En un cuarto de la colonia roma, a media luz, resplandece un escenario en el centro del Foro del Tejedor. Quizá como un juego de palabras del mismo espacio, se encuentra colgada una maleta azul de la cual se desprende una red de pesca que tiene en su entramado diferentes máscaras, cada una de ellas más colorida y folclórica que la siguiente.
Al dar la tercera llamada, en la penumbra, se empieza a escuchar una polifonía de gritos y cantos que se asemejan a los que se pueden encontrar en cualquier mercado:
–EL AGUA ELAGUA ELAGUAAAAAA-
-LLEVELO LLÉVELO LLEVELOOOOOO-
-DE A PESO GÜERÍTA DE APESOOOO–
Velozmente, en comparsa, van apareciendo los músicos con el maestro de ceremonias Augusto Bracho. Gustavo Guerrero, heterónimo de Augusto Bracho o viceversa —pues uno nunca sabe— es un músico Venezolano que ha surcado diferentes terrenos, tanto del rock latinoamericano como el de las calles, con boleros o aquellos barrios con sonideros cumbieros. Su colaboración más reciente fue como director musical del proyecto “Musas” con Natalia Lafourcade y los Macorinos, o dependiendo de la máscara, su disco como solista “Mercado de los Corotos”.
Al puro estilo de Screamin’ Jay Hawkins, el caníbal del escenario, aparece Augusto Bracho y toma el centro del foro, como una máscara más que se suma a toda la instalación que cuelga sobre los músicos, ya que Augusto es un personaje con una actitud histriónica y disociada que, a cada oportunidad que tiene, gesticula todos los sentimientos que la música y la letra le hacen atravesar; pero, ¿en qué consiste ese espectáculo?
Se podría decir que hay una gran variedad de música folclórica latinoamericana que abarca desde unas “Coplas Oaxaqueñas”, hasta unas “Décimas Tuyeras”, canciones que pertenecen al catálogo del disco presentado.
Se escuchan tumbaos con sones, pero también escuchamos a una comitiva con batucada; de pronto, se rompe el festival con coplas al aire y por ahí perdido un tamborileo que va y viene como oleaje musical. Un canto nostálgico que nos recuerda a Buena Vista Social Club, al Negro Ojeda o incluso a Tin Tan. Esta celebración, podría ser fácilmente una fiesta en la calle.
Augusto Bracho es de algún lugar de entre la frontera mexicana y la tierra del fuego. Por ello podemos entender que su música contiene un poco de todos estos lugares ya que, cuentan algunos, es un gran soldador de ritmos latinoamericanos; un músico que trae de vuelta la música de los ayeres y no solamente como intérprete, más bien como un compositor de los años 30.
Aparentemente el ser humano está destinado a convivir con este Phármakon de la nostalgia del ayer; aquel suspiro dulce y doloroso que nos recuenta vivencias fundacionales de nuestra propia historia, ya sea desde los precipicios grises del trauma psicológico o desde la reminiscencia platónica que nos da una brújula en el día a día.
La ilusión del pasado que se hace presente a través de una obra artística es lo más cercano a una reflexión de sinestesia inconsciente que podemos tener. Es parecido al olor de un perfume que te recuerda a un ser querido, como el olor de algún alimento que recuerda a la casa de la abuela en donde se escuchaba sin parar la estación del Fonógrafo.
Aparentemente este estilo musical está teniendo una especie de resurgimiento, al puro estilo de una experimentación que se lleva a cabo en un laboratorio químico. Augusto se asemeja a una caja de petri a la cual se acercan todos aquellos que simpatizan con esa expresión artística y afloran dentro de su paraje.
De pronto recuerdo de nuevo aquella instalación en aquel foro. De pronto empieza a cobrar algo de sentido toda esa maraña de máscaras, redes y maletas. ¿Será que ese arreglo dispar y discrepante busca retratar la consonancia cultural entre las poblaciones latinoamericanas? ¿Acaso buscan acercarlas a una costa musical y, ya que tienen a todas estas juntitas, pescarlas dentro de una maleta que resulta ser un disco? ¿Será esa la maleta que colgaba en el foro? ¿Será esa la maleta de Augusto?