José Rafael Díaz
La garúa libros
Barcelona 2012
La poesía escrita en nuestro idioma abarca un amplio territorio en donde España constituye apenas una pequeña parcela. La diversidad de la poesía chilena, argentina, peruana, nicaragüense o mexicana, por nombrar algunas zonas del territorio poético de nuestra lengua, potencian y enriquecen en sus procesos de actualización, una atomización que antes de ser unidad, conforma en realidad una galaxia expansiva. Contrariamente a lo que el mercado editorial pretende, la mejor poesía evade el español de traducción buscando una singularización que detone la expresividad. Esto sucede notoriamente en los países de América Latina, en los cuales las oposiciones y las diferencias entre muchos poetas, permiten desmarcar voces que amplían las posibilidades de la poesía, o para decirlo de otro modo, otorgan como decía Juan Rulfo un gusto particular por las cosas, pues es en las diferencias, donde el mundo desborda sus márgenes.
También dentro de la misma España es posible observar, sobre todo en los últimos años en algunos poetas, los menos, pero los más osados, un deseo de separarse de los lugares comunes, de las similitudes y los espacios de confort, con el afán de encontrar caminos distintos y abiertos. Es imposible negar los alcances que la poesía española del siglo XVI con San Juan de la Cruz como altura máxima, consiguió para la expresión humana, pues dio “a la caza alcance”. Sin embargo, todo eso quedó atrás. La Generación del 27, no fue suficiente para reactivar siglos de penumbra. Fue quizá José Ángel Valente en el siglo XX, quien con su rigurosa obra poética y ensayística, acusó sinceramente una esterilidad que pedía ya una renovación. Valente sembró de silencio sus poemas, y aunque esto puede verse desde un punto de vista como una “poética de receptividad”, como una forma de hacerle un lugar a una “religiosidad” extraviada a través de siglos, también es posible ver en este ejercicio de vaciamiento un gesto de tabla rasa, un borrón y cuenta nueva.
Si tomamos esto último así, quizá sea posible valorar la poesía española de las últimas décadas de un modo más cabal, en donde la pleitesía por un pasado de gloria quede a un costado. Junto con Valente, está la obra de Juan Benet, a quien habría que leer nuevamente con curiosidad. Su prosa expansiva no es otra cosa que poesía, y contrariamente a la estrategia de Valente, Benet desgastó en una narrativa obsesiva aunque contenida al mismo tiempo, lo que quedaba de un barroco en ruinas. Al final, su esfuerzo resultó otra forma de limpieza. Junto con Benet hay que rescatar a algunos narradores de avanzada de las décadas de los sesenta y setenta como Luis Goytisolo y Agustín Gómez Arco que escribió gran parte de su obra en francés.
Después de Valente, en la poesía ha aparecido como una figura de referencia Antonio Gamoneda, quien ha podido reactivar el pasado, al tiempo que integró con un lenguaje transparente una emoción cargada de inmediatez. Otra propuesta importante es la de Olvido García Váldes, quien ha conseguido con elegancia una intimidad no exenta de lirismo. Hay también poetas más jóvenes que han visto en la traducción un modo de revolucionar sus propios poemas como Marco Canteli, que tradujo ni más ni menos que Pedazos de Robert Creeley, un poeta muy ajeno en su registro a la poesía española de cualquier tiempo. Lo mismo ha sucedido con Rafael-José Díaz, traductor entre otros autores de los poemas de Hermann Broch y de Philippe Jacottet.
El caso de Díaz (Tenerife, 1971) es bastante grato como ejemplo y experiencia para otros poetas. Se inició en las Islas Canarias alrededor de un grupo vinculado a Andrés Sánchez Robayna, quien a su vez se apoyaba en Valente como piedra de toque. Díaz comenzó a publicar joven al tiempo que se formaba como editor de revistas. Desde el comienzo tuvo mucha conciencia de trabajar con palabras que no solamente eran conceptos sino además materialidades. Desde sus poemas, ha sido capaz de tejer una sólida poética que hoy es posible revisar en La crepitación, su obra reunida hasta el día de hoy. Uno de sus primeros poemas dice, por ejemplo: “dónde se guarda la palabra que puede hacerte venir. quién la custodia. cuándo habría yo de pronunciarla. entre qué silencios. con qué voz. sobre qué piedra de luz. dónde se guarda la palabra que te contiene. sabré encontrarla y decirla…” Uno de los últimos, escrito entre el año 2002 y el 2005, agrega lo siguiente: “Lo que en una terraza / tras la lluvia, una noche, / se descubre a los ojos que no quieren dormir / no es posible decirlo con palabras.” Lo que de algún modo ratifica una misma idea de la poesía: el poema como misterio, como zona de revelaciones que pocas veces alcanzan lo real.
Desde este punto de vista es posible decir que la poesía para José-Rafael Díaz es un deseo de realidad que no se cumple pero que a pesar de ello, es necesario jugarse en escribir poemas. Si Valente hizo una tabla rasa la obra de Díaz es un intento por abandonar las cenizas. La crepitación es el final del fuego pero también el comienzo. Quizá por lo mismo los últimos poemas del libro inéditos hasta ahora, resultan más aéreos. Dibujan palabras que vuelan sobre las páginas al tiempo que concentran, a modo de haikus, imágenes sencillas del presente y de la memoria. La poesía de Díaz es una poesía que piensa, sin embargo y por fortuna no se reduce solamente a ideas.
Como decía, en las últimas páginas de La crepitación, los poemas llegan a un refinamiento que sólo es posible después de muchos años de trabajo y conciencia sobre el oficio: “El poeta (al menos el que yo desearía ser) escribe siempre en los bordes del sueño: en la incertidumbre del adormecimiento o en la lenta resurrección del despertar; en la encrucijada de los caminos; en la oscuridad de la noche irrigada de estrellas; junto a las tumbas de los muertos, frente a esa última morada que es a veces la luz crujiente del mediodía; en habitaciones vacías asediadas de pronto por remotos recuerdos; bajo acantilados extasiados ante los pliegues de un mar inaccesible; en medio del bramido de un viento que desgasta y desnuda las palabras. El poeta (al menos el que yo desearía ser) habita desde el principio los límites difusos de un umbral en el que las palabras se adelgazan silenciosas entre la vida y la muerte.”
La última sección de La crepitación de la que hablaba se titula “Una ruta de junio” (2006). Es breve y concisa y curiosamente se apega a lo local y a lo biográfico, y como en muchos otros casos en que esto sucede en la poesía, el poema gana en su proyectividad y espesura: “Ya nadie vive aquí, / o apenas nadie, / en Jerduñe, el silencio cubrió todas las voces, continúan temblando las espigas, / el mar que fuera nuestro, y las laderas, / no han dejado de arder si el sol lo quiere, / solo falta el amor / que entonces nos ataba / aquí a la tierra.”
Imagen por: circulodepoesia