Circula de nuevo en estos días en una copia recientemente restaurada, Stalker (1979), la todavía sorpresiva película de Andrei Tarkovski. Este asunto no es menor, por el contrario, es algo que hay que celebrar. Y es que, para muchos, la primera vez que estuvimos en una pantalla frente a esa obra cinematográfica, intuimos solamente lo que eso significaba.
La restauración permite ver con ojos renovados, limpios, la aventura física e interior de ese complejo personaje de Tarkovski. De todo a todo resaltan imágenes que estaban como eclipsadas. Por ejemplo, la secuencia del sueño. Ese río de fondo bajo saturado de artefactos en desuso: jeringas, armas, herramientas, medicamentos caducos. Deshechos. Objetos que recuerdan el mundo proyectado en los inquietantes poemas de Residencia en la tierra de Pablo Neruda. Las ‘dentaduras olvidadas en una cafetera’ del poema “Walking arround”, por mencionar un caso entre muchos otros.
Objetos despojados de sus usuarios. La Zona de algún modo es eso también, un lugar deshabitado. Pero es por otro lado, en ese vacío, en ese abandono, la última esperanza. En una entrevista Tarkovski decía al respecto de ésta: “La Zona no simboliza nada, como nada lo hace en mis películas: la Zona es una zona, es la vida, y al atravesarla un hombre puede derrumbarse o salir adelante. Que lo logre o no depende de su respeto por sí mismo, y de su capacidad para distinguir entre lo que importa y lo que es meramente efímero.”
En esta sobrecogedora fábula, los personajes encarnan discursos: un científico, un escritor, un guía en distintos órdenes, son elecciones de vida, posiciones políticas, religiosas. Y a pesar de esto, en general, los personajes del director ruso son encarnaciones de una fe que reconoce en el humanismo su núcleo de irradiación. Lo que tampoco significa ignorar la maldad y la oscuridad de los corazones humanos.
Gracias a esta restauración, es posible reconocer que el Satlker es no solamente un hombre íntegro y comprometido con lo único que entiende como valioso en su existencia. Es un hombre preparado, próximo a la poesía. Al principio nos enteramos que acaba de salir de la cárcel. Que vive de forma humilde, que tiene una esposa, una hija. Que vive de llevar gente a la Zona a cumplir sus deseos más profundos y necesariamente puros. Al final del periplo, cuando regresa a su casa atraviesa un espacio que ya vimos, pero esta vez descubrimos la biblioteca, libros apilados en el piso. Entonces entendemos un poco más de quién es ese hombre parco, indomable, anclado al presente.
Para El sacrificio, Tarkovski soñaba con la idea de que la película fluyera en una sola larga secuencia que no distinguiera entre el mundo objetivo y subjetivo, entre el sueño y la vigilia. Para ese tiempo, la tecnología existente resultaba un impedimento. Por eso hablaba de “esculpir el tiempo”. De trascenderlo mediante el cine. Hoy esto sería completamente posible, y ahí está Arca Rusa de Alexander Sokurov para probarlo. Es posible que este sueño naciera con Stalker, donde el blanco y negro y el color funcionan significativamente en este orden. Otra cuestión afortunada de la restauración, es una apreciación más cabal de este hecho.
En la secuencia última de la hija inválida que mueve objetos sobre la mesa con sólo pensarlo ha sido y sigue siendo poderosa. Dijo Tarkovski: “A veces manifestamos fuerzas que no pueden ser medidas por patrones normales; espero que algo así suceda en algún momento.” Y eso mismo puede decirse de Stalker, que al igual que en otras películas del apreciable y fundamental artista que es Andrei Tarkovski, repasa desde todos los frentes la historia del arte -poesía, arquitectura, música, pintura, danza, escultura-, un lenguaje portentoso que da prueba de lo que los seres humanos hemos sido y somos capaces.
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Un comienzo que estaba agotado, un comienzo ya despojado. Un vacío contenido de misión. Un alguien desaforado en su centro. Espacios que iluminan la inteligencia de las cosas. Gotas de tiempo en las ventanas de un lugar atemporal. Ese tiempo que está hecho de la carne de vivencias. Del desatrevimiento de la personalidad con la que se cubre un cuerpo, del desapego proveniente de la exigencia del cosmos en su armonía vertiginosa. El color de la percepción destilada entre minerales de sufrimiento producto del abismo entre la libertad y la voluntad. Una belleza producto de la ambigüedad entre lo sensible y lo tangible.
Y él, quien entra en una zona. En la zona que abre con su oscuridad la reflexión del desánimo por la esperanza y el reconocimiento de la fe. Una zona prohibida por la hondanada.
Donde charcos de agua interfieren en la meticulosidad del autoretrato de lo pegajoso de las acciones. La zona que se evita, el campo hueco de las relaciones en donde está la energía que potencia al ser.
Y ella, una psíquica.
Es la inundación sin flujo, el pocillo de la degustación de la vida que permuta los colores de las palabras que cruzaron la existencia de entes simples y atravesaron sin éxito las paredes del mundo. Será razón de lógica cósmica. Energía nuclear.
Sin embargo, la ilimitada expansión de la actividad de la radiación emite y desprende tiempo. Ondas de conciencia que bienaventuradas hacen duelos compasivos y eternos. Y mal impuestas sólo socavan en la magritud del temperamento.
Esa es la zona, impactada de potencia-en-potencia.
Por Aline Lavalle Henaro y José Luis Bobadilla