Hace algún tiempo leí por casualidad en la casa de un amigo el breve libro del escritor francés Jean Echenoz sobre su editor Jérôme Lindon. Era una edición chilena de la editorial Lom publicado en el año 2003, en una traducción de Cristián Vila en colaboración con Hernán Soto. Yo estaba de visita por unas cuantas semanas y ese día, el de mi llegada, luego de ir al supermercado a comprar algunas cosas, fuimos a preparar la cena. A mí, como visitante, me tocó solamente la elaboración de un guacamole que mi amigo chileno deseaba con entusiasmo. Él, por su parte, se concentró en unos camarones que empezaron a dorarse en un sartén de acero.
Mi amigo se metió a la cocina y yo me senté en su comedor. El libro estaba sobre la mesa y empecé a echarle un ojo. A los pocos minutos mi amigo trajo dos cervezas rubias que destapó con pericia. Me pasó una, brindamos, y volvió a la cocina. Luego escuché su voz: “Ese librito sobre la mesa es una delicia, ¿lo conoces?”. Dije que no, lo dejé ahí y preparé el guacamole. Seguramente cada mexicano tiene su propia teoría. La mía consiste en picar jitomates y cebollas, mientras se maceran algunos dientes de ajo picado en jugo de limón. Luego se mezcla todo con el aguacate y se agrega un poco de sal gruesa.
Como otras veces me sucede, las palabras de mi amigo, alguien a quien aprecio y en quien confío con respecto a sus juicios y gustos literarios (debo decir que al igual que yo es editor y escribe), me habían tentado. Sentí la imperiosa necesidad de leer el librito de Echenoz. Las promesas eran muchas. Lindon, editor de Les Éditions du Minuit, forma para mí parte de un selecto grupo de personajes míticos. En una entrevista en otro libro, Ensayos fortuitos (Vuelta, México, 1995) de James Laughlin, otro editor mítico, Laughlin respondía a su interlocutor que de las pocas cosas que se arrepentía era no haber sido capaz de ver en la obra de Beckett su riqueza y no haberlo publicado. Lindon lo hizo. Publicó a Beckett cuando nadie lo entendía. Pero no solamente a Beckett. Corrió el riesgo con Alain Robbe-Grillet, con Margarite Duras, con Michel Butor y Claude Simon, una generación de escritores franceses nada sencillos en su momento, y hoy sin embargo clásicos indiscutibles de la segunda mitad del siglo XX.
La relación de Echenoz con Lindon fue tan peculiar como sus participantes. Lindon, serio y mordaz. Echenoz, dubitativo y apesadumbrado. Lindon un viejo editor, Echenoz un escritor joven: “La cosa comienza un día de nieve, calle de Fleurus en París, el 9 de enero de 1979. Yo había escrito una novela, era la primera, no sé si es la primera, no sé si escribiré otras. Todo lo que sé es que escribí una y pensé que si podía encontrar un editor, sería formidable. Si ese editor podía ser Jérôme Lindon sería aun mejor, pero no hay que soñar.”
Lindon fue el único editor de Echenoz en Francia. Publicó una buena parte de su obra. Los dos, de un modo particular construyeron una amistad. Lindon recibió esa primera novela con entusiasmo. Sin prejuicios la leyó. Luego la publicó. La relaciones entre escritores y editores suelen ser especiales. Sin que uno dependa de otro, ambos coexisten en un mismo universo. Ambos engranan una maquinaría, la literatura, que establece formas de leer y por lo tanto de pensar. La responsabilidad de ambos es inmensa y la mentira o la falsedad de cualquiera, pone en peligro no sólo una forma de expresión humana, si no además, uno de los últimos reductos de la libertad individual.
“Todo termina una mañana gris, en una calle de Trouville, el jueves 12 de abril de 2001. Andamos de compras con Florence cuando el teléfono suena en mi bolsillo. Es Irene quien me anuncia que Jérôme murió el lunes, y fue enterrado esta mañana”. El retrato de Echenoz sobre Lindon se cierra así, con respeto. Las pocas páginas de éste, permiten una reflexión en varios plano: la amistad, los procesos de escritura, la literatura misma.
Mi amigo y yo comimos esa tarde camarones y guacamole, tomamos cerveza y vino blanco y discutimos seguramente las mismas cosas, guardando desde luego toda proporción, de aquellas comidas que compartieron animadamente o cargadas de silencio, Lindon y Echenoz.
Imagen por: Jean Echenoz