tiempo y queremos llevarlas hasta sus últimas consecuencias, sin considerar que el tiempo no es un recurso del que podamos disponer ilimitadamente. A mi querido amigo y artista Manrico Montero le faltó tiempo para terminar de decir, de la manera exhaustiva como él quería, lo que todavía estaba descifrando antes de morir abruptamente a sus 44 años: ¿En qué consiste escuchar el mundo?

Cuando él comenzó a plantearse estas cosas, a mediados de los 90, la figura del artista sonoro no existía en México como hoy en día, así que no había nada a lo cual aspirar. Para él era un asunto en el que se jugaba, si no la vida, al menos sí su sentido. En cierta medida eso fue lo que nos acercó. Para ambos era muy importante la definición de la propia existencia a partir de lo que oíamos, cómo lo oíamos y para qué. En el caso de Manrico se entiende todavía más a partir de su historia familiar. Su padre, Rufino Montero, director de música coral y experto en canto gregoriano, y su madre soprano de Bellas Artes, cultivaron la música como parte indisoluble de su vida, entregados en cuerpo y alma. Manrico me contaba que aunque siempre estuvieron muy presentes en su vida diaria, su hogar era sobre todo el lugar al que se llegaba a descansar y a dormir después de los largos ensayos e interminables sesiones de entrenamiento y estudio musical. Los platos no siempre estaban lavados ni las camas tendidas. Las partituras cubrían todos los rincones de su casa; discos y cintas con grabaciones de Xenakis, Silvestre Revueltas, Candelario Huizar, Carl Orff, se apilaban en todas partes. Su casa era una extensión de su lugar de trabajo; y su trabajo era el cultivo de la música coral mexicana. Su padre trabajó con Carlos Chávez y Luis Sandi, entre otras personalidades musicales del viejo México nacionalista. La música era la religión que fundaba la comunidad de los Montero. Y esto tuvo una fuerte repercusión en la mirada de Manrico respecto a la orientación de su vida en este mundo; pero sobre todo a la orientación de sus oídos frente a los paisajes y sonidos que escuchaba y capturaba. Oía música en cada sonido que surcaba su existencia. En el abigarrado canto nocturno de los grillos en Amecameca, cerca del Popocatépetl, en donde sus padres tienen su casa de campo, Manrico escuchaba la textura de una composición eterna de ambient. En el zumbido del metro y los pasos apresurados de la gente al salir masivamente de la estación Indios Verdes, oía claramente una línea de bajo y las rutinas frenéticas de una odisea de drum n’ bass.

No obstante, Manrico nació en una época muy distinta a la de sus padres. Él llegó al mundo en los tiempos del fin del siglo XX. Como muchos de nosotros, estaba sumergido en plena eclosión de las culturas musicales debido al intenso intercambio producido con la aparición de internet y la consolidación de la música electrónica. Aquí comienza esta historia que desafortunadamente quedó a la mitad, truncada por el infortunio de la muerte este verano pasado, trágico para quienes compartimos con él, entre muchas cosas, la intensidad y la angustia de haber nacido en 1973. El principio del fin de toda una época.

Ahora bien, a diferencia de sus padres que tenían una clara vocación por la música sacra, Manrico estaba atrapado entre innumerables opciones en términos de una profesión sonora. Manrico quería abrazar todas las músicas, deseaba habitar todos sus rincones. Estaba flotando, como muchos de nosotros, en medio de un mar de posibilidades. Todas las corrientes nos atravesaban. Queríamos ir en todas direcciones. La música nos invitaba a explorarlas.

Síntesis analógica para tiempos duros

A Manrico lo seducían dos mundos sonoros. Sus oídos estaban atraídos por dos planos muy diferentes del universo aural. Cada uno de ellos escuchaba en una  dirección distinta, me atrevo a decir contradictoria. Por un lado tenía abierto el oído hacia la ciudad, como un artefacto sonoro vertiginoso; el otro apuntaba hacia la naturaleza, como una fuente avasallante de maravillas acústicas. Lo interesante —y complicado— era que él quería en cierta forma unirlas, reconciliarlas, una tarea que le tomo el tiempo de su vida. Este cometido le llevó primero al cultivo de los breakz, como el legendario DJ Linga en esa época salvaje del drum n’ bass local en la ciudad de México, mucho antes de las redes sociales, cuando la vida estaba afuera de ellas. Las redes eran otras, eran analógicas. Todo dependía del encuentro entre los cuerpos, las fiestas se divulgaban de boca en boca; de mano en mano se entregaban los flyers.

En ese entonces a él le fascinaba la velocidad, los tracks que rotaban a más de 120 golpes por minuto. Manrico era una criatura de una metrópoli extrema y escogió la música adecuada para poder habitarla, para poder moverse en ella. Hoy se le considera un precursor del drum n’ bass en el país. Su autoridad moral frente a los cultivadores del género de distintas edades y puntos de la República Mexicana es irrefutable. Todos quienes lo conocimos desde esos tiempos coincidimos en que era un difusor importante de corrientes musicales. Gracias a él conocí por ejemplo a Carlos Soul Slinger productor y DJ brasileño del mítico sello neoyorquino Liquid Sky. Soulslinger tocaba una mezcla de jungle, breakcore, raggamuffin y hip hop de la vieja escuela. Me enteré con Manrico también de lo que era la escena del illbient (una variante turbia del ambient que se hacía en Nueva York principalmente). Supe que la lógica progresión de la música negra desembocaba en la constante reutilización de los temas clásicos del funk, el soul y el rhythm n’ blues, gracias al sampleo. Y que por medio de este dispositivo y de la tornamesa, la historia del ritmo, que se remonta al tribalismo africano, se afirma como una tradición que vive en su constante remezcla, en su permanente auto-alteración. Aceleración y desaceleración. Afro-futurismo. Break-nología. En su momento Manrico dio cátedra de todo esto. Yo, entre otros afortunados, estuve presente. Son cosas que no se  enseñan en ninguna escuela. Había que andar con Linga.

Terrorismo poético

Recuerdo cuando un 21 de noviembre de 1999, en un programa de la extinta y emblemática emisora Radioactivo 98.5 FM, Manrico fue invitado a poner un set en vivo que ocasionó un conflicto entre los directivos de la estación y los conductores (protagonistas también de la escena de la música electrónica de la Ciudad de México), quienes lograron calmar a los radioescuchas exaltados y aterrorizados que pedían sacar del aire el programa. Un grupo de amigos y amigas que lo escuchábamos en vivo al sur de la ciudad en una fiesta, brindábamos por ello. Manrico lanzó esa noche un manifiesto sonoro de la distopía electrónica que representaba el año de 1999 para nosotros. DJ Linga electrocutó los oídos de la Ciudad de México con hip hop industrial, una delirante mezcolanza de ambient distorsionado, jungle y breakcore [1]

. Entre los artistas de su set en vinil recuerdo a Alan Vega lanzando alaridos con beats analógicos de Pansonic; Techno Animal, Badawi, Bad Company y muchos otros viniles que Manrico me heredó y que atesoro en mi colección. Es la última década del siglo XX, una época anterior a la inminente llegada del podcast, el live streaming y el playlist digital. Una colección de discos de vinilo como la de Linga era como una carga clandestina de cabezas nucleares. El terrorismo poético todavía era vigente. No era solamente una fórmula estética, una ocurrencia de la clase creativa. No era un gesto, era un acontecimiento.

De día Manrico Montero batallaba con sus clases de Letras Alemanas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en Ciudad Universitaria, donde nos conocimos. En realidad él estaba interesado en las cosmologías hindúes y en las religiones antiguas; más que las raíces germánicas del lenguaje quería aprender sánscrito. El nombre de Linga proviene de ahí, de ese interés suyo. Linga es una de las diferentes maneras de llamar a Shiva, la divinidad hindú que destruye el universo. Maravilloso nombre para un DJ de drum n’ bass, no cabe duda.

Como buen niño gótico, Manrico no entró a Letras Alemanas para hacer una carrera académica, sino para acceder en el idioma original al romanticismo alemán, en particular para leer a Henry Von Kleist, el poeta que se suicidó con su novia frente al río en el siglo diecinueve, antes de cumplir 30 años. En cualquier caso Manrico nunca terminó los deberes intelectuales que comenzó dentro de la universidad. Para él era un hobby, su verdadera vocación era el sonido, lo tenía muy claro. Si hubiera sido traductor y poeta probablemente no habría muerto todavía, pero en cambio escogió ser paisajista sonoro, en un sentido muy amplio y radical del término, mucho antes de que se pusiera de moda.

Por las noches Manrico era DJ Linga y formaba parte del colectivo Parador Análogo. Por las madrugadas se transformaba en Karras y se dedicaba al diseño de atmósferas que confeccionaba con los sonidos grabados por él con sus rudimentarios medios técnicos: el SU-10 de Yamaha, un samplercito de poca memoria que permitía hacer loops y con el que hizo su primer disco de ambient alrededor de 1999: el Nada EP, que repartío entre los amigos afuera de los clubes y fiestas donde tocaba como DJ.

Karras fue un alter-ego que le permitió crear el espacio de investigación musical que más tarde daría lugar a los proyectos por los que se le conocería mejor: su prolífico y exquisito sello en línea Mandorla, su ensamble multimedia La Orquesta Silenciosa y el multidimensional ensamble de guitarras Estructuras de la Tarde, en el que se daba un importante lugar a la improvisación colectiva en vivo. Entre los músicos que participaron estaba Rubén Tamayo (Fax), Salvador Villanueva, Paul Marrón (del dueto electrónico de Ensenada, Childs) y Arthur Henry Fork. De ahí derivó su afición al steel guitar que años después utilizó en algunas grabaciones y performances. Como si no bastara, entre todos estos proyectos entabló innumerables colaboraciones con artistas electrónicos. Uno de los mejor logrados fue Igloo Música a principios de los dosmiles, colectivo compuesto por Álvaro Ruiz y Arthur Henry Fork, con quienes sacó una antología triple de edición limitada en 2004. En ella Manrico publicó un material que para mi gusto concentra inmejorablemente la poética que aspiraba a desarrollar musicalmente una vez que abandonó por completo su carrera de DJ en busca de otra utopía lejos del dancefloor. Lo mismo diré del material de los otros dos integrantes, una exquisita muestra de una imaginación electrónica lúcida y original. Tres idiomas musicales que reunieron en este disco triple un legado insuperable de sus poderes creativos, en un momento en que se vivía la rápida uniformización de los estilos de la música electrónica.

A partir de ahí se desprendieron durante toda una década proyectos con músicos que  admiraba desde joven, como el caso de Steven Brown de Tuxedomoon, con quien espontáneamente junto al músico e inventor Daniel Aspuru, crearon un trío que dio luz un álbum grabado en Oaxaca y editado en Bélgica, Correspondances (Subrosa, 2013), en el que se unen las tres voces de manera entrañable en base a escarceos musicales e improvisaciones electroacústicas, en torno al transductor eólico creado por Aspuru.

Para entonces Manrico ya no estaba interesado en el terrorismo ni en la velocidad. Regresaba a sus primeras intuiciones menos dirigidas a una organización del sonido bien definida por tradiciones y subgéneros del ritmo. Neorromántico empedernido, Manrico nuevamente se recreaba en sus fuentes; adoraba a David Sylvian, a Harold Budd, a Ryuchi Sakamoto, a Brian Eno; sabía de memoria los discos de Dalis Car, Japan o Tones on Tail, entre muchas otras bandas de la ola postpunk, lo que se percibe claramente en muchísimas de sus producciones que él concebía como homenajes a sus héroes musicales. En cierta forma estas músicas seguían habitándolo, representando también un problema a su voluntad de reinvención.

Pero había en él un fuerte y deliberado deseo, más bien mesiánico, del sonido, cuya forma —o cuyo rostro, para ser fiel a la tentación teológica que siempre le persiguió— debía ser un misterio. Ahí recomenzaría su vida. Aunque llegar de nueva cuenta a ese grado cero de la escucha le tomaría un tiempo. 

Breve paréntesis (el dancefloor es amor)

Es verdad que antes de ser DJ y productor de drum n’ bass Manrico era ya un ideólogo de la cultura chill out, que hoy se considera un infame subgénero salido de la electrónica de los años 90. Y hay razones para ello. De ser la música de las salas de descanso de los raves, degeneró en la música de fondo de los cuartos VIP de los  narco-antros de música trance en la ciudad. Pero para él era toda una utopía con derecho propio de existencia. El chill out como una zona temporal autónoma dentro del flujo enajenado de la electrónica comercial, de la electrónica basura. El ambient y el down tempo eran formas —musicales— de confrontar, con la escucha contemplativa y el baile horizontal, el estruendo implacable de los géneros más autoritarios del tecno, que ganaban terreno en aquella época: el tecno militar, el tecno con cocaína, el narco tecno. La cultura del club y la pista de baile eran para nosotros un campo de batalla en donde se defendían visiones de la ciudad, de la vida en común muy diferentes. Lo que podía verse cada noche en la pista de baile eran perspectivas del futuro que estaban en choque. Los breakz y el ambient eran los dos modos de resistir a ser tragados por la máquina indiferente del progressive trance o por la frivolidad cínica del balearic house. Peor aún, por la monstruosa utopía neo-hippie del psi-trance. Contra todo ello se oponían el dub tecno-minimalista y el hip hop abstracto, que tomaban el lugar intermedio que se abría entre el sopor meditativo del ambient y la guerrilla rítmica de los break beats.

Manrico sin embargo dejó estas doctrinas justo en el cambio de siglo. Su militancia en los breaks, el chill out de izquierdas y su aspiración a una pista de baile inteligente daban lugar a otras cosas, nuevos intereses ligados también a nuevos recursos técnicos de investigación sonora. Sus oídos volvían a empezar de cero, una vez que tuvo al alcance las herramientas de diseño digital de audio, una vez que llegó a sus manos el digital sound processing.  Todas sus ideas e intuiciones se multiplicaron y con ello sus encrucijadas estéticas, que desafortunadamente quedaron inconclusas.

Una reverberación biónica

La síntesis análoga que los oídos de Manrico realizaban para crear la ilusión de un encuentro  armonioso entre el ambient y el ruido, entre la contemplación y la acción, la teorizaba y materializaba en su recurso constante al reverb, a la reverberación: esa forma espectral del movimiento. Manrico no solamente tomó esta idea del dub, sino del shoegaze, en particular de los Cocteau Twins, que son el alfa y el omega del rock etéreo. Y si algo perseguía Manrico con su obra sonora era alcanzar la cúspide de lo etéreo, un lugar intermedio entre el cielo y la tierra. Alguna vez me confesó que el comienzo de toda esta historia empieza en realidad cuando compró en Hamburgo, muy jovencito, en su primer viaje a Europa, los EP’s de Cocteau Twins Tyni Dynamite y Echoes in the Shallow Bay, ambos de 1985. Ahora entiendo mucho mejor esa huella profunda. Yo mismo sigo atado todavía al Head Over Heels y al The Pink Opaque veinte años después de haberlos descubierto. Aunque ya no recuerdo cuando fue la última ocasión que los escuché, los llevo conmigo.

Manrico comenzó a explorar a inicios del año 2000 las evocaciones crepusculares que buscaba en la década anterior a partir de un tratamiento más complejo del material sónico luego de conocer los nuevos gurús del arte digital como Curtis Rodhes o Kim Cascone. De ellos tuvo noticias gracias a los artistas Taylor Deupree y Richard Chartier, a quienes conoció personalmente por vía de su gran amigo Ernesto Priego (con quien creó el proyecto multimedia Porno Estéreo). Todo esto sucedió en fiestas de avanzada tecno organizadas por Priego en los confines de la última década del siglo, en las noches generosas de la Ciudad de México.

Así, Manrico pasó de la grabación de campo y el sampler al manejo de programas de computadora que le permitían tratar sus sonidos microscópicamente; internarse en las células del sonido, penetrar sus moléculas. En cada una de ellas encontraba un universo. El asunto ahora era ¿qué hacer con él? ¿Hacerlo oír y sentarse a escucharlo, a contemplarlo? ¿O intervenirlo, hacerlo estallar? Nuevamente estaba en un dilema crucial que no se resolvió pasando del ragga jungle a lo que él llamaba micro-dub; ni aplicando la síntesis granular a sus grabaciones de aves o insectos para hacer materiales musicales que sonaban a Ryuchi Sakamoto. Para resolverlo se tuvo que ir de México a la selva, al borde de los mares, al Sur del planeta a vivir entre las aves, los insectos, los anfibios.

Manrico comenzó sus tareas de bioacústica de una manera heterodoxa y sin una metodología estrictamente científica pero bastante seria, cuando se afincó en Bolivia esperando hallar esa zona indeterminada en la que música y paisaje natural se funden. Probablemente no le resultó fácil, pues viró muy rápidamente a la semiótica de la comunicación animal. Tal vez le interesaba justificar la importancia de la imagen acústica como una fuente informe de generación afectiva entre seres, contrapuesta a la codificación textual del lenguaje humano. Emisiones infra-sónicas, principios de etología animal, protocolos de sobrevivencia en climas difíciles, decálogos ambientalistas. Finalmente Manrico era un vigilante del cosmos. La relación entre la inmensidad del tiempo y de la vida natural no era satisfactoriamente experimentada en toda su complejidad con las cascadas de delay y las reverberaciones interminables de los pedales de distorsión para guitarra. La poética musical de la electrónica etérea que tanta felicidad le daba a Manrico llegaba a su límite. La música, pienso ahora, era su verdadero obstáculo. Es en el mundo secreto de una biosfera salvaje que se abre para el escucha, con sus micrófonos y audífonos de alta sensibilidad, que se encuentra la profundidad prehistórica de la fuerza vital que respira y reverbera más allá del drama humano, por encima de todo crepúsculo estético. Lo microscópico y lo inmenso son categorías que se disuelven en el oído. 

Por ejemplo, Manrico llegó a fabricar micrófonos personalizados para poder captar aleteos de mariposas Monarca, con los que compuso arpegios oceánicos para sus obras sonoras. La superación de su faceta artística más emocional venía tomando forma, hasta llegar al desnudamiento magistral del oído y el micrófono llevado hasta sus últimas consecuencias con la espléndida grabación de los manglares de la península de Yucatán. Una pequeña obra maestra del paisaje sonoro titulada Sisal, de 2015, editada en el sello de culto Unfathomless (https://unfathomless.bandcamp.com/album/sisal). Éste es el  lugar más alto que a mi parecer alcanzó Manrico en ese desafío de hacer de la escucha una posibilidad de transfiguración del sujeto en un agente cósmico. En esas grabaciones quedamos desnudos ante la omnipresencia  milenaria de la materia tropical que gota a gota, chirrido a chirrido, nos transporta al lugar donde ocurren los procesos indescriptibles de la vida en estado salvaje. Con sus duraciones imperceptiblemente largas, la vida vegetativa se nos revela poco a poco como la condición de una actividad inquietante. La oposición entre contemplación y actividad se disuelve en un mismo transcurso fuera del tiempo; detenida la historia, inmovilizado el cuerpo del fonografista, el mundo escurre lentamente sobre nosotros a través de los filamentos microfónicos. Sisal representa la respuesta fonográfica mejor lograda a La Selva, la canónica obra de paisaje sonoro de 1998 del artista español Francisco López.

Así, bajo la imagen de un humilde sueño, Manrico Montero construía un ambicioso cuerpo de obra interdisciplinario, que apenas aguarda su justa valoración. Pero eso requiere ante todo de la distancia para lograr experimentar su potencial, más allá de glorificaciones precitadas y superfluas de su persona, para evitar una lectura simplificadora de lo que, de cualquier forma, sigue siendo una tarea para quienes seguimos en este mundo interesados por los mismos asuntos: ¿En qué consiste escuchar el mundo? Manrico Montero nos dejó mucho camino andado.

[1]  Puedes escuchar el set completo aquí: http://urbanbits.mx/2013/11/dj-linga-radioactivo-1999-set-extraido-de-generacion-nexus-6/

Una vida de tantas historias, una historia de tantas vidas: Sándor Márai y yo

Con frecuencia […] cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

Julio Cortázar, Casa tomada

 

Me gusta llamarle destino a aquellos momentos en los que un libro llega a mis manos justo en el momento en que, sin saberlo, lo necesitaba. Siempre he pensado que los libros se mueven por nuestras vidas a veces de manera autónoma y que son ellos los que muchas veces llegan a nosotros y no al revés. Sándor Márai (1900-1989) llegó a mí, sin yo poder preverlo, para dar respuesta y sentido a lo que yo estoy viviendo. Como sucede siempre con los buenos escritores, al hablar de sí, están hablándome de mí misma.

Desde el exilio de su amada patria húngara, Márai –escritor y periodista– se sentó a escribir sus memorias todavía en plena Guerra Fría. ¡Tierra, tierra!, le llamó a esta segunda obra autobiográfica publicada en 1972, a más de veinte años de lo relatado. Con un pie en su presente y el otro en sus recuerdos, busca darle sentido a su pasado y voz a su historia, a su país, a su gente y a todo su sufrimiento. Nos cuenta así el proceso de ocupación soviética en Hungría, desde los últimos momentos antes de que llegaran los rusos hasta su decisión de partir al exilio.

Márai escribe sobre sí mismo, sobre una nación, sobre un pueblo y, en el fondo, sobre la humanidad. ¿Cómo consigue todo esto? Las anécdotas, las metáforas, las reflexiones y las digresiones históricas son clave, pero para insertar todo esto dentro de una narración coherente Márai tuvo que plantearse la pregunta de “¿qué historia voy a contar?”. Y para eso, responder “la mía” no es suficiente. ¿Cuál de todas?

En el libro tenemos a un hombre narrado por sí mismo que se mueve cronológicamente por una Hungría tomada. Intenta explicar(se) quiénes son estos rusos que, cada vez más, pareciera que llegaron para quedarse. Nos narra los pequeños recuerdos de la vida cotidiana que hablan del ambiente general que se vivía en aquellos días de incertidumbre. Nos habla desde la nostalgia por un mundo (“no se trataba de una nostalgia por una tierra determinada, un país o una patria, sino por la Tierra en sí” [1]) a través de las pequeñas cosas: conversaciones, momentos de cruce de experiencias personales, de estos “pedacitos de sociedad”. Es como sentarse con un abuelo muy sabio que nos cuenta sobre su pasado –“cuando yo estaba en Hungría durante la ocupación…”– pero que nunca pierde de vista por qué nos lo está contando. Recurre a estas historias para reflexionar y hablar de sus preocupaciones más profundas: el odio, la libertad, la guerra, el miedo, el cambio. Sobre ese “algo más” del ser humano:

Siempre me esforzaba por hablar de que el ser humano […] es algo más, algo diferente de lo que pretende parecer. Me esforzaba por escribir sobre el hecho de que hay algo en el ser humano que ninguna circunstancia –provocada por su propia naturaleza, por más terrible que ésta sea– es capaz de cambiar: de que siempre existe en él algo, no forzosamente algo mejor, sino simplemente algo más, algo diferente, una posibilidad… [2]

“Esta es la historia de la pérdida”, podría haber comenzado el libro. Es la historia de la pérdida paulatina de una libertad, de una seguridad, de un hogar, de una cotidianidad, de una vida, y de una deriva cada vez más incierta para desembarcar después en otra libertad, otra seguridad, otro hogar, otra cotidianidad, otra vida. Desde ahí escribe Márai los recuerdos de un mundo que se fue desvaneciendo y reconfigurando tras el llamado “telón de acero” que silenció la destrucción de millones de vidas en Europa del Este durante la Guerra Fría. La voz que la narra es una sola: la de un escritor comprometido moralmente consigo mismo y con la sociedad. Un escritor que aparece solo, cada vez más amenazado por un régimen político que no daba cabida a la discrepancia.

Un ejemplo: cuando nos cuenta sobre el mastiorskaia (un grupo militar soviético de mecánicos) que se instala en su casa, no lo hace desde afuera ni busca dar una explicación concluyente, simplemente nos va contando su experiencia en estas condiciones mediante encuentros con los rusos y expone los pensamientos que esto le despertaba. O también, omite casi siempre hablarnos del tiempo y de los días, es algo abstracto que se siente más no se dice. Entra y sale de la narración conforme le conviene para seguir hablándonos de su tiempo en Hungría y después abordar su reflexión.

“La noche era tranquila y silenciosa. El tren partió sin hacer ruido,” termina contando Márai, “en unos instantes dejamos atrás el puente y continuamos viajando bajo el cielo estrellado hacia un mundo donde nadie nos esperaba.” Aquí es un comienzo el que da pie a un final. Termina la “mi historia” que nos quería contar pero nos hace conscientes de que esta sólo es una de tantas, sólo es parte de. Como cualquier otro género, sabemos que en la autobiografía la historia bien pudo haber sido contada de manera diferente a como fue. Sin embargo, el cierre nos permite entender porqué decidió contar lo que contó y cuál fue finalmente la historia que acabamos de leer. Con las últimas palabras nos dice: “En aquel momento –por primera vez en mi vida– sentí miedo de verdad. Comprendí que era libre. Empecé a sentir miedo.”

Es la historia de la pugna entre la libertad y la esclavitud, de la fuerza individual contra la dominación y la opresión de un otro, de la pérdida de esa libertad y de la lucha por recuperarla. ¿Y qué implica todo esto? Implica perder cosas, implica ganar otras tantas. Es la historia de un momento en la Historia, de Europa del Este a finales del siglo XX, del pueblo húngaro y de un escritor que se siente comprometido con todas estas historias a través de la suya. Pero para contar todas estas historias, el autor tiene que buscar la manera de presentárselas al lector y conciliar lo que quiere escribir, lo que necesita escribir, lo que quiere que el lector lea y lo que sirve que lea para contar lo que está contando (y lo que no en todos estos puntos). En mi caso, Márai llegó a un quinto punto: “lo que el lector necesita leer”.

¿Cuántos cruces existen entre la experiencia de una vida y la de otros? Insisto, creo firmemente que a veces los libros llegan sin buscarlos cuando uno más los necesita. No sólo al escribir lo hacemos desde nuestro contexto, sino también en la lectura. Cuando nos acercamos a un libro (o un libro se acerca a nosotros, con sus patitas metafísicas) lo hacemos desde nuestro propio presente y sus circunstancias. Sándor Márai nos ofrece una historia y nosotros leemos otra; leemos desde la nuestra y leemos la nuestra. Nuestra libertad, nuestra pérdida, nuestra guerra, nuestra nostalgia y nuestro miedo. Nuestra cotidianidad y sus diferencias con la del otro. ¿Qué acuerdo implícito existe entre Márai y nosotros cuando él nos lo ofrece y aceptamos leer esta historia? Que lo vamos a entender, que comprenderemos, ¿y cómo, si no es desde nuestra propia vida? Así, con una sola historia habla sobre su vida y con una sola vida habla sobre la historia de tantos. Al menos yo, más que comprenderlo, quiero decirle: gracias.

[1]  Sándor Márai, ¡Tierra, tierra!, Barcelona, Salamandra, 2006, ESPA PDF, p. 547. 
[2] Ibidem, pp. 568-569.

Metal y melancolía

Nunca he ido a Lima. No sé casi nada de la historia de Perú. Así que cuando vi “Metal y melancolía”, un documental de 1994 de la realizadora peruano-holandesa Heddy Honigmann, vi las calles de Lima por primera vez. Una ciudad que a través del parabrisas de los taxis parecía estar al borde de un colapso, como siempre parecen estar las cosas cuando necesitan hablar de poesía. El sol entrando por la ventana detrás de la cara de una taxista hablaba de poesía. El agua que tenía que echarle otro taxista a su carro cada 30 km hablaba de poesía. Los lapiceros en la guantera de otro también hablaban de poesía.

La casa vacía, el cementerio, el vendedor ambulante, el policía, el actor en decadencia. Lentamente las imágenes se apilan delante de tus ojos, como carros en el tráfico de la tarde. Uno va con los choferes hasta sus vidas y luego de regreso hasta la propia, compartiendo metales oxidados en el camino.

Aquí los taxis no llevan pasajeros de un sitio a otro: transportan fotos de hijos y alfajores y amores perdidos. Transportan la poesía que se encuentra cuando ya han roído todo y sin embargo queda la esperanza de encontrar algo después del semáforo. La poesía de que a pesar de que ya estén tosiendo los motores, las ruedas van a seguir rodando.

La oscuridad hace un sonido peculiar, es casi ruido

 

 

Es extraordinario como vamos por la vida con los ojos cerrados a medias, los oídos embotados y los pensamientos dormidos.

Joseph Conrad

La oscuridad hace un sonido apenas perceptible, no es constante, pero danza todo el tiempo. Asalta y despierta nuestros sentidos embotados. En la oscuridad nuestros sentidos aguzan su percepción, se vuelven necesarios, descubrimos su capacidad apenas utilizada en la vida diaria. Ahora, la oscuridad no significa nada, es sólo oscuridad. Desaparece en este mundo permanentemente diurno en el que hemos aprendido a desenvolvernos, sin embargo, nuestras noches lúgubres de antaño sobreviven en los entretelones de una civilización orgullosa de sus logros y del deslumbrante andamiaje colonial que lo soporta.

Se podría decir que es la conclusión a la que llegamos tras leer El corazón de la tinieblas de Joseph Conrad. A lo largo de la narración, la historia se va configurando no sólo a través de la búsqueda de Kurt, un elusivo oficial de colonia desaparecido en el centro de la tenebrosa selva africana. También se puede discernir (casi escuchar) un segundo viaje que ocurre de manera oculta, como de contrabando, a lomos del relato que narra Marlow, se trata del curioso acontecer sonoro de la novela.

Virginia Woolf había descubierto esta cualidad sonora de la escritura de Conrad. Cuando responde a las críticas adversas a Conrad lo hace utilizando la siguiente figura musical:

“Era consciente de sí mismo, rígido y ornado, se quejan, y le era más apreciada su propia voz que la voz de la humanidad angustiada. Es una crítica familiar, tan difícil de refutar como los comentarios que los sordos hacen cuando se toca fígaro. Ven la orquesta, allá a lo lejos escuchan lúgubre arañazos de sonido, sus propios comentarios se ven interrumpidos y, del modo más natural, sacan en conclusión que se servirían mejor los propósitos de la existencia si en lugar de arañar a Mozart, esos cincuenta violinistas  partieran piedras en la carretera. ¿Cómo convencerlos  de que la belleza enseña, de que la belleza disciplina cuando la enseñanza de esta es inseparable del sonido de su voz y de que ellos están sordos?”[1]

La sordera nos remite a una cualidad sensorial que hace falta en el lector que crítica a Conrad, es incapaz de escuchar no lo que dicen los personajes sino la trama sensorial que se va conformando según avanza la historia. La música que hace, busca despertar de la modorra literaria cada uno de nuestros sentidos, su mecanismo de atención no es una música que apele solamente al oído. Marlow tiene un oído atento, es decir, observador, su palabra transporta de manera sigilosa otras formas de significar los acontecimientos narrados. De esta manera, su escritura es configurada por su especial capacidad para implicar la atención sensorial que trasciende a la mera vista:

“Oliscaba para describir de modo maestro a esas criaturas lívidas […] tenía olfato para las deformidades humanas y su humor era sardónico […] tenía el habito de abrir de pronto los ojos y mirar —un montón de desperdicios, un puerto, el mostrador de una tienda—, para entonces  completar en su quemante anillo de luz esa cosa que de pronto brilla en el fondo misterioso. Introspectivo y analítico. Marlow estaba al tanto de esta peculiaridad. Decía que ese poder le llegaba de súbito. Por ejemplo, podía escuchar como un oficial francés murmuraba: “¡Mon Dieu, como pasa el tiempo!”[2]

Oliscaba, miraba y escuchaba, su escritura convoca a un cuerpo lector, vivo y en plenitud de sus facultades, leer requiere estar alerta, despierto para todo aquello que es convocado en lo narrado, cuya verdad se va construyendo por medio de relámpagos que deslumbran nuestro deambular por sus páginas. Un lector que se deslumbra, es un lector consciente de su cuerpo, de lo que puede suceder si faltara alguno de sus sentidos.

El viaje que se narra en El corazón de las tinieblas constituye también una reflexión sobre el periplo colonial europeo. Se ponen en escena prejuicios y falsas certezas en boca de Marlow, conocedor de primera mano de la aventura colonial, que reconoce la verdad turbia de la supuesta batalla civilizatoria, donde el despojo y el genocidio también conllevan el progreso necesario de las naciones involucradas:

“La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en sacrificio.”[3]

El comienzo optimista de la novela navega por la confianza del personaje en los saberes de occidente que al final redimen todo mal infligido. En esas primeras páginas cada evento es descrito con claridad y precisión, los asuntos domésticos, las razones para el embarco, la aventura que arrebata del aburrimiento a los personajes siempre prestos a emprender la aventura colonial.

Los razonamientos convocan la explicación que agota la duda de las motivaciones, Europa es el espacio donde todo puede ser razonado, comprendido y explicado. Los contornos de la existencia cobran una claridad meridiana bajo el sol de occidente. Tal vez, por eso mismo, Conrad construye un continente oscuro, oscurecido para la razón colonial. Conforme se va adentrando en la selva, en “el corazón de las tinieblas” no hay lugar para la razón explicativa a la que hizo referencia muy al principio, de pronto todo aparece vago y confuso, los sonidos surgen como motivos de duda y terror, es decir, como fuente de lo desconocido.

“Todo estaba en una calma absoluta, y después la blanca cortina descendió otra vez, suavemente, como si se deslizara por ranuras engrasadas. Ordené que se arrojara de nuevo la cadena que habíamos comenzado a halar. Y antes de que hubiera acabado de descender, rechinado sordamente, un aullido, un aullido terrible como de infinita desolación, se elevo lentamente en el aire opaco. Cesó poco después. Un clamor lastimero, modulado con una discordancia salvaje, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara debajo de la gorra. No sé qué impresión les causo a los demás; a mí me pareció como si la bruma misma hubiera gritado; tan repentinamente y al parecer desde todas partes se había elevado a la vez aquel grito tumultuoso y luctuoso.”[4]

De esta forma la oscuridad invade la claridad meridiana, la razón que señala, identifica y aclara los contornos de la realidad se tornan confusos, el grito aparece para ocultar lo razonable, el sonido se vuelve impredecible, incapaces de identificar la dirección de los nuevos acontecimientos sonoros, de pronto, de la nada surge un sonido que pone en peligro la empresa:

“Nada podíamos ver mas allá del vapor: veíamos su punta borrosa como si estuviera a punto de disolverse, y una línea brumosa, quizás dos pies de anchura, a su alrededor. Nada más. El resto del mundo no existía para nuestros ojos y oídos… aquello era nuestra tierra de nadie. Todo se había ido, desaparecido, barrido, sin dejar murmullo ni sombras detrás.”[5]

¿Cómo es posible que haya sucedido esto? Este nuevo mundo por el que van avanzando se torna peligroso por desconocido, los ojos no ven, los oídos no escuchan, son incapaces de identificar, señalar y marcar este nuevo territorio. Hay un vacío novedoso, indescifrable, pero sobre todo impensable. Su entorno es conformado por una miríada de sonidos a los cuales no logran significar intenciones, el sonido confluye en la forma que toma la realidad amenazadora, constituye un despliegue de posibilidades inéditas, desconocidas.

Conrad, decide dejar “el corazón de las tinieblas” desconocido, es decir, no conquistado. El mundo gobernado por la idea colonial encuentra aquí un límite temporal a su empresa. La historia avanza optimista hasta que choca con la irracionalidad del mundo natural, la razón necesaria para comprender ese mundo por colonizar se muestra incapaz o lo que es lo mismo, impotente. Pero al hacerlo, refuerza el prejuicio colonial donde los sentidos conforman al mal primitivo.

De la misma manera, Hugo Pratt en su relato “La laguna de los hermosos sueños” abre los primeros cuadros con la siguiente afirmación de Corto Maltés (otro aventurero colonial):

“Sé que significa algo, pero no lo entiendo. Tratando de hacerse una idea de lo que quieren expresar el sonido de varios tambores comunicando a la distancia la existencia de un hombre enfermo.[6] Saber algo pero no saber què, es el acicate de todo pensamiento filosófico que reflexiona sobre sí mismo, ignorando las muchas otras lógicas que demandan conocimiento del cosmos.”

Para Joseph Conrad, el mundo de lo sonoro, permanece oscurecido, bajo la impronta de la mirada razonante. Los sonidos cumplen aquí, la función de subsistir como la fuente inagotable del malestar de occidente tan acostumbrado a mirar de soslayo todo aquello que resuena y permanece desordenado, desconocido, es decir, ingobernable.

[1] Virgina Woolf, Joseph Conrad. El Viejo Bloomsbury y otros ensayos. UNAM. México. 1999. Pàg. 182-183

[2] Idem. 186

[3] Joseph Conrad. El Corazon de las Tinieblas. Unam. 1987. Pág.17

[4] Idem. 66

[5] Idem. 66

[6] Hugo Pratt. Corto Maltès. La Laguna de Los Misterios. Norma editorial. España. 2010. Pàg. 25

La fronda imaginaria. Sobre La experiencia dramática de Sergio Chejfec

Al poco andar de la lectura de esta novela me surgió una idea algo alocada, pero no por eso menos entretenida –al menos para mí en mis devaneos mentales–: ¿no será la realidad una alucinación de los átomos? Siguiendo en ese pensamiento llegué a sospechar que, quizás, estábamos hechos nosotros mismos de pensamientos y estamos tan acostumbrados a sentirnos materiales que somos incapaces de percibir nuestra propia “eteriedad”. Un poco más allá vi la idea de que quizás el átomo se sueña tierra, la tierra se sueña tronco y el tronco sueña la fronda que emerge de él, con sus hojas y todo, sólo para sentir el viento y el aire, que no son más que una forma más o menos material del pensamiento. Ahora, la gran pregunta que me hago luego de escribir estas palabras es: ¿cómo una novela tan concreta como esta es capaz de llevarme a semejantes ideas?

Creo que la respuesta no es tan difícil: en primer lugar, es porque esta es una novela del pensamiento. Hay personajes aquí, bien definidos: un hombre y una mujer, o también podemos decir, Rose y Félix. Pero no están bien descritos, en el sentido de que no sabemos si Rose es colorina o rubia o morocha, o si Félix es gordo o flaco o bizco. Sabemos, con el pasar de prosa –iba a decir trama, pero creo que no aplica en este caso– que Rose es casada, que Félix ha dicho que es casado pero en realidad no lo es, que ambos son amigos o algo por el estilo, al menos compañeros en un taller de teatro, donde deben presentar alguna experiencia dramática que les sirva de pie forzado para un ejercicio teatral. Sabemos que van, con frecuencia, a un café bastante pequeño que es famoso por estar siempre lleno, y por propiciar famosas escenas de incomodidad a causa del poco espacio. Hay otros cuantos datos más, un puñado de ellos, que en realidad no nos llevan a ninguna parte, porque al parecer siempre es así en Chejfec: un paseo del cual lo que menos importa es el destino. Pero sí llegamos a conocer, exhaustivamente casi, la fronda mental de estos personajes. Si nos basamos en el punto de vista, diríamos que esta es una novela “desde arriba”: analizamos al árbol no parados desde el suelo, midiendo su corteza o estimando la altura, sino que descendemos en medio del follaje para empezar a recorrer, aleatoriamente, una rama u otra, con la libertad de seguir incluso las ramas del árbol vecino y llegar, flotando como estamos, hasta ese follaje ajeno, que nos abre realidades paralelas facilidad impresionante.

Casualmente este fue el libro que elegimos con Macarena García para hablar hace un tiempo en un programa de radio. En esa ocasión Macarena mencionó que los personajes se demoraban unas 40 páginas en cruzar la calle. Y claro, no es que el autor tenga una fijación con las zapatillas o las huellas, con los baches del terreno ni mucho menos, sino que nos lleva a los pensamientos, recuerdos, incluso emociones de los personajes y ahí nos mantiene, como en una alucinación.

Al afirmar que esta es una novela concreta, lo hago pensando en que Chejfec, o el narrador que construye Chejfec mejor dicho, a veces parece un notario de emociones. Por ejemplo, en la página 56, cuando se dibuja en Félix una seudo emoción acerca de su amiga Rose: “Félix percibió que ella se mueve con más familiaridad hacia él, Félix, que su marido. En un principio supuso que ello se debía a algún elaborado sentido de la cortesía; después, pensó también que podía provenir de una larvada forma de desconfianza”. La descripción es de algo que está a medio camino entre un pensamiento y un sentimiento, o de una confusión y un exceso de claridad. El narrador de Chejfec está completamente consciente, listo y dispuesto para definir en cualquier momento lo que sea, para etiquetar y bautizar cada fenómeno que surge en el azar de los fenómenos –iba a decir acontecimientos, pero me arrepentí a última hora–. Aquí hay otra de estas argucias del narrador: “Félix le asigna [al marido de Rose] unos rasgos típicos de personaje de leyenda, como si fuera de esas figuras entre esquemáticas, reales y figuradas, seres limítrofes que deambulan entre la enseñanza y la advertencia, y al final sólo sirven como ejemplos de sí mismos”. Hay muchos fragmentos que son seres como estos, en este libro.

Volviendo al tema de la alucinación de los átomos y del árbol que sueña su fronda, pienso que esas ideas se dejan caer del texto porque a ratos esta parece más la novela de un científico que de un escritor. El narrador opera aquí como el microbiólogo que estimula las células para estudiar su crecimiento, su proliferación; o como el botánico que da hormonas a los árboles para que desarrollen órganos anómalos o gigantescos que sean más fáciles de diseccionar posteriormente. En esa proliferación de la fronda mental de los personajes el narrador procede a realizar una descomposición, un desmontaje literario, en el que se separan los elementos para luego analizarlos narrativamente. Hay, por ejemplo, un momento en que los personajes de esta novela se encuentran frente a un anuncio de agua mineral en el que aparece una mujer con dos botellas de agua en las manos y un perro a su lado. Si no fuéramos Chejfec podríamos haber dicho: “había un anuncio publicitario en que aparecía una mujer junto a un perro”, pero como sí somos él –somos él a bordo de este texto– entonces nos dedicamos a analizar cada elemento del anuncio, a buscar cada significado, cada posible interpretación, no sólo desde el punto de vista de uno de los personajes, sino de ambos.

En ese sentido Chejfec plantea aquí algo que en todo momento me suena barroco, pero no un barroco a lo Sarduy, en que la emoción del personaje se hace carne en la ficción que construye al personaje, sino más bien es un barroco sicológico, una construcción adornada con vericuetos de pensamiento y definiciones, medidas y proporciones de lo abstracto. Es tan barroco que ni siquiera deja fuera los vacíos. Los incluye y considera, los crea, los dibuja: no les da tregua. Un ejemplo: “No se le ocurrió la posibilidad de que fuera una imagen ficticia, que sólo existiera como viñeta para despertar la fantasía o ilusión de los niños que usaban el buzón. Eso la hubiera llevado a suponer que el resto de las monedas también eran inventadas, a lo mejor apócrifas, o en todo caso imaginarias ya que no podía decirse que una moneda dibujada fuera verdadera o falsa. Nada de eso pensó Rose”. Crear a través de la negación, es un ejercicio interesante. Y aquí, en esta experiencia dramática está lleno de ejercicios interesantes como ese. Es más: es una novela hecha de ejercicios interesantes. En la página 67 encontramos: “La quietud o el silencio eran tan resaltantes que no se le ocurrió pensar que podía estar siendo observado”. Un silencio resaltante, pudo haber sido otro buen título para esta novela.

Hago aquí un paréntesis sobre lo mismo, los títulos alternativos, que están propuestos al interior mismo de la novela:

“La antigua lengua de los melodramas
El idioma de la memoria
La conciencia cartográfica
Un espacio parecido a la nada
La ilusión geográfica
Desolación embellecida”

Pero es mucho lo que me adelanto citando estas frases, posibles títulos, o lo hago al menos, creo, para quienes ya leyeron la novela. ¿Por qué? Porque al hablar de cartografía acudo al quid del asunto, a la intención más honestamente expresada por su autor que podríamos definir en una sola frase: El autor es dios. Al comienzo de la novela está la gran pista de lectura: “Dios es como…”. Ahí está el vuelo en la fronda, la capacidad etérea del lector que ha recibido esos poderes del narrador dios: la capacidad de entrar en la mente de los personajes, de ir en ellos, a través de ellos, y de llegar más lejos de lo que nunca podríamos imaginar. Tan lejos y con tanta calma que nos tardamos 40 páginas en cruzar la calle.

Y en esta presentación del narrador como un dios que atraviesa dimensiones llegamos a otro aspecto de esta novela: el riesgo que involucra. Cito otra vez a Macarena García Moggia, quien se refirió a esta como “una novela centrífuga” para algunos lectores, en tanto posee la fuerza de expulsar a un lector desprevenido. Y es que aquí no hay un relato, hay piezas, esferas. Ya hemos dicho que el árbol se examina desde arriba, pero también desde el lado. El lector está exigido, está obligado a mover su centro y desplazarse alrededor de los hechos, más que a lo largo. Dicho esto, hablamos de una novela esférica, de una novela capaz de marear a quien no viene preparado a su encuentro.

Termino este texto con un fragmento que, a mi parecer, junto con otros cuantos más, resume de manera excelente qué es lo que tenemos entre manos (pág. 94-95): “Se pregunta si él mismo no será uno de esos adictos o beneficiados de la así llamada conciencia cartográfica. Antes le gustaba vagabundear acompañado de esos mapas múltiples con forma de cuaderno. El momento más feliz se producía cuando al llegar al punto –esquina, calle o terraplén– correspondiente al borde de una hoja, si quería seguir avanzando en esa dirección y verificar en el mapa la nueva ubicación, debía pasar a un nuevo plano, probablemente situado en el cuaderno a varias páginas de distancia. Entonces podía hacer de cuenta que durante unos momentos difíciles de precisar transitaría por un lugar sin referencias, medio inexistente, hasta que volviera a verificar en la nueva hoja, en general sobre un ángulo izquierdo o en la parte superior, su calle, la calle por donde en ese momento caminaba, que parecía haber estado a punto de disolverse en un espacio parecido a la nada, y de cuya indeterminación era rescatada gracias a su presencia. Recuerda su mapa, que consideraba especial sencillamente porque era suyo, una de sus pocas pertenencias, de hojas gruesas y un poco rugosas, y con una portada donde se dibujaba un laberinto de varios colores, debajo de las grandes letras con el nombre de la ciudad, y como fondo una cuadricula de calles que parecían estar siendo enfocadas con una lupa. Sabía que era un mapa para conductores, no para caminantes, y que por eso era pesado. La espiral de alambre era de gran diámetro, lo que permitía pasar las hojas sin demasiada dificultad pero convertía el cuaderno –era el nombre que le daba– en un objeto aparatoso e imposible de disimular”.