Procesos
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El lenguaje de la cocina

Para gran parte de nosotros los calentanos, las afinidades más importantes con nuestra zona tienen relación con el lenguaje, y luego, casi enseguida, con la comida. Lenguaje y comida están profundamente ligados porque hablan de lo más inmediato de nuestros hábitos: nos reunimos con familiares y amigos y conversamos alrededor de los alimentos, sin prisas, atentos por escuchar al otro. A esa conversación, a los sabores y olores de la comida, se integran otros elementos sutiles pero que difícilmente pasan inadvertidos: sonidos de animales que vienen desde nuestro patio o más allá de la cerca, desde la casa del vecino, entre los que colindan, también, airosos, corongoros y ciruelos, y, en sus ramas, cucuhas y chiscuaros. Confirmada la reunión de todos esos elementos, más el calor y la humedad, adquirimos la sensación de un espacio íntimo, de pertenencia, y sólo entonces nos disponemos a comer.

Como cocinero, mi escuela más importante respecto a la valoración de la cocina y sus ingredientes, fueron sin duda aquellos días que, junto a mi abuelo y tíos, almorzábamos en el potrero. Recuerdo el burro o la mula que, montados por algún familiar y cargados con el morral de comida y tortillas, llegaban a nosotros pasado un poquito después de las nueve de la mañana. Separados en grandes frascos de vidrio, mi abuela enviaba combas, huevo en salsa martajada, longaniza frita, aporreado, salsa de molcajete y una bolsa nayla repleta de semillas tostadas.

Comíamos bajo la sombra de la ceiba, junto al manantial que cruza el potrero y donde llenábamos el guaje. Aunque fatigados, la aparición de estos alimentos, reunirnos alrededor de ellos, en cuclillas, creaba una festividad silenciosa e incluso una disposición a la cordialidad en nuestro diálogo. Estos platillos ―la rigurosidad con la que fueron elaborados― nos obligaban a ser solidarios e influenciaban, por decirlo de algún modo, la forma de observar el potrero y las montañas: el aire se percibía distinto, más apacible, y nos señalaba las luces que, lentas y transitorias, cruzaban con las nubes. De la milpa extendida y alta ―y tan verde― que observábamos, provenían nuestros alimentos.

Fotografía tomada por el autor

Recuerdo que mi otra familia ―de la Costa Grande de Guerrero― admiraban que yo había nacido en Tierra Caliente, y decían, despectivos, que allá mis paisanos andan con huaraches y sombrerudos. Pero yo, distante de mi tierra, añoraba mi casa, la perfecta coincidencia de la sombra de los árboles con el lenguaje de mi abuelo. Quien, al decir pinzán, encierra, en esa sola palabra, un mundo íntimo y privado. Yo advertía, en el lenguaje de mi familia calentana, una relación cuidadosa ―y hasta amorosa― con el entorno que sólo he visto en muy excepcionales regiones.

Se trata, sin más, de un lenguaje elemental, que nombra y atrae cosas inmediatas y que tienen relación, por lo general, con el trabajo y la cocina. Este lenguaje, en apariencia parco, no se distrae en lo innecesario; en consecuencia, todo ―incluso las cosas más pequeñas― tiene un nombre y un orden destacado en los quehaceres del día. La expresión dura, por ejemplo, de alinear a la vaca o llamar al toro, es la misma expresión rigurosa del cuerpo con la que se cosecha o se pizca el campo. Sin embargo, detrás de ello ―me daba cuenta― hay un gesto auténtico de dulzura y cariño por el animal. Los árboles que nombramos, esos mismos donde ponemos ―bajo la sombra de la rama― la silla, la hamaca o la mecedora, se han adherido a la familia, y cuentan de nuestros años y también los de la casa. Los frutos nos hablan del mes del año, y señalan, temporada tras temporada, cuál será la receta del día. Nombramos y esperamos pacientes, como quien va a llegar, las ciruelas, el florecimiento de la calabaza en el potrero, las tormentas que nos dan chipiles y quelites.

Vamos al cerro a veneadear, a cazar iguanas, a cortar nanches, y esa expresión, la de ir al cerro, contiene, en realidad, la emoción alegre de combatir con la propia tierra. Pero también nuestro lenguaje tiene tonos profundos de silencio, esas mismas prolongadas pausas de la tarde en las que sólo se escuchan la vibración del corongoro y el canto del chiscuaro. En lo personal, me atrae el carácter reflexivo en el lenguaje de mis abuelos, su preocupación por no hablar de más y desperdigarse en tonterías. De ese modo, cuando hablan, lo hacen con la verdad, interesados porque cada palabra sustente una visión personal que han elaborado con los años. Lo que emana de ahí, de esas voces, cuando las escucho, es la sensatez.

1 Comment

  1. Excelso el texto. Una fotografía en letras, tan solo un poquito de lo mucho que allá secede y se queda.
    Lenguaje, sabores y aromas característicos de nuestra región, nada que se les parezca, endémicos y palatables.

    Tierra Caliente meció mi cuna y se quedó con mi ombligo en prenda y testimonio de que allá pertenezco

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