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Se acabó el carnaval: sobre I Vitelloni, de Fellini

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Cualquier hombre, a la vuelta de cualquier esquina, puede experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo. (Albert Camus)

Es bien sabido que los personajes marginales son un recurso recurrente en los filmes de Fellini; algunos son orillados por las circunstancias sociales o víctimas de las veleidades de su sino, como la prostituta de Notti di Cabiria o los estrambóticos protagonistas circenses de La Strada. En I Vitelloni, el director apela a un desarraigo voluntario y a una abulia rayana en el nihilismo que caracteriza a sus personajes. La naturaleza de los seis inútiles es enteramente paradójica: quieren huir de la vida de tedio en que están inmersos, pero no hacen nada para salir de ella, y esto los lleva a un indefectible círculo vicioso. Quieren salir de su “agujero”, así lo dicen mientras van errando por la calle sin causa o propósito alguno. Billares, errancia y contemplaciones del mar ocupan sus días, y el tiempo parece no tener cabida en ellos, porque si lo tuviera, iría en contra de la naturaleza de los cofrades inútiles.

Esto se dilucida cuando el narrador dice: “Lo más importante del verano fue que Alberto se dejó crecer el bigote, y Leopoldo, la barba.” Están atrapados en una suerte de tiempo inmóvil y cristalizado, pero tampoco sienten la necesidad de escapar a él porque no les resulta perentorio. Su mayor padecimiento quizá sea que no conocen el sufrimiento; hombres frisando los 30 años, con vidas surrealmente carentes de sustancia por carecer de empleos, pues, ¿qué puede ser más marginal que un grupo de hombres de su edad que no se ganan la vida? La negación del empleo los conduce a la consecuente negación de la vida misma. Viven con sus padres, la vida no los ha golpeado ni remotamente, y esto se verá reflejado en su minúscula y parvularia concepción de ella.

La culminación del carnaval es la secuencia que resquebraja por vez primera la esfera de incómoda comodidad en que viven. La hermana de Alberto abandona el nido de codependencia familiar, y Alberto cae en la cuenta de que debe emplearse para seguir viviendo. Después, Fausto llega al lugar de trabajo a prodigar galanterías a su madura jefa. Utiliza la coraza intrínseca y carnal, juvenilmente carnal, que lo caracteriza. Cuando Giulia, después de haber permanecido inviolable ante el acercamiento carnal y los piropos, le dice: “El carnaval se acabó”, y se marcha, Fausto se congratula y se jacta en su fuero interno. Aunque ya tiene familia, es él quien a quien más difícil le resulta dejar atrás la niñez, y esto porque su proceso de maduración no tiene la oportunidad de desplegarse paulatinamente, como el del resto de los personajes. El suyo es un proceso que llega de golpe, como el embarazo de Sandra. La vida se le manifiesta descarnada, lo abofetea de súbito sin darle tiempo de postergar su crecimiento. Al ocurrir esto, tiene que dejar un vicio enraizado por treinta años y convertirse en un adulto. Su conflicto consigo mismo es de proporciones olímpicas por esta razón.

Por otro lado, Moraldo presenta también rasgos sumamente juveniles, aunque de otra índole. Su admiración casi paternal por Fausto le crea una ceguera ante sus infidelidades a espuertas. Vulnerable y débil como niño, Moraldo es crédulo de todas las justificaciones de su cuñado. Finalmente, cuando la historia ha llegado a su final, la parábola se antoja algo floja, pero clara. Fausto recibe lo que quizá nunca le había sido dado (esto explicaría su anterior comportamiento): una paliza por parte de su padre. Cuando la esfera se rompe, él es el primero en caer del agujero. Y Moraldo ahora está convencido de que su vida está enteramente inficionada, y que si no escapa del pueblo en donde sus raíces de inmadurez están soterradas, va a fosilizarse. Es entonces que decide tomar el tren sin un destino concreto, pero no le preocupa la carencia de éste porque sabe que cualquier lugar, mientras no sea su provincia, es bueno. Ahora sólo es cuestión de tiempo para que todos se conviertan en adultos.

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