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El buen golpe tiene que llegar: La Pivellina (Tizza Covi, Rainer Frimmel, 2009)

Los caminos de la visión a veces nos hacen gritar nombres de viejas leyendas, de personas perdidas, de imágenes que se impregnaron en nuestros genes a lo largo del tiempo. Como escombros, van cayendo lentamente y así, construyen las ruinas de lo visible, ausencias edificadas que nos hacen comprender mejor aquello que crece debajo del cemento.

Un primer nombre: Chaplin. Además de ser una de las primeras personas en retratar de forma honesta la lucha de clases en el cine, tenía una manera particular de realizar sus películas, específicamente las primeras. La construcción, o si bien puede entenderse, la escritura de su puesta en escena devenía en el azar. Empezando por una pequeña situación, un simple objeto o un movimiento, se daba con sus compañeros a la improvisación, filmando y revisando cada ensayo, poco a poco se veía nacer en pleno rodaje, una película inexistente, se daba el lujo de pensar mientras escribía, pensar mientras rodaba, pensar mientras montaba. Esto le permitió ejercer una disciplina de trabajo basada en la visión.

Una visión abierta hacia lo que la realidad tenía que ofrecer, con cierto magnetismo, todo lo presente en el plano tenía un valor, una posibilidad, cada elemento contaba algo, dejaba su huella. No es casualidad que cineastas posteriores como Pedro Costa o los Straub/Huillet lo tengan tan presente en sus formas de entender el cine. Straub, por su parte, decía que Chaplin sabía de forma precisa cuando un gesto empieza y cuando otro termina. Profundizando en esta idea, podríamos entender el cine como el dispositivo que hace posible enmarcar los gestos de la historia.

Un segundo nombre: Madre. Al comienzo de La Pivellina, una mujer grita el nombre de “Hércules” en algún parque de algún suburbio desamparado, en lugar de encontrarlo, descubre a una niña desatendida, así como Chaplin encuentra un bebé llorando en el suelo en The Kid (1921). Ahora ambas buscan a una madre que no tiene nombre. En ese momento, no nos queda otra cosa que observar los alrededores.

A lo lejos suenan coches, vemos árboles caídos y aquel parque de niños se ha convertido en un laberinto, se hace de noche y comprendemos que no sólo son dos las huérfanas abandonadas, sino que también lo es Italia, con sus paredes llenas de carteles que gritan “Lotta Dura, Casa Sicura”.

Dos nombres más: Covi y Frimmel. Los directores de esta película generan un dispositivo que se acerca tanto al neorrealismo como a la estética-ética social dardenniana, colocan a esta pivellina en un parque y de repente es el detonante para mostrar aquello que permanece invisible, un cristal para adentrarnos en la vida de estas personas. El paisaje en ruinas, los rostros y la crisis inmobiliaria de una Italia que no tiene familia. Lo que sale a relucir no es el entramado narrativo (aquellos juegos entre lo real y la ficción), sino aquello que está detrás, en el encuadre, es ese viento, ahora contaminado, que mueve las hojas de los árboles al fondo.

Poco a poco, vemos como Italia no se acuerda del nombre de su madre, como confunde los personajes de su historia. Italia se ha sentado a esperar tanto tiempo que ya no despierta. Italia ya no es Italia. La idea de nación y de soberanía son viejos chistes que no hacen gracia. Ahora sus habitantes son los responsables de construir los nuevos techos, de recibir a vecinos que ofrecen su ayuda y piden cobijo.

Estos personajes siempre están a la espera, pero no son derrotistas. Payasos en fin, cargan con las miserias humanas para darles la vuelta y esperar una sonrisa. En aquella tierra donde parecería imposible echar raíces, donde es más probable que alguien se lance de un puente o se quede sin casa al día siguiente, mientras haya algo que esperar, no todo está perdido.

En ocasiones, unos cortes a negro juegan dentro del montaje, como el paso de las páginas en un álbum de fotos, en donde vemos a unos amigos, que ahora son una familia, y donde se demuestra que aún se puede pasear por las playas en invierno, jugar y reír en los charcos de agua e imaginar, por más que pueda costar, una vida mejor. Aquel verde que crecía debajo del cemento nos advierte que la tierra ha pasado por mucho descuido, pero que en algún momento, siempre puede volver a florecer.

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