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Sobre los desconocidos-a-medias

Con la gran cantidad de personas que hay en el mundo es previsible que sean cada vez más los desconocidos con los que nos podemos topar en cualquier momento. Esto es muy evidente en las filas atestadas para entrar a un insulso restaurante o en la pérdida de asientos disponibles en el transporte público. Un desconocido es un ente anónimo, el sonido leve de unos pasos o una oscura silueta en el cine. Es perturbador pensar las cosas en común que podemos tener con aquel hombre que está sentado en una banca del parque o con aquella mujer que espera la señal del semáforo para cruzar la calle. Si uno es paranoico los afables personajes que desfilan por nuestra ventana pueden ser potenciales asesinos, criaturas macabras dispuestas a asestarnos una puñalada en cuanto les demos la espalda. Nuestro delirio no es gratuito y sus orígenes son, para algunos, atávicos: miedo al extranjero que te puede contagiar la peste; miedo al trashumante que te arruina la vida con un hechizo.

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Hay otra clase de desconocidos, desconocidos-a-medias, personas que sólo hemos visto una vez, quizás en una fiesta o en la fila de un banco y con las que quizás intercambiamos un saludo de cortesía o hicimos el consabido comentario sobre el clima. Estos encuentros se archivan en la memoria pero pronto se pierden en el tiempo. No hay nombre, sólo un vago rostro acompañado de alguna inútil referencia. El desconocido-a-medias se interna en las calles y recupera su saludable condición de anónimo. El problema es cuando, semanas después, lo vemos en un centro comercial o caminando en la misma calle que nosotros. ¿Qué hacer? Si lo ignoramos nos puede catalogar como individuos con poca educación y si lo saludamos corremos el riesgo de no saber qué decir. ¿Reciclar la charla anterior? ¿Estrechar la mano y esperar que él tome la iniciativa? La decisión que tomemos puede derivar en el ridículo o en resolver el dilema con solvencia. Entonces sucede lo que tememos: aquel desconocido-a-medias se acerca desde el otro extremo de la calle y ya es demasiado tarde para evitarlo. Nuestra mente se pierde en laberínticas suposiciones. Nos estrecha la mano mientras apenas balbuceamos un saludo. Un segundo se extiende y parece no acabar. Quizás el ruido del tráfico funciona como un elemento al cual aferrarse. Quizá, después del saludo, intentamos un esbozo de sonrisa que nos hace sentir tontos. Pronto el tiempo parece recuperar su velocidad normal y, de manera inesperada, el encuentro termina sin que sepamos, a ciencia cierta, lo que dijimos: si la inercia nos condujo a algún comentario ingenioso o, por el contrario, abundamos en lugares comunes que fueron escuchados, no con poca condescendencia, por nuestro interlocutor.

Lo que tampoco sabemos –acaso en ese momento lo comenzamos a sospechar– es que ese desconocido-a-medias entra en otra categoría que no acabamos de entender y que escapa a clasificaciones fáciles. Sin embargo tenemos la inquietante certeza de que un nuevo encuentro está acechando a la vuelta de la esquina: cada cruce de miradas, cada saludo de cortesía en el banco o cada compra pueden engendrar un desconocido-a-medias que echará a andar el ciclo de probabilidades hasta que nos los topemos ahí, en la misma calle, y quizás lleguemos a la conclusión de no salir más de casa para evitar ese ejército que está dispuesto, en todo momento, a incomodarnos.

Imagen por: Caravasar Libros

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