Paradoja fértil, el ensayo como género (aquel que Montaigne inauguró) no nace en las arterias y en el ruido de la ciudad, sino en la soledad de una torre del convulso siglo XVI. Más que una simplemente casualidad histórica, el hecho es un orificio por donde se vislumbra la esencia de este ejercicio de sagacidad y libertad que es el ensayo. Ello no significa negar la dificultad para abordar un tema donde los polos temáticos son la Ciudad y el Ensayo. No obstante, este género de escritura es uno de los pocos móviles intelectuales que podría adentrarse y salir exitoso de tal tarea, tanto por su “hibridez” (como se la ha calificado hasta el hartazgo) como por su vital osadía para abordar -desde una reflexión íntima que se va desenrollando hasta llegar al horizonte exterior de quien escribe para después encogerse y volver a su origen subjetivo- cualquier objeto o tópico que hay en el mundo. Nada, o casi nada, ha escapado a al filo del ensayo, y en esta ocasión la ciudad no es la excepción.
Se podría plantear una primera idea. No obstante la paradoja donde se concibió el ensayo, entre éste y la ciudad existe una afinidad: ambos son productos de la modernidad. Esto es, ellos contienen los elementos imprescindibles que han permitido al ser humano sentirse parte de una historia, de una línea en constante ascenso; un proceso que, como herramienta campirana, va abriendo un surco en el pasado para sembrar ideas de futuros promisorios. De ahí que tanto a la ciudad como el ensayo se les pueda ver, como a tantas cosas de la modernidad, como máquinas demoledoras, aplanadoras. En esa característica se resume una parte de la esencia de la ciudad y del ensayo. Por otra, ambos son estructuras, que vistas de cerca, provocan admiración por la inteligencia, la vertiginosidad y la propuesta que las atraviesa de a cabo a rabo. Las ideas sostienen su forma; la provocación los mantiene en nuestra memoria. Su secreto es despertar la imaginación de nuevos mundos. En este punto me refiero a textos de imprescindibles ensayistas (Benjamin, Steiner, Hazllit) y a grandes ciudades capitales ( Pao São Paulo, ciudad de México, Nueva York).
Sin ese doble cometido (de ir contra la tradición y de despertar la imaginación de un mejor devenir), el humano no se entregaría apasionadamente a construir ciudades y a escribir ensayos. Quizá sea precisamente por ello que ambos objetos son un vivo reflejo de la naturaleza humana; de su tendencia a quebrar el cascarón y salir a la aventura; de su intempestiva necesidad de cuestionar hasta el último ápice de sí mismo; de aniquilar todo cuanto sea necesario para edificar un hábitat. De esta cuestión se desprende la debilidad de las ciudades y los ensayos: su artificialidad. Los dos son sublimes cuerpos en vilo; un despliegue de toda las fuerzas del humano por impulsarse; pero no para perdurar, no para quedarse. El destello de su genialidad es proporcionalmente el mismo al de su fugacidad; su intención inconsciente no es dejar testimonio, sino incitar a la renovación, al avance. Podemos quedarnos con algunas palabras de un ensayo, con la idea cimentada, concretizada en una ciudad, pero ello sería sólo un atesoramiento, un acto de anticuario. Todo ensayista y urbanista es empujado por un antecedente; un tremendo sentimiento de abrir aún más el panorama, de seguir experimentando.
¿Qué nos puede decir sobre ello el hecho de que el ensayo haya nacido en el aislamiento de la torre de Montaigne? ¿Por qué este moderno huía de la modernidad (la ciudad) para producir aquellos textos por los cuales lo recordamos? La pregunta no es retórica si se observa que la ciudad y el ensayo terminaron por mezclarse (algo que suele suceder en los hábitos humanos, como el cigarro y la bebida que, no obstante ser actividades de origen diferente, hoy en día son parte de un mismo ritual social). Una probable respuesta se revela si se ve a la torre como un símbolo. ¿Pero de qué? De un ensayista a carta cabal, sin calificativos. El ensayista, no obstante su condición de aventurero en los mares del conocimiento y la intuición, es un intimista; alguien embrujado por voz de la conciencia que, sin embargo, ha optado por verter en una hoja blanca, no solamente sus conclusiones, sino todo el mapa de su periplo interior. Faena que requiere ensimismamiento, ojos abiertos en la sangre de la corazón y no únicamente en la luz de la razón; una catadura de improvisación lo suficientemente pequeña como para no perder la seguridad de andar por buen paso sin disipar tampoco la luminosa niebla de los pensamientos.
Ahora que observo una imagen de la torre donde Montaigne escribía, esa es mi idea. Monolito amplio para divagar, de ventanas pequeñas para no asfixiarse demasiado, incrustado en un parque en el campo para no distraerse: espacio para el regocijo del ego. Sin la torre no hay ensayo. Entonces ¿es posible olvidar toda la analogía entre el ensayo y la ciudad que acabamos de apuntar? ¿Qué hay en la ciudad, como espacio, que pueda ser semejante a lo que ofrecía la torre del francés, para que hoy en día el ensayo pueda ser aparentemente inseparable de aquélla?
Quizá el ensayo sea más que una manida hibridez de escritura poética y reflexiva, ora narrativa, ora analítica, y la palabra que capte un poco mejor su complejidad sea “camaleónico”. La escritura del ensayo bien puede ser algo que se adapta a cualquier entorno (desde una torre alejada de la ciudad hasta la mesa de un establecimiento de café comercial color verde). Pero si es así, entonces no existe algún tipo de cordón umbilical entre la ciudad y el ensayo (la principal cuestión que interesa plantear en este escrito).
Camaleónico es un adjetivo pretencioso, pero puede iluminar algo del tema tratado, de una manera muy diferente a como se acaba de plantear. Si el ensayo exige alejamiento, y si esto es imposible en cierto momento, entonces ocultarse resulta plausible. El camaleón está ahí donde casi no se ve. Su motivo es la sobrevivencia, por eso cambia de color, pero sin dejar de ser el mismo. Si es así, entonces el ensayista puede estar camuflado en cualquier parte del repertorio de lugares que ofrece la ciudad. Como ya se sugirió, el ensayo se puede adaptar al contexto, ello conlleva que no posea un espacio propio, pues ninguna patria les ajena. El ensayista quiere ocultarse y en su aparente pasividad ejercer la libertad de construir, de continuar cultivando la modernidad. La ciudad como ente puede servir como figura para explicar tal situación. Desde un punto muy lejano, el bullicio y el crecimiento de la ciudad no se escucha ni se ve, pero ello no significa que sus objetivos y proyectos no existan. Precisamente, el ensayista es una ciudad solitaria en el universo; un laboratorio debajo de la tierra; quizá un río subterráneo que a cada momento quiere emerger. En su silencio busca la profundidad de todo lo que le rodea. Baja, pero para alentar la salida, para subir.
En esa encrucijada está la incomodad que el ensayista provoca en la ciudad. Oculto detrás de sus reflexiones, explaya la inquietante luz de quien toma un respiro y se detiene a pensar en medio del vaivén urbano. Pero no únicamente en el aspecto físico, sino también en el plano intelectual. Su proyecto (donde emanan todas sus apuestas) es un recogimiento que no deja de observar la marejada de noticias donde se encuentra inmerso. Sí, quizá una buena metáfora para explicar ese estado sea “el ojo del huracán”, porque el ensayista se mantiene sin aspavientos entre tanto movimiento humano que lo apresa. Sin embargo, ese estancamiento es, como ya se apuntó, un momento de combustión interna, un abismo de elucubraciones con cara de mar sereno. El ensayista pareciera que fuera un muerto entre zombies; no obstante, su plan de escritura se asemeja bastante al de la ciudad como idea.
Por lo tanto, ¿cuál es el arcano que une a la ciudad con el ensayista? Por una parte, el proceso de la modernidad, ya abordado aquí, a lo cual se puede añadir una conclusión: hoy en día la ciudad es el hábitat natural del ensayista; una premisa que sirve para tratar la otra cara de la cuestión. La ciudad es un espacio imbuido de espacios que se conectan mediante del ir y venir de la gente; ese es su aparato respiratorio. En sus entrañas las personas gozan de las virtudes de lo considerado civilizado. Pero no cabe duda que la ciudad también es un lugar ordenado para que cada uno de sus habitantes sea vigilado y se apegue a la ley. Para quien la vive, es posible pensar en la ciudad como en una suerte de privilegio despótico. En ese concepto es donde la tarea del ensayista encuentra su elemento.
Entre el crucigrama de calles y edificios, parques y avenidas, cafés, bares y sucedidos, el ensayista es el guardián de la pureza citadina: la libertad. El ensayista se camufla en el orden urbano para mantener encendida la bandera de la intuición. Si el vaivén de la ciudad es el aparato respiratorio, entonces nuestro personaje se encarga de su fotosíntesis. Es decir, el ensayista dota a la ciudad de su principal función: ser el origen de la modernidad. Tal vez esa esa la razón por la que importantes escritores (como Walter Benjamin, Raymond Williams o Lewis Mumford) analizaron la ciudad por la vía del ensayo. Quizá por ello mismo, el ensayo y la ciudad son objetos que se entrelazan y se exponen inmejorablemente en la trama del libro, ya clásico, Todo lo sólido se desvanece en el aire, del norteamericano Marshall Berman.
Berman es un ensayista, esto es, alguien inmerso tanto en la reflexión como en la fuerza de las palabras. Hay en el ritmo de su escritura un dejo de panfleto (de indudable raíz marxista), pero también un tono que hace recordar lo versátilmente profundo que puede llegar a ser un historiador si se entrega sin miedo a la escritura ensayística (algo que heredó de su maestro Isaiah Berlin). En ese aspecto, el libro de Berman es un testimonio de que hoy en día el ensayo y la ciudad conviven fraternalmente como nunca antes. Pero no es solamente una cuestión académica por la cual el ensayo y la ciudad resultan un binomio de reflexión profunda en este libro. Ello porque su autor es también un apasionado de la caminata urbana. Su libro se alimenta, por lo tanto, de conocer y vivir plenamente los acontecimientos que reverberan en la ciudad (sobre todo los ligados a las causas progresistas).
Por lo mismo, se puede proponer que Berman es el arquetipo del ensayista como ese guardián de la libertad (causa y fin de la ciudad) que se describió líneas arriba. En su libro, después de exponer sus ideas en torno a las ciudades (como San Petersburgo, París) y la literatura decimonónica, Berman escribe en el último capítulo sobre Nueva York y el Bronx (barrio donde nació), donde la forma del ensayo va moldeando la imagen de un recuerdo: la destrucción y la renovación de la ciudad por parte de las máquinas y el dinero. Aquí las citas y los pies de páginas no cuentan tanto, o mejor dicho, son el complemento de la voz de la experiencia que palpita en una prosa que marcha al ritmo de querer hablar de memoria y, a la vez, proyectar la esperanza con todas sus novísimas consecuencias.
Es por ello que quizá la obra de Berman se pueda proponer como el resultado de siglos años de evolución escritural, en que la ciudad y el ensayo, después de un nacimiento distanciado uno de otro, fueron poco a poco estrechando sus proyectos, hasta comulgar en una forma que hoy nos parece de lo más natural.
Imagen por: 4ever