Entropía
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Bajo la ceiba

Para Cecilia “Ayotl”.

Por la calle, sola, viene mi abuelo. El burro va detrás de él. Unidos por un lazo. Detengo la escoba. Del otro lado de la cerca, los miro. No hacen ruido. La tierra, sin viento, no es polvo cuando caminan.

Mi abuelo se quita el sombrero, me mira y echa la cabeza hacia atrás. Apenas un saludo. Suda el rostro colorado; el burro no, resopla. Grita Ohhhh y el burro se detiene cuando abre el portón. El burro mueve una oreja contra las moscas pero no pestañea. Mi abuelo vuelve hacia él y lo toma por el lazo pero el burro ya camina. Dos sombras moviéndose bajo las sombras del mango. Se van detrás de la casa. Desaparecen.

Son hojas amarillas y verdes y otras verdes salpicadas de amarillo. Caen por todos lados, en el patio, sobre mi cabeza. Las barro y la escoba deja rayas negras y lisas sobre la tierra.

Detrás de mí, la presencia de mi abuelo.

―Hay mucha basura, ¿verdad? ―dice.

No contesto, y mi abuelo se queda también sin decir palabra. Pero siento sus ojos en mi espalda, siguiéndome mientras muevo la escoba y hago un bulto con las hojas. Es él quien pone un papel debajo de las hojas y le prende fuego. El olor penetrante de los cerillos sube hasta mi nariz. Las hojas arden. Pero la tarde intensa, el sol, no deja ver las llamas. Hasta que humean, se achicharran. Las hojas amarillas se tornan de otro amarillo. El de la lumbre. Mi abuelo mira el árbol y dice:

―El cabrón: no da mangos pero sí basura.

Alzo la vista hacia el mango. Pero el sol lastima. Uso la mano en la frente. El árbol está, como dice mi abuelo, medio pelón, y se abren, negras, desnudas, las ramas.

Poco a poco, carbonizadas, las hojas se apagan. El humo se desvanece. Pero queda, casi invisible, el vapor en la tierra. Ya no hay nada que ver ni nada que decir. Se nos acabó el tema. Las hojas, la basura, las llamas. Mi abuelo se va, creo yo, a la cocina.

Me quedo solo, con la escoba en las manos, mirando cómo se repite la tarde.

Mi abuela viene hacia mí.

Su sombrero, contra el sol, le cae de lado.

―¿No vas a almorzar? ―dice.

Digo que no, que es temprano.

―Como quieras ―responde.

Abre el portón y sale hacia la calle. Es más de mediodía y el sol, antes arriba, cae de costado e inclina la sombra de mi abuela hacia delante. Parece, incluso, más vital. La sombra.

Mi abuelo, con los codos en la mesa, come a cucharadas lentas e interminables. Me detengo detrás de él. Miro su cabello blanco, la nuca, cómo se mueven las mandíbulas al masticar. La tortilla, hecha rollo, en la mano. Está tan quieto, tan callado, que me sobresalto cuando deja caer la mano contra las moscas en la mesa. No mata ninguna.

―¿Ya almorzaste? ―dice.

―No ―respondo―. Me levanté tarde.

Espero que diga algo. En cambio, se lleva la cuchara a la boca. Es pollo en rojo. Está caliente, picoso quizá, porque se la han enrojecido las orejas. Toma el hueso del plato y lo chupa y después lo pone sobre la mesa. Las moscas revolotean sobre él. Hace a un lado el plato. Luego, contra el hombro de la camisa, se limpia la boca. Tiene los labios rojos. Las yemas de los dedos también. Lo dejo.

Cruzo el comedor y voy hasta la mesa que mi abuela dispuso para mí. Antes, todavía en la mañana, había trastes y tortillas viejas. Polvo también. Me siento. Con los ojos, recorro la máquina de escribir, la hoja en blanco, el cuaderno, los libros apilados en una esquina. Tomo uno y lo abro al azar. Mirando hacia el agua donde el sol de la mañana moldeaba ruedas de luz, diademas en abanico donde quedaban atrapados cada ramita, cada grano de sedimento, largas escamas y briznas de luz en el agua polvorienta deslizándose como luces estroboscópicas donde se retorcían y filtraban átomos. Y las palabras parecen que van a romper en esta luz y este calor que siento en mis ojos y también en la mesa. Ya no leo; aturdido, escucho: Henos aquí en un mundo dentro de un mundo. En estas regiones foráneas, estos hostiles sumideros y páramos intersticiales que los justos ven desde el vagón o el coche, otra vida sueña…

Mi abuelo eructa y camina hacia mí y se sienta justo a un lado. Sus huesos, su edad, se hunden en el sillón. La sombra del pilar cae sobre la parte izquierda de su cara. Pero los dos ojos saltan igual de blancos. Mira los libros y el cuaderno y la máquina de escribir sobre la mesa y me pregunta qué leo.

―Algo para mí ―respondo.

―¿Tarea?

―No, sólo es para mí ―repito, y no sé por qué, pero se me enciende la cara.

Cierra los ojos y pone los brazos detrás de la nuca.

Le pregunto dónde trabaja.

La pregunta, el hablar, lo fatiga. Abre los párpados sin ganas, despacio. Me mira. Escarba dentro, muy dentro de mí. Se vuelve hacia otro lugar y dice:

―En la pizca de cacahuate. Con Siquio. Me paga a ciento treinta el día. ¿Cómo ves? ¿Es poco?

―Para mí está bien ―digo.

―En otros lados pagan a ciento cincuenta…

Se calla. Luego, cuando habla de nuevo, me da la impresión de que lo hace consigo mismo porque sus labios no se despegan y su voz suena de a poco.

―Trabajar, trabajar… Todos los días trabajar. ¿Para qué? ―dice.

Las palabras no son para mí. No las comento. Nos quedamos mudos. Mirándonos.

Así, despeinado, con la camisa abierta hasta el ombligo, toda su figura es cansancio. El rostro se le va de lado. De frente, me queda su perfil, los collares de tierra en el cuello. De pronto, se sobresalta y me mira con ojos grandes y asustados. Se quedó dormido. Mueve los labios como si masticara o como si tuviera algo entre los dientes. Luego intenta cerrar los ojos de nuevo. No puede. Algo no lo deja dormir. Quizá el calor. Abandona el sillón. Se va tambaleando, a pasos cortos, con los brazos muy abiertos del cuerpo. Rodea el pretil y desaparece bajo las ramas de los tamarindos.

El pollo todavía humea cuando lo sirvo en el plato. Hay un hervidero de moscas sobre el hueso que mi abuelo dejó en la mesa. Cuando me siento, las moscas se espantan, aletean, y vuelven a caer sobre el hueso.

Un ruido entre las ramas de los plátanos distrae mi atención de la comida. Yaqui muerde una hoja del plátano y la arranca desde el tallo de la raíz. Me mira una sola vez y viene hacia mí y se echa debajo de la mesa. Espanto las moscas y tomo el hueso y lo pongo en la cara de Yaqui. El hueso cruje en su hocico, lo traga, después me mira. Quiere más.

Lo picoso de la comida se siente sólo en los labios. Hace sudar la frente.

Me levanto. Grito ¡Yaqui! y él va detrás de mí y sigue mi mano cuando lanzo los huesos más allá del patio. Yaqui salta sobre ellos. Mastica sin dejar de mirarme y mover la cola.

Prendo un cigarro mientras camino hacia los tamarindos. El tabaco tiene un sabor ardiente, seco. Yaqui viene a mi espalda. Su nariz, la escucho, pegada a la tierra. Se adelanta unos pasos y orina sobre uno de los tamarindos. Apenas una mancha amarilla.

Los pies, desnudos, de mi abuelo salen de la hamaca. Está de costado, con la cara metida en el hombro. Yaqui huele los guaraches de mi abuelo y se echa a un lado de ellos. Abro la otra hamaca y trato de sentarme sin mucho ruido. Pero mi abuelo está despierto.

―¿Tienes cigarros? ―dice.

Saco la cajetilla del bolsillo del pantalón y se la ofrezco. Él da media vuelta y puedo ver sus ojos irritados y el pelo despeinado y su mejilla izquierda marcada como una telaraña por los hilos de la hamaca. Ve la cajetilla sin mucho agrado.

―A ver cómo me saben éstos.―levanta la cajetilla a la altura de sus ojos y la ve por todos lados―. Los cigarros sin boquilla me lastiman la garganta.

Le doy el encendedor y prende el cigarro. Aspira y mira el cigarro y dice:

―Saben buenos. De estos no hay por aquí. No los he visto.

Pero le digo que aquí mismo los compré.

―Ha de ser ―dice―. Pero yo no los he visto… Saben bien.

Fuma a chupadas lentas, mirando una y otra vez el cigarro. Luego, cuando lo expulsa, todo el humo le queda en la cara.

Aquí, bajo los tamarindos, es otro Villa Madero. Sin calor y sudor en la espalda y en la frente. El viento sopla sin fuerza. Levanta, apenas, las hojas que caen de los mangos y los tamarindos. Un aire tibio. Sube por el cuerpo. El sol, cada vez más abajo, penetra las ramas. Desde mis ojos, oscuras. Escucho la voz de mi abuelo.

―Fíjate que hace tiempo iba yo por La Puerta… ¿Conoces La Puerta?

―Sí ―respondo―. Donde les llevábamos de comer a usted y a mis tíos.

―Ándale; allá mero…

―¿Qué tiempo hace de eso?

Entonces deja de mirar el cigarro y se vuelve hacia mí y dice:

―No; hace mucho tiempo. Tu madre todavía no nacía. Hace mucho, te digo. Entonces vivía con tu tío Concepción Piedra. Él tenía por allá unas vacas y unos caballos y también unos burros. Mi quehacer era ir allá todos los días y ver que no faltara ninguno de los animales y también que no les faltara agua. Así que esa tarde fui al potrero. Eran pasadas las dos de la tarde. Más o menos la hora de la comida. Tú pasas a esa hora por el campo y verás que todo mundo está entrado con el taco…

Aspira el cigarro, una bocanada grande, hasta dentro. Se le contrae el estómago. Después suelta el humo y se lleva la palma de la mano a la mejilla y clava los ojos en el lomo de Yaqui. Lo acaricia. Yaqui se estremece y se mueve boca arriba y mi abuelo le rasca el pecho. Después, todo él inmóvil. Callado. Como si yo no estuviera ahí u olvidara lo que platicaba conmigo. De pronto, dice:

―Cuando pasé por el potrero de Mele Salgado escuché un ruido raro… así: raggg, raggg… ni alto ni fuerte: raggg, raggg… Cuando me acerqué vi a Mele Salgado sentado bajo la ceiba… ¿Sabes qué es la ceiba?

―Sí, un árbol.

―Ándale… Bueno, estaba sentado bajo la ceiba y afilando un machete. Estaba duro con el machete dándole contra una piedra. Que me detengo en la cerca y le digo, Qué hubo, pues, Mele, ¿qué tanto afilas ese machete? ¿Vas matar a alguien o qué? Él se rió y dijo, Este chingado machete que no corta ni la hierba mala. Ahí lo dejé, afilando el machete. Después me fui al potrero y conté los animales y también les di de beber. Como hora y media o dos me llevó hacer todo eso. Voy de regreso… Y ¿qué crees?

Muevo la cabeza.

―El cabrón ruido seguía ahí… raggg, raggg… Así se escuchaba. Me paré otra vez del otro lado de la cerca y qué le digo a Mele Salgado, Bueno, qué tanto afilas ese machete. En una de esas hasta te cortas la cara. Bahh, dijo él, ni modo que le hiciera así… Y se pasa el machete por la cara. El pendejo se voló la nariz. Chorros de sangre le salían de la cara.

Fuma el cigarro. Me mira, se ríe conmigo, luego dice:

―¡Ni modo que le hiciera así!

2 Comments

  1. Muy bueno amigo, empezó muy nostálgico, como tus fotos… me recordó a mi abuelo, serio y seco a veces pero cuando relataba algo todos nos reíamos! Abrazo amigo!

  2. SAlvear says

    …y las moscas vuelan sin pensar, revolotean sin desearlo para parar nuevamente en el hueso…

    Ni modo que le haga así… Chihues, yo ni vuelo, ni pienso.

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