Tinnitus
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La Música es mi Infancia

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Spare me this melody of life that disturbs my own music

Karl Kraus

Toda producción sonora debe adecuarse al ambiente donde sucede la escucha. Hacer sonar el espacio al tiempo que uno resuena con él, significa primordialmente escuchar con detenimiento la tonalidad de su superficie, la manera en que el silencio perturbado la recorre y su forma peculiar en que desaparece.

El trabajo de la escritura en su reflexión sobre el espacio inmaterial de la música o del atropellado universo de los sonidos resulta arduo y pocas veces comprendido. Usualmente se le considera simple subordinación descriptiva al evento sonoro. Pero la escritura sónicamente, es otra cosa. Su abordaje exige una sensibilidad previamente educada, debe aprender a escuchar tal y cómo se aprende a ver el entorno.

Se debe discriminar aquello que impide escuchar la amplitud del ambiente sonoro para tiempo después, ir recorriendo poco a poco los pequeños hallazgos que se habían ocultado tras la acumulación de formas. Se requiere paciencia y un talante inquisitivo, saber que las formas sonoras son el despliegue de una espacialidad singular y que la escucha es sólo una parte del evento.

Una tarde de verano se me reveló el universo de los sonidos vivos que se colaba tras la música que envolvía mi ambiente de lectura y trabajo. He olvidado todo sobre esa tarde menos el mero acto de descubrir por primera vez el silencioso respirar del lugar que habito. Había bajado el volumen de la música que escuchaba, para que ésta no interfiriera con la concentración de mi lectura. Llevaba apenas un par de horas de trabajo cuando escuché subrepticiamente el claro crujir del librero que se encuentra detrás de mí.

Como sabrán, es hacia la cinco cuando el cálido clima de la tarde comienza a cambiar. Dirigiéndose hacia la noche, entra un aire fresco que modifica el clima del lugar chocando con el calor que constituye previamente a los objetos. El resultado es un suave bostezo que recorre la casa. Todos los muebles se desperezan, se hinchan y estiran como quienes recién despiertan. Y yo, que los pensaba inanimados me aterro al escuchar el breve crepitar de la madera. Al principio su sonar me sobresalta, no logro ubicar el sonido que persiste a través de la habitación. Busco al artista invisible que provoca el gruñir de los objetos y el error se hace presente. No se trata de ver si no de escuchar lo que sucede, es la única manera de saber lo que está pasando, de entender el pequeño universo que despierta a mi alrededor.

Desde entonces, decido educar a mi oído, evaluar su capacidad de escucha mediante ingenuos experimentos como modular el volumen del estéreo hasta lograr escuchar el más silencioso de los sonidos agudos que persisten tras la descuidada escucha del día.

En otras ocasiones, abro las ventanas para dejar que me invada el ruido de la calle pero lo único que logro es entorpecer el proceso de auscultación de mi espacio. Abrirse a los ruidos procedentes de la calle es permitir que el caos que ocurre afuera, inunde el espacio de la intimidad.

Y no sólo eso, el ruido constituye la vida que se desplaza caótica hacia todos lados. No es sólo el signo que indica la vida alrededor sino la actividad del mundo. Es decir, el ruido se usa para adjudicar los límites negativos del sujeto liberal. Acostumbrado a vivir tranquilamente de la distinción entre los espacios de lo público y lo privado que intenta regular la vida política de la ciudad, se muestra indefenso ante la brutal indiferencia con que el ruido transita estos espacios regulados. En este sentido, el ruido indica la presencia activa de los otros, resulta molesto, invasivo y tortuoso.

Emmanuel Kant se dio perfectamente cuenta de los desengaños atribuidos a la indeseable vecindad con la música. En una nota al parágrafo 53 de la Crítica de la Facultad de Juzgar indica claramente su frustración:

“Quienes recomiendan el canto de canciones religiosas para los ejercicios de culto en el hogar no pensaron que esa ruidosa (y por eso, mismo, comúnmente farisaica) devoción imponía al público una gran molestia, al obligar a unirse a esos cantos o bien a deponer su ocupación meditabunda.”

Me resulta curioso constatar, cómo es para Kant la actividad concentrada del escucha. Es celosa a tal extremo, que le resulta imposible atender más de un evento sucediendo en el tiempo: o se lee o escucha distraído el juicioso canto de los vecinos. Al parecer en nuestros días, no es que se haya vuelto posible leer y escuchar al mismo tiempo, es que se ha vuelto imposible no leer y escuchar al mismo tiempo el ruido invasor del capitalismo: las múltiples transacciones y ventas que son enunciadas mediante altavoces, los coches que circulan permanentemente por las calles, los aviones, la electricidad, los objetos ofertados que requieren ser acompañados por las canciones provenientes de “Las cuarenta principales”. El ruido ¾dice una amiga¾, se usa para vender, no hay nada épico en ello.

Camille Paglia se ufanaba en algún artículo de poseer la capacidad de escribir al tiempo que escuchaba música y veía la televisión. Emulando un poco la curiosa afición del músico de rock de los años sesenta, quienes escuchaban música y atendían al televisor mientras platicaban con los amigos. Para ella, esta capacidad de mantener la atención dispersa sin perder el hilo de lo que estaba pasando, la diferenciaba de los antiguos filósofos premodernos que sólo hacían una cosa a la vez: pensar.

Sin embargo, resaltar la capacidad de la atención dispersa es un tanto anacrónico para la exigencia multitasking de las condiciones laborales actuales. Algunos escritores requieren de la estimulación musical para escribir con sobrada fuerza durante horas, otros pueden masticar un pan mientras leen concentrados algún libro.

El trabajo del pensamiento requiere la inmersión absoluta en la consecución de la idea y ésta no surge sino de la fugacidad del instante elaborado por el mismo pensamiento. No es en el silencio donde surge la idea, sino en el espacio mental abierto por ese acto imaginado. El espacio mental debe permanecer vacío para que pueda hacer surgir constantemente lo nuevo de la idea. Pero el ruido no es sino saturación del espacio acústico, exacerbación que desvincula y ensordece, resulta poco factible que algo nuevo pueda surgir de él, forma parte de la nocividad producida en el ambiente urbano.

Nuestra consideración es paradójica, pues el ruido comparte con el cáncer la exacerbación mórbida de los elementos vitales que coagulan la vida misma. Su carácter excesivo sirve problemáticamente para hacer daño y mostrar el poder que posee nuestro mundo salido de cauce.

Por todo lo anterior, para mí, la música es mi infancia. Es la arcadia a la que jamás podré volver. Es la utopía cimentada en aquella promesa incumplida, la de un mundo que mejora tras la organización musical de sus sonidos más desarticulados. La belleza de la música prometida se va desvaneciendo lentamente en medio de los avatares cotidianos. Y además está la edad, mi oído comienza a endurecerse, resulta que me es imposible fijar mi atención en tonterías. Por ello, la música es mi infancia. Mi disfrute infantil por el frío de las mañanas, la incansable escucha de Vivaldi y el disco blanco de los Beatles. La frase no es mía. Fue recuperada de algún poema cuyo autor, ya he olvidado.

 

 

 

 

 

 

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