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En torno a la lectura

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Este texto fue escrito para ser leído —de ahí algunas repeticiones y cierto tono informal que he querido preservar— durante las XXIII Jornadas Alarconianas, en Taxco, Morelos, en el mes de Mayo de 2010. Si lo presento ahora aquí, en este otro contexto, es en gran medida a que considero que las reflexiones planteadas entonces, poseen todavía alguna vigencia.

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libros

No sé muy bien que leen mis contemporáneos. Sé lo que yo leo. Con los amigos discutimos de vez en cuando algún libro, eso es todo. Compartir lo que uno lee, no siempre es fácil. Muchas veces nos sentimos entusiasmados por alguna lectura, por el hallazgo de un escritor anteriormente desconocido. Pero cuando tratamos de confiar a otros eso que para nosotros ha sido importante, podemos recibir a cambio un comentario que nos contradice, y que en ocasiones, nos hace ver que estábamos equivocados. Desde luego puede suceder también lo contrario, que nuestro entusiasmo sea compartido, esto seguro nos hará sentir bien, pero el problema seguirá. Leer es estar a la intemperie. Cuando somos jóvenes, nuestras opciones de lectura son infinitas, tantas como cuando seremos viejos, sin embargo, esos primeros libros que caen en nuestras manos, allanan el camino hacia otros, resultan entonces las primeras revelaciones de órdenes posibles, de modelos del mundo que nos aproximan a la realidad y nos permiten, cuando menos, saber algo más sobre nosotros mismos. Flaubert hizo un importante descubrimiento al decir que: “Madame Bovary c’est moi”. Creo que leer con provecho tiene mucho que ver con esto. Si en una primera instancia no somos capaces de referir lo que leemos a lo que nos pasa, si no entendemos que Ulises, Otelo o Mersault somos nosotros mismos, ninguna revelación nos será dada. Con la poesía lírica pasa exactamente igual. Si uno lee algún poema, un haikú, uno de Issa por ejemplo, como el que dice:

 

En la flor de loto

                                                el rocío de la mañana

                                                adelgaza…

 

Si uno lee un poema como éste y no es capaz de hacerlo suyo y entender que está hablando de uno mismo, entonces la lectura no tendrá ningún sentido. Lo mejor en ese caso, será emplear la energía vital en otra cosa. Pero para alguien que escribe, el esfuerzo tendrá que ser mayor. Habrá que conseguir, sin sacrificar el placer, que la lectura nos enriquezca y nos prepare poniéndonos en de un modo un tanto misterioso, para cuando el momento de la escritura llegue. Las referencias al escribir, importan porque nos orientan en los instantes de incertidumbre. Es necesario leer con cuidado y después pensar lo que se lee para luego olvidarse de todo. Así el trabajo estará terminado. Así también tendremos una segunda oportunidad. Hay libros a los que volvemos después de años y son totalmente distintos. Lo que recordábamos de ellos se ha desvanecido o ha quedado enredado en las madejas de la memoria. Tras años de lectura vale la pena repasar también algunos libros. Siempre he pensado que la educación que nos fue impuesta ha sido perniciosa para la lectura. A los clásicos uno llega después de mucho tiempo, después de muchos libros, de muchas discusiones, de reflexiones obstinadas, entonces quizá será posible disfrutar a los griegos o el Cantar del Mío Cid. Pienso en este sentido que sería conveniente leer de adelante para atrás, y no de atrás para adelante, es decir, habría que empezar leyendo a los escritores de nuestro tiempo puesto que están más cerca de nuestra experiencia y sensibilidad que los autores del pasado. No digo que uno no pueda disfrutar de los poemas de Catulo, digo que leer la Ilíada, es más difícil de asimilar si uno no tiene antes algunas referencias y un hábito más sólido de lectura. Pero me he desviado brutalmente. Como decía en un principio, no sé lo que leen mis contemporáneos, entonces trataré de hablar de lo que yo he leído y leo. Aunque no sé muy bien si esto sirva de algo, puesto que lo que a mí me ha formado, no necesariamente tendrá el mismo efecto en alguien más. Leer es un acto íntimo y su efecto es singular, o no es nada. Hace algunos años leí por casualidad algunos poemas de César Vallejo. Me parecieron extrañísimos. Todavía hoy me acuerdo de alguno de aquellos versos: oye a tu masa, a tu cometa, escúchalos; no gimas / de memoria, gravísimo cetáceo… En ese tiempo leer cosas como éstas eran muy desorientadoras. No entendía nada, sin embargo, algo me atrapó y esas palabras se quedaron tatuadas en mi mente. No hice nada con ellas, pues no sabía lo que eran. Pero me las dije muchas veces, y hasta me las aprendí. En ese tiempo quería estudiar cine, la verdad es que leer no me gustaba. En mi casa no había libros. Mi mamá estudió solamente hasta segundo de primaria, lo que no le ha impedido hacerse cargo de una vida llena de sentido, y mi papá se tituló como Ingeniero Mecánico después de muchos años de haber terminado sus estudios, cuando yo ya era grande. Por lo tanto los libros que me rodearon hasta cierta edad fueron escasos. Fue hasta la universidad, que por un amigo, entré a una clase que Hugo Gola, el poeta argentino, daba sobre poesía latinoamericana. En esa primera clase, lo escuché leer Altazor de Vicente Huidobro completo. La experiencia fue tremenda. Tampoco entendí nada. Quedé sacudido y me dije que si eso era la poesía, necesitaba saber todo de cómo funcionaba. Comencé a ir a esas clases sin perderme una sola, y me di cuenta de mi ignorancia. Sentí pena y quise solucionar el problema: empecé a leer. Anotaba toda referencia y luego iba a la biblioteca a buscar esos autores con nombres nunca antes escuchados. Así leí Residencia en la tierra de Pablo Neruda, En la masmédula de Oliverio Girondo, y otros poetas de menor reconocimiento público como Emilio Adolfo Westphalen, Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Haroldo de Campos o Edgar Bayley, además de narradores como Cesare Pavese o Italo Svevo, Samuel Beckett, Juan José Saer, Thomas Bernhard, Antonio di Benedetto o Juan Carlos Onetti, a quien hoy valoro por encima de muchos otros. Leyendo los lucidos ensayos de Edgar Bayley, llegué a poetas franceses como Francis Ponge o Henri Michaux. En la clase de Hugo Gola también leímos a Ezra Pound, a William Carlos Williams, a Charles Olson, a Anna Ajmátova y a Osip Mandelstam, a Marina Tsvietáieva, a Ingeborg Bachmann y a Paul Celan. Fíjense en este poema, por ejemplo, uno de los primeros de Celan de su libro del De umbral en umbral que me arrastró por completo…

 

El declive

 

                                                Junto a mí vives tú, igual que yo:

                                                como una piedra

                                                en la mejilla hundida de la noche.

                                                           

                                                Oh este declive, amada,

                                                donde rodamos sin cesar

                                                nosotros piedras

                                                de arroyo en arroyo.

                                                Más redondas cada vez.

                                                Más parecidas.

                                                           

                                                Oh este ojo ebrio

                                                que deambula aquí como nosotros

                                                y de cuando en cuando

                                                nos mira absorto. [1]

 

Ahí también escuché por primera vez los nombres de Robert Creeley y de George Oppen, escritores que considero fundamentales para mi trabajo y con quienes tuve el impulso de empezar a traducir. La traducción, ya se sabe, es también una forma de leer.

 

Al cruzar de frente el campo

                                                pastos marchitos

                                                se oscurecen:

                                                el estremecimiento de las nubes arriba,

                                                súbita tormenta[2]

 

Estas líneas de Saigyō, poeta japonés del siglo XII, no pude haberlas conocido y hecho mías sin el acceso que me brindó la versión al inglés de Burton Watson. Realizar traducciones me ha dado la posibilidad de reconocer mecanismos sutiles del poema, además de seguirme empujando dentro del universo inagotable de la poesía. Luego empecé a editar una revista. Cuando uno edita, no puede permitirse no seguir buscando. Así que traté de cubrir huecos e incursionar en nuevos territorios. Leí a Borges y a Montaigne, a Eliot y a Shakespeare, disfruté mucho del Gran Gatsby y de los libros de Bruce Chatwin y Peter Weiss, de los poetas italianos: de Ungaretti y Montale, de Quasimodo y Sandro Penna:

 

 

                                                Vivir quisiera adormecido

                                                dentro del suave murmullo de la vida. [3]

 

……….

 

                                                Al urinario fresco de la estación       

                                                he bajado de la colina ardiente.                                                                                              Sobre mi piel el polvo y el sudor

                                                me embriagan. Todavía el sol canta

                                                en los ojos. Ahora cuerpo y espíritu

                                                dejo en la blanca y pulida porcelana. [4]

 

En una época, leí bastante literatura japonesa. Clásicos y contemporáneos. Me enamoré de su tono sutil y de sus imágenes concretas, de su inmediatez. Fui de las narraciones de Kawabata y Tanizaki a El libro de la almohada de Sei Shônagon, y a las curiosas anotaciones en papelitos que Kamo no Choomei colgaba en las paredes de su choza. A los narradores rusos los estoy leyendo a hasta ahora. Confieso que con la literatura mexicana tuve algunas dificultades. Muy pocas cosas me han atrapado. Me gustan algunas narraciones de Julio Torri, Los de debajo de Mariano Azuela, el Confabulario de Juan José Arreola, Narda o le verano de Salvador Elizondo, los cuentos y las novelas de Jesús Gardea, y Rulfo por supuesto, de quien no puedo decir nada salvo que para mí es el más grande poeta mexicano del siglo XX. Hace poco leyendo un libro de entrevistas con el poeta chileno Diego Maquieira, me dio gusto saber que compartía también ésta postura. De los escritores vivos de México me gusta el brevísimo libro que Alan-Paul Mallard publicó ya hace años, y las narraciones de Francisco Hinojosa, pero sobre todo el trabajo de Gloria Gervitz. A su largo poema Migraciones he vuelto varias veces, lo encuentro hechizante y sincero. Hasta aquí. Una vez mi papá me dijo algo que me pareció un disparate y que hoy empiezo a entender: “uno es de donde está, no de donde nació”. Pienso que sucede lo mismo con lo que uno lee. La tradición es algo que se renueva permanentemente y que responde al tiempo presente, a las inquietudes más profundas, a las necesidades más personales. En este momento estoy leyendo una extraña novela de la escritora uruguaya Armonía Somers, poco conocida salvo en algunos círculos, pero que ahora empieza a reeditarse, y El sol de los muertos de Ivan Shmeliov. Estos últimos días he tenido el impulso de releer algunos de los poemas de Dylan Thomas y de Andrea Zanzotto, los dos poetas que admiro y que considero me han dejado una marca honda. No sé que seguirá. Que cada uno lea lo que mejor le parezca. Leer es una aventura y el mejor consejo para vivirla nos lo dio Ezra Pound:

¡Cu-rio-si-dad!

No creo que se trate de otra cosa…

 

[1] Celan, Paul. Antología Poética. Trad. Patricia Gola. Universidad Autónoma de Puebla. México, 1987. P. 51

[2] Saigyō. Trad. Poems of a Mountain Home. Burton Watson. Columbia University Press. Nueva York, 1991. P. 62

[3] Penna, Sandro. Poesías. Trad. Eduardo Domínguez. Huerga y Fierro Editores. Madrid, 1995. P. 129

[4] Penna, Sandro. Poesía. Trad. Pablo L. Ávila. Visor. Madrid, 1991. P. 75

Imagen por: EsLa Orquesta

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