Reseñas
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We used to be everywhere

Caminas. Es un camino hecho de piedras sobre un río. Entonces no caminas: saltas, de una piedra a otra. El sonido transparente del agua es relajante pero igual estás alerta porque el paseo requiere destreza: tienes que concentrarte en medir y sortear la distancia entre las piedras. Con tu visión periférica reconoces el paisaje: árboles altos, cielo despejado. No estás habituado a caminar así, claro, pero tampoco es algo nuevo. Lo que sí es nuevo es que, contra lo que esperarías, no llegas a la otra orilla. En varios momentos pensaste adivinarla al frente, como siempre que atraviesas un río, pero siempre resultó ser una sensación falsa. Tampoco te preocupó mucho; te dijiste: ya llegará, te dijiste: ¿por qué dudar que hay otra orilla? Pero sientes que hace mucho que caminas. De hecho, empiezas a dudar que haya habido una orilla de inicio. Te planteas la posibilidad de que, de verdad, no vas a llegar nunca. Entonces te abandonas al placer de saltar las piedras.

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We used to be everywhere (Ugly Duckling Presse, Estados Unidos, 2013), de Craig Foltz, es un paseo hecho de familiaridad e incertidumbre. El libro es una colección de catorce narraciones en las que el lenguaje son las piedras del río y, las historias, el paisaje o la otra orilla. El lenguaje no es un vehículo sino un destino. Las piedras no llevan a ningún lado. Caminas por las palabras intuyendo que hay una historia que las justifica, a veces incluso estando seguro de verla. Pero nomás no llega. Entonces no es un “paseo” cualquiera sino un sendero de hiking. El excursionista empieza cauteloso, desconociendo todo, pero pronto reconoce señales que se asoman entre la naturaleza: patrones en lo desconocido. Los árboles marcados cada tantos metros para indicar el camino. Es decir: ritmo. Frases o imágenes que se repiten, ligeramente trastocadas. ¿Ya he pasado por aquí? No sorprende que Foltz haya publicado antes poesía.

Encontrar estos patrones —la parte de “familiaridad”— es tranquilizador en el género vertiginoso de la ficción experimental, pero encontrarlos en medio de un paisaje alienígena —la parte de “incertidumbre”— es perturbador. Los personajes más extraños dicen las cosas más anodinas: una palabra que de tanto aparecer en tu vida termina por condensarse en la forma física de una mujer que puede traspasar las paredes de tu departamento dice que está cansada y necesita acostarse un rato. O al revés: tu ex-amante te visita en la oficina y en lugar de saludarte suelta una frase así: “lo que realmente ansías es la salmuera de novias flacas; lo que realmente quieres es una opción más viable para beber agua.” Y tú respondes casualmente: “[…]no es cierto. Lo que yo quiero es consumir mientras todavía estoy firme. Quiero que mi sed se preserve en madera, y que el viento la disperse.” Luego le ofreces café.

El personaje principal de todas las historias de Foltz eres tú, siempre un hombre; y los secundarios, las mujeres en tu vida, ya sean concretas (tu amante: Misha, tu ex-suegra: Judy) o abstractas (un momento en el tiempo: Chloe, una palabra: Ella). Pero no hay diferencia entre ellas: todas son elementos contingentes del paisaje y todas están, igual que tú, conscientes del mundo artificial de palabras en que viven. No podría ser de otra manera: los personajes son astutos y la artificialidad de la ficción demasiado evidente.

Acaso un texto inusual como éste sólo tenga sentido en el catálogo de una editorial independiente que publica mayormente poesía. Es extraño que algunas de las narraciones se hayan publicado separadamente antes, porque se sienten como partes del mismo recorrido, que el personaje sólo puede navegar si recuerda los trechos anteriores del sendero. El libro es excitante y agotador. Cuando se llega al final, lleno de ampollas y recuerdos hermosos, la sensación es de alivio, habiendo casi olvidado la sensación inquietante de no saber si había otra orilla y pensando incluso que las vistas panorámicas valieron la pena y tal vez sean suficientes para animarse a emprender otro viaje con el mismo autor.

 

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