Al poco andar de la lectura de esta novela me surgió una idea algo alocada, pero no por eso menos entretenida –al menos para mí en mis devaneos mentales–: ¿no será la realidad una alucinación de los átomos? Siguiendo en ese pensamiento llegué a sospechar que, quizás, estábamos hechos nosotros mismos de pensamientos y estamos tan acostumbrados a sentirnos materiales que somos incapaces de percibir nuestra propia “eteriedad”. Un poco más allá vi la idea de que quizás el átomo se sueña tierra, la tierra se sueña tronco y el tronco sueña la fronda que emerge de él, con sus hojas y todo, sólo para sentir el viento y el aire, que no son más que una forma más o menos material del pensamiento. Ahora, la gran pregunta que me hago luego de escribir estas palabras es: ¿cómo una novela tan concreta como esta es capaz de llevarme a semejantes ideas?
Creo que la respuesta no es tan difícil: en primer lugar, es porque esta es una novela del pensamiento. Hay personajes aquí, bien definidos: un hombre y una mujer, o también podemos decir, Rose y Félix. Pero no están bien descritos, en el sentido de que no sabemos si Rose es colorina o rubia o morocha, o si Félix es gordo o flaco o bizco. Sabemos, con el pasar de prosa –iba a decir trama, pero creo que no aplica en este caso– que Rose es casada, que Félix ha dicho que es casado pero en realidad no lo es, que ambos son amigos o algo por el estilo, al menos compañeros en un taller de teatro, donde deben presentar alguna experiencia dramática que les sirva de pie forzado para un ejercicio teatral. Sabemos que van, con frecuencia, a un café bastante pequeño que es famoso por estar siempre lleno, y por propiciar famosas escenas de incomodidad a causa del poco espacio. Hay otros cuantos datos más, un puñado de ellos, que en realidad no nos llevan a ninguna parte, porque al parecer siempre es así en Chejfec: un paseo del cual lo que menos importa es el destino. Pero sí llegamos a conocer, exhaustivamente casi, la fronda mental de estos personajes. Si nos basamos en el punto de vista, diríamos que esta es una novela “desde arriba”: analizamos al árbol no parados desde el suelo, midiendo su corteza o estimando la altura, sino que descendemos en medio del follaje para empezar a recorrer, aleatoriamente, una rama u otra, con la libertad de seguir incluso las ramas del árbol vecino y llegar, flotando como estamos, hasta ese follaje ajeno, que nos abre realidades paralelas facilidad impresionante.
Casualmente este fue el libro que elegimos con Macarena García para hablar hace un tiempo en un programa de radio. En esa ocasión Macarena mencionó que los personajes se demoraban unas 40 páginas en cruzar la calle. Y claro, no es que el autor tenga una fijación con las zapatillas o las huellas, con los baches del terreno ni mucho menos, sino que nos lleva a los pensamientos, recuerdos, incluso emociones de los personajes y ahí nos mantiene, como en una alucinación.
Al afirmar que esta es una novela concreta, lo hago pensando en que Chejfec, o el narrador que construye Chejfec mejor dicho, a veces parece un notario de emociones. Por ejemplo, en la página 56, cuando se dibuja en Félix una seudo emoción acerca de su amiga Rose: “Félix percibió que ella se mueve con más familiaridad hacia él, Félix, que su marido. En un principio supuso que ello se debía a algún elaborado sentido de la cortesía; después, pensó también que podía provenir de una larvada forma de desconfianza”. La descripción es de algo que está a medio camino entre un pensamiento y un sentimiento, o de una confusión y un exceso de claridad. El narrador de Chejfec está completamente consciente, listo y dispuesto para definir en cualquier momento lo que sea, para etiquetar y bautizar cada fenómeno que surge en el azar de los fenómenos –iba a decir acontecimientos, pero me arrepentí a última hora–. Aquí hay otra de estas argucias del narrador: “Félix le asigna [al marido de Rose] unos rasgos típicos de personaje de leyenda, como si fuera de esas figuras entre esquemáticas, reales y figuradas, seres limítrofes que deambulan entre la enseñanza y la advertencia, y al final sólo sirven como ejemplos de sí mismos”. Hay muchos fragmentos que son seres como estos, en este libro.
Volviendo al tema de la alucinación de los átomos y del árbol que sueña su fronda, pienso que esas ideas se dejan caer del texto porque a ratos esta parece más la novela de un científico que de un escritor. El narrador opera aquí como el microbiólogo que estimula las células para estudiar su crecimiento, su proliferación; o como el botánico que da hormonas a los árboles para que desarrollen órganos anómalos o gigantescos que sean más fáciles de diseccionar posteriormente. En esa proliferación de la fronda mental de los personajes el narrador procede a realizar una descomposición, un desmontaje literario, en el que se separan los elementos para luego analizarlos narrativamente. Hay, por ejemplo, un momento en que los personajes de esta novela se encuentran frente a un anuncio de agua mineral en el que aparece una mujer con dos botellas de agua en las manos y un perro a su lado. Si no fuéramos Chejfec podríamos haber dicho: “había un anuncio publicitario en que aparecía una mujer junto a un perro”, pero como sí somos él –somos él a bordo de este texto– entonces nos dedicamos a analizar cada elemento del anuncio, a buscar cada significado, cada posible interpretación, no sólo desde el punto de vista de uno de los personajes, sino de ambos.
En ese sentido Chejfec plantea aquí algo que en todo momento me suena barroco, pero no un barroco a lo Sarduy, en que la emoción del personaje se hace carne en la ficción que construye al personaje, sino más bien es un barroco sicológico, una construcción adornada con vericuetos de pensamiento y definiciones, medidas y proporciones de lo abstracto. Es tan barroco que ni siquiera deja fuera los vacíos. Los incluye y considera, los crea, los dibuja: no les da tregua. Un ejemplo: “No se le ocurrió la posibilidad de que fuera una imagen ficticia, que sólo existiera como viñeta para despertar la fantasía o ilusión de los niños que usaban el buzón. Eso la hubiera llevado a suponer que el resto de las monedas también eran inventadas, a lo mejor apócrifas, o en todo caso imaginarias ya que no podía decirse que una moneda dibujada fuera verdadera o falsa. Nada de eso pensó Rose”. Crear a través de la negación, es un ejercicio interesante. Y aquí, en esta experiencia dramática está lleno de ejercicios interesantes como ese. Es más: es una novela hecha de ejercicios interesantes. En la página 67 encontramos: “La quietud o el silencio eran tan resaltantes que no se le ocurrió pensar que podía estar siendo observado”. Un silencio resaltante, pudo haber sido otro buen título para esta novela.
Hago aquí un paréntesis sobre lo mismo, los títulos alternativos, que están propuestos al interior mismo de la novela:
“La antigua lengua de los melodramas
El idioma de la memoria
La conciencia cartográfica
Un espacio parecido a la nada
La ilusión geográfica
Desolación embellecida”
Pero es mucho lo que me adelanto citando estas frases, posibles títulos, o lo hago al menos, creo, para quienes ya leyeron la novela. ¿Por qué? Porque al hablar de cartografía acudo al quid del asunto, a la intención más honestamente expresada por su autor que podríamos definir en una sola frase: El autor es dios. Al comienzo de la novela está la gran pista de lectura: “Dios es como…”. Ahí está el vuelo en la fronda, la capacidad etérea del lector que ha recibido esos poderes del narrador dios: la capacidad de entrar en la mente de los personajes, de ir en ellos, a través de ellos, y de llegar más lejos de lo que nunca podríamos imaginar. Tan lejos y con tanta calma que nos tardamos 40 páginas en cruzar la calle.
Y en esta presentación del narrador como un dios que atraviesa dimensiones llegamos a otro aspecto de esta novela: el riesgo que involucra. Cito otra vez a Macarena García Moggia, quien se refirió a esta como “una novela centrífuga” para algunos lectores, en tanto posee la fuerza de expulsar a un lector desprevenido. Y es que aquí no hay un relato, hay piezas, esferas. Ya hemos dicho que el árbol se examina desde arriba, pero también desde el lado. El lector está exigido, está obligado a mover su centro y desplazarse alrededor de los hechos, más que a lo largo. Dicho esto, hablamos de una novela esférica, de una novela capaz de marear a quien no viene preparado a su encuentro.
Termino este texto con un fragmento que, a mi parecer, junto con otros cuantos más, resume de manera excelente qué es lo que tenemos entre manos (pág. 94-95): “Se pregunta si él mismo no será uno de esos adictos o beneficiados de la así llamada conciencia cartográfica. Antes le gustaba vagabundear acompañado de esos mapas múltiples con forma de cuaderno. El momento más feliz se producía cuando al llegar al punto –esquina, calle o terraplén– correspondiente al borde de una hoja, si quería seguir avanzando en esa dirección y verificar en el mapa la nueva ubicación, debía pasar a un nuevo plano, probablemente situado en el cuaderno a varias páginas de distancia. Entonces podía hacer de cuenta que durante unos momentos difíciles de precisar transitaría por un lugar sin referencias, medio inexistente, hasta que volviera a verificar en la nueva hoja, en general sobre un ángulo izquierdo o en la parte superior, su calle, la calle por donde en ese momento caminaba, que parecía haber estado a punto de disolverse en un espacio parecido a la nada, y de cuya indeterminación era rescatada gracias a su presencia. Recuerda su mapa, que consideraba especial sencillamente porque era suyo, una de sus pocas pertenencias, de hojas gruesas y un poco rugosas, y con una portada donde se dibujaba un laberinto de varios colores, debajo de las grandes letras con el nombre de la ciudad, y como fondo una cuadricula de calles que parecían estar siendo enfocadas con una lupa. Sabía que era un mapa para conductores, no para caminantes, y que por eso era pesado. La espiral de alambre era de gran diámetro, lo que permitía pasar las hojas sin demasiada dificultad pero convertía el cuaderno –era el nombre que le daba– en un objeto aparatoso e imposible de disimular”.