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Narraciones revolucionarias

¿Cuáles son las claves para mantener la atención de un lector en una narración? En el acto de leer intervienen elementos físicos, emocionales, fisiológicos, creativos que se vuelven detonadores de sentido. Algo así me he venido preguntando estas últimas semanas a partir de leer un par de novelas cuyo tema se da en el contexto de la Revolución Mexicana y de la Guerra Cristera. Son lecturas a las que me acerqué con la plena conciencia de valorar sus métodos de atracción literaria.

Por la solapa del libro, se sabe que una de estas novelas recibió el Premio Xavier Villaurrutia en 1963 y se le considera precursora del realismo mágico. Tomé el libro (una edición vistosa de Joaquín Mortiz), y después de algunas sesiones de lectura, sentí que algo raspaba conforme iba avanzando. La narración ciertamente es complicada, porque da brincos cronológicos. Dentro de la confusión sentí que ciertos pasajes ya estaban descritos excesivamente, se alargaban en una o dos páginas, cuando lo sustancial ya había sucedido. En algunos momentos, no podía dejar de pensar en un cierto lenguaje rulfiano, pero lleno de adjetivos: “los macizos de plátanos se llenaban de rumores extraños, la tierra era negra y húmeda, la fuente lucía su agua verdosa”; mientras que en otra no podía dejar de pensar en García Márquez: “De niño pasaba largas horas recordando lo que no había visto ni oído nunca. Lo sorprendía mucho más la presencia de una buganvilia en el patio de su casa que el oír que existían unos países cubiertos por la nieve. Él recordaba la nieve como una forma de silencio”. Lo que sí me atrajo fueron extractos que se acercaban al ensayo. De cualquier forma, el libro me agotó y lo abandoné. Se trataba de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. 

Paralelamente había iniciado otra lectura, incluida en la colección de los austeros libros de Austral y aparecida originalmente en 1931. El libro narra las aventuras de varios personajes que se suman a la revolución villista. Su lectura es más tradicional: hay un narrador omnipresente. Además, está separada por capítulos, cada cual se podría leer de manera independiente, casi como microrrelatos. Eso aligera el trabajo de leer: saber que cada episodio te puede llevar máximo quince minutos. Otros elementos indudablemente atrayentes eran los acontecimientos narrados (actos llenos de violencia y de una crueldad inimaginables, propios de la guerra) y frases tomadas del lenguaje popular (“luego lueguito”). Sin embargo, había otra característica que me interpelaba constantemente: el poder de descripción del autor, infinitamente de mejor calidad de lo que leí en Elena Garro. Entre estas descripciones de sucesos o paisajes, o ambos, se puede leer:

Sobre el valle cayó un aguacero copioso y rápido. El aire quedó diáfano, como un cristal dentro del que hubieran quedado prisioneros la capilla de Vetagrande, encaramada en la punta de una loma, los cerros misteriosos en que se abrían las bocas enormes de las minas, la cadena de colinas que era como una muralla, y en los bajos, el campo verde, sembrado de pueblecillos inmovilizados por la guerra entre los que serpenteaban los caminos, como riachuelos de tierra suelta. De cuando en cuando subían y bajaban por los cerros oscuras serpientes de hombres, caballos y cañones, y desaparecían entre las crestas de peñascos hostiles. El viento llevaba rumor de tiroteo y sones de clarín. Hacia Guadalupe, una laguna oscura que parecía un vidrio ahumado, y más lejos, dos o tres líneas de lomas arenosas; por último, muy alto entre todas ellas, un cerro enorme rematado en dos agrios crestones rocosos, como dos columnas anchas y chaparras que emergieran de un cono de piedra: la Bufa.

Esta y otras finas descripciones son parte de ¡Vámonos con Pancho Villa! de Rafael F. Muñoz. Después de leerlas, su resonar en el lector no termina.

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