Salimos en la mañana en un auto rentado después del desayuno. Yo había pensado que Black Mountain estaba más cerca de Winston-Salem, donde viven los abuelos de mi mujer, a quienes habíamos ido a visitar por unos días del enero pasado. Carolina del Norte es un estado inmenso, pero el paisaje, tal vez porque era invierno, en ese trayecto hacia el oeste no me pareció muy atractivo, diría que hasta un poco tenebroso. Me recordó al Silencio de los inocentes. Así que la manejada estuvo un poco cansada.
El viaje fue difícil sobre todo para el abuelo, quien sufría entonces de las primeras etapas de Alzheimer. Después de una media hora de viaje se la pasó preguntando por nuestra localización exacta y la razón de nuestro viaje; y cada montaña, monte o pequeño cerro preguntaba si era el famoso Black Mountain; en otros momentos preguntaba quiénes eran el hombre que iba manejando y su acompañante. Su esposa contestaba pacientemente a todas sus preguntas. Pero también se pasó el camino tocando su harmónica, que sacaba y metía sonriente a la bolsa de su sweater. Parecía feliz con la música y el paisaje donde había crecido, indicando particularidades del paisaje con emoción. Mientras tanto, su esposa, entre las notas de la harmónica, las preguntas y los comentarios, no dejaba de contar historias.
Ella creció en Filadelfia en una familia adinerada, al grado de no tener memoria personal de la Gran depresión. Pero al morir prematuramente el patriarca, la fundidora y la fortuna familiar se perdieron entre juicios y la avaricia de los familiares. La madre se casó con un hombre que llegaría a ser senador federal, pero nada sería igual a su niñez. Ella y su hermano crecieron entre libros y arte. Esto despertó en ambos una pasión por la lectura y las expresiones del espíritu. Años más tarde el hermano tendría una librería de viejo cerca de Princeton que era frecuentada por Einstein para hojear las novedades y jugar ajedrez con él. La abuela tomó otro rumbo. Escapó al París de los 50s. Después de años de bohemia felicidad el nuevo senador esposo de la madre le demandó que regresara a casa. Ella huyó hasta la India, a donde fueron a encontrarla agentes del Departamento del Estado. Las verdaderas razones de lo imperativo de su regreso a los Estados Unidos no me quedaron claras. Ella es tan buena conversadora como lectora, pero por la riqueza y abundancia de sus historias, así como por una ansiedad comunicativa que la impulsaba a hablar durante largas horas, me fue imposible regresar a los detalles de su dramático regreso a los Estados Unidos.
Después del largo trayecto llegamos primero al pequeño pueblo de Black Mountain, donde almorzamos para recuperarnos. No hay mucho ahí que refleje el espíritu del colegio, excepto un café y una librería. Era a ese pueblo donde los estudiantes del Black Mountain College, décadas atrás cuando todavía estaba en funciones, eran vistos con sospecha. En realidad parece que nunca fueron bienvenidos y cuando mucho fueron tolerados a regañadientes. Yo siempre he encontrado un poco sospechoso es el uso de la palabra tolerancia en vez de aceptación. Para mí tolerancia suena a circunstancia; en el sentido de “en estas circunstancias te tolero pero en el momento que cambien te rompo un ladrillo en la cabeza”.
El pueblo me recordó un viaje a las montañas de Colorado que hice con mi amiga Kristina. Ella vive en Boulder con su Lhasa Apso, llamado Chuck. Me dio alojamiento unos días durante una conferencia y en los ratos libres fue una esplendida guía. En su auto fuimos a algunos pueblos mineros de las montañas que ahora están semi-abandonados. Las casas, como en Black Mountain, son bajas, de uno o dos pisos de piedra o de madera con grandes ventanas en la primera planta donde por lo general hay negocios. Desde el pueblo de Black Mountain se pueden ver las montañas a la distancia, una vista más imponente que hermosa. Billie, la abuela, quien había visitado el lugar antes, quería ir a la librería—Black Mountain Books—que ha estado ahí desde que el colegio estaba abierto. Yo también estaba ilusionado con la sección de libros y revistas sobre el colegio que me había comentado que ahí tenían. Para nuestra decepción la librería tiene un idiosincrático horario y cuando llegamos estaba cerrada. No quedó más remedio que tomar una melancólica foto de la fachada como consolación.
En el pueblo no vi por ningún lado ni media señal de la existencia del histórico colegio, lo cual no es de extrañarse en un país donde las expresiones artísticas de vanguardia—en el amplio sentido del término—son poco aceptadas más allá de los claustros académicos que se dedican a estudiarlas y en algunos otros espacios reducidos y aislados. Lo que en ese momento no sabía es que a sólo 25 minutos de ahí, en la pequeña ciudad de Asheville, se encuentra el museo del Black Mountain College. Sin embargo, nuestro objetivo eran los dos lugares que habían alojado al colegio. Billie recordaba que uno de ellos se encontraba al otro lado de la autopista 40, que parte al pueblo en dos.
Regresamos al auto y cruzamos la 40. La carretera sube la montaña y al poco tiempo vi un letrero para un campamento de la YMCA. Recordé entonces que la primera ubicación del colegio había sido el terreno de un campamento. Así que di vuelta en un pequeño camino bordeado con deshojados rododendros confiando en mi memoria. En la pendiente de la montaña se encuentran tres edificios blancos con grandes columnas formando un rectángulo, cuya cuarto “lado” ocupa un edificio moderno de madera. Recuerdo que hay una fotografía donde se puede ver a Joseph Albers sentado en una mecedora de madera con varios alumnos sentados en el suelo a su alrededor. Entré a la oficina del campamento donde sólo me pudieron referir a un folleto donde a la historia del colegio se le dedicaba un cuarto de página, más o menos. La amable señorita de la oficina imprimió un mapa del camino al segundo campus que fue construido por los estudiantes y la facultad, entre ellos Charles Olson. No quise incomodar más a la joven con muchas preguntas, pero me impresionó que no hubiera señas que indicaran a los visitantes la historia del lugar, su importancia en la cultura americana y mundial en el arte del siglo XX. Tampoco había señales de lo que había acontecido ahí en la historia social del país. A los pocos años de haber abierto el colegio, y casi dos décadas antes de Brown vs Board of Education—el fallo de la Suprema Corte de los Estados Unidos donde se declara inconstitucional la segregación racial en las escuelas—dos alumnas negras fueron aceptadas en el colegio. Esta decisión traía consigo para los miembros de la facultad el temor a reacciones violentas de los vecinos del lugar.
Siguiendo las instrucciones del mapa de Google, las que nunca son totalmente exactas y siempre parecen llevar por el camino más intrincado y largo, pasamos por varios pueblos económicamente devastados: casas prácticamente en ruinas aunque habitadas, trenes y fábricas abandonadas, señales de pobreza en negocios y en los habitantes del lugar. Al llegar a donde el mapa indicaba una vuelta a la derecha para entrar al camino que nos llevaría al segundo campus del colegio, nos recibió del lado izquierdo del camino un orfanato y del lado derecho, frente a éste, una prisión, y junto a la prisión, una escuela. La ironía no puede dejar de enfatizarse. Tres instituciones de control social abren el camino al lugar donde estuvo uno de los colegios más liberales de la primera mitad del siglo pasado. Y, si seguimos el camino, llegaremos al segundo campus donde ahora se encuentra un campamento para niños cristianos; la ironía continua.
Seguimos por el camino privado y entre los árboles y algunas construcciones modernas vimos el edificio diseñado al estilo Bauhaus que había sido construido comunitariamente a mediados de los 40s. Frente al edificio hay dos pequeños lagos, y me pregunté de cuál sería que Olson salió empapado a recibir y abrazar a Robert Creeley cuando éste llegó por primera vez a enseñar por invitación del mismo Olson. No habría de sorprenderme que tampoco hubiera señales del espíritu que había sido albergado ese espacio durante unos años del siglo pasado, un espíritu cuya repercusión y presencia sigue siendo vital para el arte y la sociedad contemporáneos.
Unos días después nos encontramos mi mujer y yo en Chapel Hill, un lindo pueblo donde está un campus de la universidad estatal de Carolina del Norte. Encontramos un café y nos sentamos a platicar de nuestras impresiones del viaje y también a escribir un poco. Es ahí donde redacté las notas para este pequeño texto. No recuerdo toda la conversación pero tenía que ver con la sensación de falta de contexto histórico que me causó la visita a Black Mountain y sus consecuencias culturales. Algo que ella dijo y de lo que sí me acuerdo es que la cultura es una red de relaciones entre la gente y los lugares que habita.
Imagen por: CHAA