1.- El origen
La crítica es un territorio indeterminado, maleable y en continua transformación. Heredera de una tradición muy larga, la crítica ha sido un elemento punzante en la construcción de la literatura. Al inicio, la figura del crítico literario era fundamental para la creación del gusto de los lectores. Una especie de filtro que separaba lo prescindible de aquello destinado a superar la prueba del tiempo. Quizás, imagino, en los primeros tiempos el universo de los lectores no era tan amplio como ahora. El ensayista Robert Darnton ha investigado los procesos de selección y producción de lectura en la Francia revolucionaria y de la Ilustración. En su libro La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa nos ofrece un ejemplo bastante claro sobre el canon y sus límites que, antaño, no eran tan anchos. El último ensayo del libro: “Los lectores le responden a Rosseau: la creación de la sensibilidad romántica”, trata sobre un comerciante de La Rochelle, Jean Ranson, y la correspondencia con varios libreros que surtían los pedidos para su biblioteca. Gracias a sus cartas (47 entre otros documentos disponibles) conocemos sus gustos y los temas que incluían libros religiosos como la Biblia, obras de teatro de Molière, novelas como El Quijote y la infaltable Enciclopedia de Diderot y D’Alembert entre muchos otros. De esta forma tenemos un atisbo de lo que las clases ilustradas consideraban digno de atesorar y leer. La industria editorial, en boga desde la imprenta de Gutenberg, se había infiltrado en capas de la sociedad anteriormente ajenas a la letra escrita. Los libros buscados por Ranson ganaron un espacio en su casa gracias a un consenso social, un acuerdo tácito, construido por el tiempo. La diversidad aún era limitada por el tamaño del mercado, es decir, había aún pocos lectores. Otro factor era la censura que imponía la Iglesia y el poder político que obligaba a ediciones clandestinas y autores escondidos tras un seudónimo para no poner en peligro su honorabilidad. En este punto conviene imaginar cómo se establecía una lista de lo que se debía leer. Sin duda, como apunto, un primer filtro era la censura. Una vez superado ese obstáculo el libro se convertía en actor fundamental de la vida pública. Los textos se comentaban en los salones, en las calles; se combatían o apoyaban en panfletos y diarios. En esa coyuntura cultural el crítico aparece como una primera autoridad que sanciona la calidad y valor de las obras que eran comentadas. De esta forma, ese primer lector, sin ningún título que lo acreditara como tal, se ganó un lugar en el universo literario con argumentos y debates.
2.- Un mundo cambiante
Se puede pensar que, en los tiempos actuales, la crítica se ha vuelto profesional. En efecto, se han multiplicado los medios de comunicación, plataformas de lectura, revistas impresas y digitales. La cultura, sobre todo en el primer mundo, ha crecido y creado una tradición que se ha apoyado, en gran parte, en la labor de la crítica que ha generado un consenso sobre qué valores artísticos deben perdurar. Sin embargo, esta actividad se está transformando gracias al crecimiento del mercado editorial. Es conocido que cada vez se publica más pero, paradójicamente, las cifras no van de la mano con una mayor diversidad de editoriales. En una visita rápida a cualquier librería o página electrónica se perciben muchas opciones, pero un examen más detenido muestra que dos o tres empresas gigantes dominan los estantes y que este dominio no es evidente a primera vista porque muchos sellos han conservado su imagen y formato a pesar de pertenecer a los grandes consorcios. Estos cambios han generado que la figura del crítico, que en el pasado ganaba un sueldo por su trabajo en un diario o revista, haya sido trastocada por el poder de los emporios comerciales que se acercan a él no para buscar un juicio o un debate sino para sumarlo sin tapujos a la promoción de sus novedades. Por estas razones algunas veces el crítico debe asomar la nariz lejos de los grandes circuitos de librerías para generar un diálogo desde los descubrimientos imprevistos y poner sobre la mesa obras que reten las convenciones de la literatura que sólo busca recuperar el dinero invertido en el menor tiempo posible. La crítica, además de diálogo, es una apuesta por el tiempo.
¿El crítico puede separar y ayudar a construir un sentido del gusto en los lectores en un mundo cambiante? Otro factor que incide en la ecuación es la aparición del libro digital e internet como una nueva posibilidad para publicar. La red es un espacio libre que, en el caso de la literatura, cambió el paradigma del papel como única vía para hacer público un escrito. Siglos de dominio de la imprenta y de un proceso técnico-artístico que incluía a varios trabajadores están siendo sustituidos por la autogestión. Portales, blogs y redes sociales se han transformado en vías para que el escritor principiante, el novato con espíritu pero sin técnica, cree la ilusión de que es autor de textos que son valiosos y que merecen codearse con cualquier creación hecha pública por otros escritores que han pasado por la mirada juiciosa de un editor o el director de una revista con prestigio. En una sociedad que fomenta el estrellato efímero, el protagonismo sin sustento, los textos sin calidad reclaman, por el sólo hecho de tener una apariencia literaria, el mismo lugar que los producidos después de un largo aprendizaje, una feroz batalla con las palabras. Aquí cobra importancia el editor que, más allá de su papel como figura clave en el proceso técnico para producir un libro, tiene la responsabilidad de seleccionar aquellas propuestas que considera valiosas. Siguiendo este razonamiento, podemos pensar que un buen editor es un crítico especializado que debe conjuntar el interés comercial con el artístico. Sin embargo, a pesar de lo fundamental de este rol, el ramo editorial lo está reduciendo a un trabajo meramente administrativo, sin libertad para ejercer su gusto y, lo peor, sin aprovechar su experiencia como lector. Hace no mucho tiempo, un conocido comentarista televisivo planteaba un escenario utópico fruto de la globalización y de la idea –bastante ingenua– del mundo virtual asumido como un dios que lo resuelve todo. Para este personaje el editor e, incluso, las editoriales subvencionadas por el Estado, son escollos que limitan la libertad del mercado para decidir qué títulos publicar. Esta visión ignora que la cultura literaria es una construcción que exige criterios y escalafones; no es el designio de compradores quizás motivados por una campaña publicitaria, tampoco un acto masivo y caótico cuyos productos fundan su legitimidad en el sólo hecho de existir, en ser escritos y compartidos. Es verdad que aún falta mucho para poder delinear el futuro del libro, sin embargo, la experiencia histórica dicta que es necesario un mapa, un actor que se esfuerce por encontrar patrones, delinear valores estéticos en medio de la inmediatez de miles de títulos publicados al año, que abarrotan estantes y páginas virtuales. Pretender que la auto-publicación es la libertad largamente añorada, que de la vorágine de la red saldrán los próximos clásicos y que el editor es un apéndice destinado a desaparecer, es apostar por la existencia de voces sueltas al azar, sin ninguna vocación de diálogo, encandiladas sólo por el regodeo inocuo de la creación. Reflexionar desde la edición o crítica sobre la pertinencia de una obra, apuntar sus virtudes y defectos, no es censura ni un límite a la libertad. La reflexión desde la otra orilla de la creación implica llevar a la literatura a un nivel más profundo. De esta forma hay un acompañamiento que, en un plano ideal, no se limita a resumir un libro sino que lo interroga, mueve sus piezas, lo compara y sondea sus apuestas. Al final, por supuesto, hay un veredicto, pero no es una sanción sino una carta abierta al posible lector –a la cultura en general– que se encargará de integrar u olvidar el título criticado. El esquema creación-producción-consumo-crítica forma parte del orden necesario en cualquier sociedad que busca en las letras un reflejo a sus intereses y problemas. Como siempre habrá omisiones y, de vez en cuando, la crítica pasará por alto textos valiosos. Estos yerros no son suficientes para prescindir de la justa valoración de los libros. Rebatir la falaz utopía de un mundo literario relativista donde la imagen o la presunción ganan terreno es uno de los deberes de la crítica actual.
3.- La crítica como un fenómeno imaginativo
A menudo se percibe la creación y la crítica como polos opuestos. Hay muchos lugares comunes al respecto: la creación literaria está relacionada con el genio y la inspiración. Las musas bendicen a aquellos que entregan su vida al arte. La crítica es calificada como un terreno estéril que, ante la imposibilidad de crear un universo propio, se dedica a escribir textos que simplemente glosan una obra, la rodean de marcos teóricos, contextos sociales y culturales. Sin embargo, hacer crítica no es ser un mero apéndice del objeto analizado, es conformar una biblioteca personal, un taller en el que se sondean estilos, temas y propuestas. Me gusta pensar que, al escribir una crítica, estoy defendiendo mi posición de lo que creo que debe ser la literatura, las apuestas que debe realizar y las condiciones que debe tener para trascender la vida efímera de un estante e instalarse de forma definitiva en el imaginario de los lectores. Los argumentos de un crítico literario se fundamentan en el mismo lenguaje, es decir, utilizan la misma materia con la que el creador escribe una novela, un cuento o un poema y, por lo tanto, comparten una dosis saludable de subjetividad y de instinto. La lectura no es un acto científico, es un acto de creación en el que el crítico es o debe ser acompañante del lector. Por estas razones el análisis de un texto literario no es la superficie árida con la que a veces se le caricaturiza. Al contrario, es usar la interpretación más allá del análisis frío, casi de recetario, para abrir el lenguaje al diálogo y a la imaginación. Dentro de la oscuridad que a veces rodea el acto creador es la crítica la encargada de iluminar aquellos aspectos que pasó por alto el autor y que sirven para conformar un debate, situar la obra en un contexto más específico, ponerla en conversación con textos contemporáneos o antiguos. El crítico literario utiliza la inventiva para desbrozar el camino y encontrar aspectos relevantes que vayan más allá de la minucia o el dato ocioso. Él debe saber que también está persuadiendo al lector y que puede tender trampas, elaborar artificios. Así como un narrador debe cuidar las palabras para que su historia sea efectiva, disponer la atmósfera para seducir al visitante de la página que está escribiendo, el crítico juega con las expectativas y, también, puede poner sobre la mesa sentimientos, desilusiones, retórica. Incluso, puede situarse como un narrador en primera persona que cuenta, desde su papel de lector-personaje, su encuentro con un libro, el deslumbre de un descubrimiento valioso o el mal sabor de boca que deja una obra deficiente. La crítica, al final de cuentas, entiende que la persuasión funciona en varios niveles, no sólo en el entendimiento llano y sin retos. El mundo literario del crítico es la de cualquier amante de las letras que analiza una obra y que utiliza ese discernimiento para crear escenarios paralelos, teorías y, por qué no, ficciones. Tal vez, experimentando con este argumento, podríamos decir que los cuentos de Jorge Luis Borges, ejemplar lector, son, en realidad, una larga y minuciosa crítica a la literatura universal.