La crítica literaria se pregunta por la escritura. Por esa mancha, ese desgarramiento. Ahonda y pone en relación con su contexto histórico las obras literarias, que al final son productos culturales, urdimbres de significados.
El crítico es ante todo un lector escrupuloso, un arqueólogo, un explorador, alguien que ve inquisitivamente, a veces escéptico, y que dota a los otros lectores de interpretaciones que van más allá de los usos y gratificaciones que se atisban en la superficie.
La sola existencia del crítico literario hace que la polisemia del texto se multiplique, le abre más ventanas a la interpretación para que circule el aire.
Es lugar común creer que el crítico es un ser que saca a flote sus traumas a través de sus escritos o que es un creador frustrado. No lo creo. A lo mucho, en este juego de espejos y sublimaciones en que se torna el lenguaje —como todo ser humano que lo utiliza— el crítico está expuesto a que se piense que lo que él dice de los demás, realmente lo piensa de sí mismo.
La argumentación es el músculo del pensamiento, la razón unívoca no nos está dada, la realidad no es algo independiente a nuestra propia voluntad. Trama de subjetividades la vida, terreno movedizo: la opinión.
Desde la mayéutica hasta los artículos en las revistas digitales, lo que subsiste es el ejercicio de este músculo, esta búsqueda de los contrastes o un deliberado deseo de tener la razón, encontrar la verdad y, de ser posible, convencer a los demás de ella.
Escribo todo esto en relación al artículo A propósito de cierta poesía joven de Juan Alcántara, publicado el 15 de octubre de 2012 en la revista Mula Blanca comentando la visita de algunos escritores a la Universidad Iberoamericana los días 11, 13 y 14 de septiembre para la Semana de Letras.
Según deduzco por el artículo, Alcántara estuvo durante la lectura que compartí con Yaxkin Melchy y Emmanuel Vizcaya, en el auditorio Fernando Bustos Barrena. Al final, no se acercó, no preguntó nada ni hizo comentario alguno, lo que me hubiese gustado para desarrollar este diálogo cara a cara y no tener que contestarnos por este medio.
Para entrar en materia, haré un breve resumen de la presentación. Al principio, leí algunos textos de mi libro El tiempo es un texto indescifrable mientras caminaba entre el público utilizando un antifaz rosa fucsia. Emmanuel Vizcaya leyó textos de Termodinámics y DSHBRMNT utilizando una máscara de cartón y luces, acompañándose de música electrónica de su autoría. Yaxkin Melchy realizó una acción poética, que además de la lectura de un poema escrito para las 11 horas del 11 de septiembre, incluyó audio de una marcha peruana y la manipulación de lombrices de tierra sobre la bandera estadounidense.
También se hizo bibliomancia (lecturas al azar que le dicen algo de sí mismo a quien las escoge). Dos de los alumnos de letras leyeron textos de El tiempo y luego otros más de algunos libros que llevamos para compartir.
Alcántara dice: “Así que si los vemos seguros, bien plantados, expansivos, propensos a explayarse sobre sí mismos en público sin reservas ni falsos pudores, e incluso agresivos y retadores, atrevidos hasta cierto punto, convencidos de la legitimidad de sus pretensiones y aun infatuados de sí mismos, no debemos extrañarnos demasiado. ¿Lo saben ellos, les importa, tienen conciencia de eso?”
Acá empieza el problema para mí. Su artículo roza con ser insultante porque utiliza los adjetivos a la ligera. Llega a ser errático si le aplicamos el análisis de las falacias más comunes del discurso según Teun van Dijk: falacias de generalización y de autoridad.
Eso sin contar que el texto referido se pierde en la expresión y no en la argumentación.
Sus conclusiones son facilistas y parece que tuviese una cámara de vigilancia en las cabezas de algunos de los jóvenes a los que menciona, porque solo así se explicaría cómo el autor cree saber lo que pensamos y se afinca en la idea de que esta generación carece casi totalmente de autocrítica. No generalizar, diría van Dijk.
Agrega Alcántara: “En efecto, pertenecen a esas generaciones que han comprendido gustosamente que tienen derecho a ser escuchadas”. Y: “Los jóvenes son por antonomasia consultables, entrevistables, encuestables, seguros, creíbles, sanos, potentes, sinceros, termómetros de la época, vehículos del cambio, agentes liberadores, gérmenes del futuro, ligeros e intuitivos disidentes todo tipo de inercias, falsedades, pesadeces y aburrimientos. Son además divertidos, bellos, libres, prometedores… En fin, todo son, hagan lo que hagan, por ser jóvenes, y se los han hecho saber, y lo disfrutan”.
Además de preguntarme, en clave de sublimación y psicoanálisis, si el articulista se siente parte de esas “inercias, falsedades, pesadeces y aburrimientos” porque las sabe calificar muy puntualmente; le recuerdo que la mayoría de las víctimas mortales de la violencia en México son precisamente jóvenes y que muchos, a pesar de estar en edad productiva, carecen de un empleo o un lugar en el sistema educativo. Se le olvida a Alcántara que estamos frente a la generación de los ninis.
Por eso, yo no me atrevería a decir que los jóvenes han comprendido gustosamente que tienen el derecho a ser escuchados.
Alcántara crítica el posible conflicto de intereses entre los jóvenes creadores y la institucionalidad, mientras al mismo tiempo nos acusa de una “paradójica manía de negar sistemáticamente toda autoridad y todo prestigio en nombre de no se sabe qué, del capricho quizá, de la embriaguez de una emancipación trivial”.
¿En qué quedamos? ¿Quiere que no nos creamos los espaldarazos y que al mismo tiempo no neguemos toda autoridad? ¿Qué autoridad debe reconocer un poeta si no es la de sí mismo como lo ha señalado?
Por otro lado, estéticamente critica el uso, a su juicio limitado, de nuestros disímiles y diversos campos semánticos, acusándonos de no plantear ‘nada nuevo’ (quien sea novedoso en la poesía que se levante puro entre los contaminados), olvidando la relación intrínseca entre las obras literarias, el habitus y el contexto histórico.
Utiliza frases como “ningún poeta serio”. Pausa. ¿Quién le ha dado autoridad para decir quiénes son serios y quiénes no? En este punto es claro que su argumentación termina de resquebrajarse y va decantándose hacia lo visceral y no hacia el recomendado ejercicio del músculo del pensamiento.
Rescata de nuestro talento “lo veleidoso, pasional y errático”. Su argumentación es más bien a la que podría colocársele el calificativo de errática, porque antes de escribir un artículo se traza su coherencia interna y no se dejan cabos sueltos, no se trata de trastabillar y saltar desordenadamente entre los argumentos como él lo hace.
Generaliza. Nos acusa de falta de disciplina, de ser ruidosos. Una vez más ¿conoce al dedillo nuestras lecturas, las horas que le dedicamos a la escritura? Lo invito a leer nuestros ‘pequeños libros’ como usted los llama.
Coincido, sin embargo, en que su artículo es un llamado de atención para aumentar nuestro nivel de autocrítica, cuidar de no caer en moldes, revisar los mecanismos, la historia del arte, con que se intenta proponer una acción poética y reflexionar sobre el conflicto de intereses que puede surgir de la relación con la institucionalidad.
Y sobre todo, sus palabras recuerdan que debemos abrazar la vocación, la mancha. “Para escribir hay que quemarse entero”, dijo recientemente el escritor chileno Raúl Zurita.
Recibo el balde de agua fría, afino mi propio aparato crítico, me pregunto si alguna de las personas que caminan sobre la Tierra carece de cierto narcisismo, y si la sola mención de éste no es la sublimación del suyo.
Creo en el río continuo que es la poesía joven, responsable de trabajar sobre su lenguaje y su tiempo, porque los jóvenes de ahora en unos años no lo serán.
Y como bien dice, señor Alcántara, ser rebelde ahora es cada vez más difícil, existe el cascarón que el estatus quo nos tiene preparado si decidimos colorear fuera de la línea.
Y es que ahí se torció todo, creo, cuando de niños nos enseñaron que había que colorear sin salirse de los márgenes.
Y eso lo dije en la Universidad Iberoamericana y lo sostengo. Por eso, porque creo que a veces hay que colorear fuera de la raya es que me puse la máscara color fucsia en su universidad, porque tal vez ciertas acciones siembran polémicas que nos permiten ejercitar este precioso músculo que es el pensamiento poético.
Imagen por: Clayton Conn