Cada tanto aparece una reflexión sobre la literatura que busca reducirla a fragmentos para mejor comprenderla. Pero la comprensión es ya una reconstrucción de algo que quizá no tuvo ni tendrá nuevamente forma. Tal era la atmósfera del estructuralismo que en la década de 1960 parecía arrasar con todo papel impreso. “Artefacto lingüístico” era una figura de la época para lo que antes se había llamado creación literaria. No es casual, quizá, que Borges capture tanta atención en aquellos años como escritor que destruía una literatura en la misma medida en que la recomponía. Único autor que pudo poner fin a la pedantería francesa oponiéndole un espejo que la anticipaba (Foucault tuvo que tragarse el sapo). Tampoco es casual que otros autores latinoamericanos iniciasen, desde la década de 1950, una revolución literaria que aún está lejos de cesar sus repercusiones: 4 3 2 1, de Paul Auster, no existiría sin la idea de que nada es necesario en una narración. Ni siquiera en una novela que describe la vida de un niño, luego adolescente, luego joven adulto, en orden cronológico, como relato aparentemente tradicional que, sin embargo, es cuatro veces verdadero. Cuatro veces falso, por tanto.
Giorgio Manganelli fue un escritor y crítico italiano (muere en 1990) que se ocupó del tema de la literatura y la mentira en un momento (1966) en que Borges aún no estaba en boca de todos y era considerado todavía un autor “raro”, para pocos y entendidos lectores. El centro de la argumentación de Manganelli sería la imposibilidad de concebir una literatura que no sea fantástica. En su ensayo “Literatura fantástica”, donde cita fugazmente a Borges, dice:
No hay nada más mortificante que ver cómo los narradores, los encargados de los esplendores de la mentira, se detienen en los sueños morbosos de la transcripción de la realidad, ya sea documental, didáctica o patética. Ignoran o pasan por alto el hecho de que ese ingeniero, esa actriz lasciva y esa prostituta afligida, a quienes evocan con sus fórmulas demediadas, son tan imposibles como aquel pájaro Rukh que, según el relato verídico del marinero Simbad, alimentaba a sus pequeños con elefantes.
Quizá la historia de la literatura tuvo sólo un paréntesis breve, en términos históricos, en que pretendió acercarse a la verdad. Curiosamente la conciencia de esta impostura la tenía ya Picasso en 1923, cuando decía al mexicano Marius de Zayas en París, en unas palabras de las que sobrevive sólo su traducción al inglés, que “We all know that art is not truth. Art is a lie that makes us realize truth, at least the truth that is given us to understand”. Y podría ser una muestra de lo que Bourdieu llamó habitus que Rulfo dijese en una entrevista de 1979, también en París, que “La literatura es una mentira que dice la verdad”. Manganelli, en 1967, escribió el breve texto “La literatura como mentira”, con ecos estructuralistas pero igualmente picassianos, y es posible que ni Picasso ni Manganelli ni Rulfo supiesen que había otros que habían pensado, o podrían pensar, algo semejante. Cito, para terminar, algo del último ensayo de Manganelli que he mencionado:
Ponerse a hacer literatura es una acto de humildad perversa. Quien maneje objetos literarios está comprometido en una situación de provocación lingüística: embaucado, empapado, inmerso en una trama de trayectorias verbales, impulsado por señales, fórmulas, invocaciones, puros sonidos que ansían una ubicación; deslumbrado y quemado por fulgurantes y erráticos recorridos de palabras, voyeur y maestro de ceremonias, al escritor se le pide dar testimonio del lenguaje que le incumbe, de aquel que lo ha elegido, el único en que puede llevar una existencia tolerable; única condición estable y real, aunque del todo irreal y caduca, única existencia, más bien, ya que el escritor se considera a sí mismo nada más que una argucia del propio lenguaje, una invención suya, quizá sus mismos genitales fantasmagóricos. Humildad perversa. Podría ser.