Estuve a punto de quitarme los zapatos y andar con pies desnudos. Así me educaron cuando se llega a lugares con características peculiares. Y éste era uno, aunque aquí no se tenga la costumbre de hacerlo. Llegué pues a un lugar desconocido, se develó poco a poco un sitio de presencia artística.
Ahora que intento hablar de ello descubro que el fenómeno en sí es incommensurable, étereo. Sería mejor poder escandir las ideas en un poema, bajo el ritmo y la sensacion del agua, el aire y el sol. Elementos vivos en la creación tanto del Cárcamo, que succiona agua como de la fuente que la hace brotar y de las arpas que la tocan. En efecto, se trata del Cárcamo de Dolores en la segunda sección de Chapultepec.
En este lugar caminamos sobre agua y paseamos con música. Todo cobraría más realidad si anduviéramos descalzos, la libertad de la piel, las raíces de nuestras piernas se ocuparían con mayor gozo en sentir lo que Diego Rivera plasmó en el mural del Origen de la vida.
Además el paisaje es figurativo y mitológico. Está la fuente que brota de Tláloc, en una postura que sólo adquiere presencia si la colocamos mentalmente, espiritualmente, debajo del agua, donde el baile del cuerpo depende del aire comprimido, donde el viaje del sonido es difícil de trazar y la luz da notas de colores y calores por compresión de partículas atmosféricas. Inmediatamente los sentidos se apresuran por capturar la totalidad y es ahí cuando la herramienta está al alcance de la mano, una pirámide con la altura suficiente para contemplar tanto el edificio que abre espacio al lago de Dolores como a la obra de Diego Rivera.
Pero la sorpresa es mayor una vez adentro. La incompletud que dejamos afuera tras la imposiblidad de nuestros sentidos por representarlo todo se llena con la cámara Lambdoma que recrea el artista Ariel Guzik. Finalmente hacemos tangible lo intangible, la etereidad de los elementos atmosféricos se corporaliza en música, nuestro cuerpo mismo al respirar se convierte en un instrumento de aire.
La Cámara Lambdoma hace del Cárcamo un recinto para estos elementos, los cuales nos recuerdan que sin espacio que los confine los hombres olvidamos que estamos confinados por ellos y que el “aislamiento” de los sentidos sólo se logra si habitamos el sonido del viento, el famoso ruido blanco que calma el sistema nervioso y que alienta el invento pitagórico del cual ahora participamos; y que la agresividad del sol se suaviza si repartimos su luminosidad.
Verdaderamente es un recinto para meditar, los objetos con los que nos enfrentamos son perfectos. Las estimulaciones que recibimos en ningún momento chocan con nuestro cuerpo porque son objetos ideales: el agua, el sonido, el aire, la luz, aunque fenómenos conmensurablemente físicos en estado estético nos participan de la creación de la naturaleza.
Días posteriores a mi visita, recostada, sumergida en ensoñaciones podía escuchar las olas del agua en mi cuerpo y sentir el viento en mis oídos como un telón que abre y cierra el escenario.
Imagen por: blenzco