El 5 de marzo del año 2003, en su departamento en Torres de Mixcoac, en la Ciudad de México, le pregunté al maestro Hugo Gola cómo conoció al narrador Jesús Gardea. Habló de aquel encuentro que ocurrió en el año 1983, así como de la impresiones que le produjo la escritura del escritor chihuahuense, una de las más prolíficas y originales de la literatura mexicana.
Lo conocí de la forma más extraña. Una vez, hace veinte años, integramos un jurado para un concurso de cuento. Yo no lo conocía a él ni de nombre. Entonces fuimos citados un día para conversar sobre los cuentos que teníamos que dictaminar. Nos citaron y llegamos a las cinco de la tarde; al cuarto o diez para las cinco yo ya estaba ahí. Había un señor que no conocía caminando sobre los pasillos. Empezamos a hablar. Él dijo que era Jesús Gardea, parte del jurado. Por supuesto él tampoco sabía quién era yo. Nunca nos habíamos oído nombrar. Comenzamos a hablar sobre los materiales. Yo dije que había leído los trabajos pero que nada me atraía. Él dijo: “A mí tampoco. A mí no me gusta nada todo”. Entonces yo le dije: “Si nosotros dos pensamos que los trabajos no tienen calidad, me parece que lo más conveniente es que declaremos desierto el concurso”. Él dijo: “Estoy completamente de acuerdo. Declaremos el concurso desierto”. Pero al rato dice: “Pero en este gobierno está mal visto declarar desierto un concurso porque dicen que el dinero hay que asignarlo”. Yo dije: “Pero bueno, no nos pueden obligar a que demos un premio si el material que nos presentaron no nos gusta” “¿Por qué no redactamos ―dijo― una cuestión donde decimos lo que pensamos del asunto?” “Bueno, muy bien”, dije. Entonces nos pusimos a redactar un escrito donde dijimos que, debido a la calidad del material, considerábamos que ninguno de los presentados en el concurso reunía la calidad suficiente como para asignar un premio. Que sin embargo nosotros podíamos establecer cierto orden de prioridad si se quería asignar el dinero para no perderlo, y si se quería apoyar a un escritor de alguna manera, que se le asignara. Pero que no se dijera que eso era el resultado de un concurso: que se premiaba un material que para nosotros, miembros del jurado, no reunía la calidad suficiente como para recibir el premio. Y así quedó.
Yo me quedé con la preocupación de quién era ése señor Gardea. Al día siguiente fui a la librería y ahí estaba la novela La canción de las mulas muertas. Entonces me puse a leer la novela… ¡y quedé deslumbrado! Lo llamé por teléfono –él estaba aquí todavía, había venido del Norte y estaba en la casa de la hermana– y le dije: “Acabo de leer tu novela. Me pareció excelente y quería decírtelo”. Él dijo: “Me alegra que te haya gustado”. Después nos encontramos y comenzamos a charlar. A partir de esa ocasión, cada vez que venía a México me hablaba por teléfono. Una vez –trabajaba yo entonces en la Ibero– hice que lo invitaran para hacer una conferencia. Fue a hacer varias charlas a la Ibero, muy críticas, muy bien plantado frente al mundo oficial de la literatura. En las charlas que dio en la Ibero culminó con la lectura de un cuento, pero hizo una exposición sobre lo que entendía por narrativa y cuál era la preocupación de él; de alguna manera era muy crítico de la literatura que se hacía en México. Tenía una gran adhesión a Rulfo, por supuesto, pero del resto de la literatura narrativa mexicana tenía muchas reservas.
Yo creo que es una de las pocas obras escritas con un propósito de renovar el lenguaje de la narrativa en México. No tengo toda la obra leída ni elementos críticos para analizar eso, pero era la mayor preocupación de él, evidentemente. Él no quiso ya hacer una narrativa lineal, ni una narrativa extensa, sino más bien una narrativa condensada, concentrada, que es un poco una narrativa que tiende a la poesía. Una de las características de la poesía es la de utilizar un lenguaje cargado, denso, y eso hace también Gardea. Es decir, Gardea sabe que viene después de Rulfo y que no puede repetir el procedimiento de Rulfo. La narrativa en Rulfo está dada con una visión poética en todo lo que escribió casi de manera natural. Rulfo encuentra su propio lenguaje –tanto en la novela como en los cuentos–, y ese lenguaje que él encuentra coincide con su propia visión de la literatura. En Gardea, que viene después, hay un propósito expreso de encontrar un lenguaje que se escriba después de Rulfo y que tenga que dar su propia visión poética. Yo no sé si en todos sus libros aparece esa visión poética. Yo creo que está muy claro en La canción de las mulas muertas. Ahí, digamos, recorta un universo diferenciado de la narrativa de Rulfo, prolonga de alguna manera el escenario de Rulfo, la coloca en otro escenario, la elabora con un lenguaje que es muy natural de la zona, y de él personalmente. Logra, me parece, un libro muy excepcional dentro de la literatura mexicana. Lo que va sucediendo progresivamente con los libros que publica, es que se va como produciendo un proceso de ruptura total de un ordenamiento lógico. Es como si rompiera totalmente los materiales y se independizara de una cierta coherencia y desarrollo lógico. Hace unos meses yo comenzaba a ver El biombo y los frutos… Te voy a leer una página: Desde una sombra, los limones. Tardaba, el oscurecido amarillo, en irse aclarando, lentos días. Por angosta puerta, los frutos. Aromáticos sin ganas, iba el limonerío. Tapadera de caja de zapatos, un corralito, el transporte. El mismo de siempre; algo se le había abombado el fondo, pero una mano, tendida debajo, el refuerzo. Pila no era la carga; sí como rubio, y apretado, piso. Dejado atrás la puertecilla, el camino: corredor con ventanas a un patio escueto y, frente a la luz, el muro, seguido, blanco. La sustancia del aire allí, los limones apenas la cambiaban. Pero el portador de la tapadera, sentía que no. Entonces se acercaba a una ventana, respiraba hondo. Y como la lámpara del mundo, a esas horas, centro del cielo, mucho desnudaba las cosas, de imaginárselas así, el asomado, al poco tiempo, tristón. Mas no llegaba a consumado triste; ponía la mirada en los acunados, luego en la otra puerta, término del corredor. Puerta, en dimensiones, gemela a la de la entrada. Su imagen, para el ojo, como si se hallara muy lejos, crédito ninguno había que darle al observador porque entonces, la remota, alcanzable sólo al atardecer, encima ya el crepúsculo. Y de allá, de la falsamente alejada, el portador de los limones, desviando al ojo mentiroso, le ofrecía, en lugar de madera, la cercana fruta. Luego, el portador, con la mano libre unas caricias: nunca tres veces al mismo limón. Lentas las yemas, como chupando. Y de este modo, el saber del ojo; simultánea, la verdad que había en las texturas y los sabores. Pero el pretendido maestro del falaz, trampa conocía. Era el zumo, gusto enorme le tomaba. Saliva, mar de ella enseguida, acidulado disolvía pulpas, cáscaras, semillas. Vuelta la mirada otra vez a la ventana, el de la carga, bocanada de alivio, que finalizaba en una colita como abanico, pizcas, asientos de lo salivoso. Llovizna en torno y sobre el charco recién formado; durables como unos huevecillos los vomitados caídos en el polvo. Se irisaban, colorida negación del monótono a la intemperie…* 1 Bueno. Y así sigue, indefinidamente. Es muy difícil la lectura de una novela así. Porque no sucede absolutamente nada, porque el lenguaje es el único personaje, porque uno no es conducido por el lenguaje a ninguna parte. Está escrito con una intención semejante al poema. Pero no es un poema; es una novela. En consecuencia, tiene sus inconvenientes para la lectura. Es muy difícil una lectura de los últimos libros de Gardea. Hay que trabajar con ellos. No se puede hacer una lectura como con cualquier otro libro.
En La canción de las mulas muertas, los personajes todavía están muy bien definidos, como pueden estar los personajes de Rulfo. Pero también eso se va borrando en lo sucesivo de sus libros. Queda solo el lenguaje, tejiéndose y destejiéndose. En realidad es un lenguaje del que él se apropió para elaborarlo. Porque, fijáte, en esa página que hemos leído hay rupturas sintácticas totales. No hay ningún desarrollo. Hay como una mirada estática frente a las cosas que transcurren y que esa misma mirada estática repite. No es una mirada indiferente a eso que está sucediendo delante de él, porque han sido suprimidos los personajes. A Gardea no le importan los personajes. Le importa que, a través del lenguaje, él cree un complejo atrayente que actúe sobre el lector casi por efecto estético. Pero ¿cuál es la visión que se manifiesta en estos últimos libros? La cosa es muy complicada, porque no hay personajes, no hay condena ni absolución, no hay siquiera una imagen de soledad. Hay una construcción, un objeto que construye con palabras. Su mismo lenguaje provenía de todas esas características. Un lenguaje que él no repetía de una manera folclórica, sino que él elaboraba siempre. La canción de las mulas muertas es un libro de una minuciosa elaboración. Lo que se produjo en él no es una complejidad progresiva de su obra, lo que se produjo es el abandono de ciertos elementos que en la primera parte sobraban y que él trató de borrar. Como si, intencionadamente, quisiera desprender su narración de sucesos históricos, concretos, particulares, de psicología, y que quedara solo el lenguaje –un lenguaje que no proviene de personajes, sino que el autor lo ha internalizado, lo ha captado, y él lo elabora con un ritmo conversacional, coloquial, nunca es empático, sino que produce palabras que él inventa pero que están dentro de lo que podría ser el lenguaje de la zona. Ahí [en El biombo y los frutos] encontré, al pasar, una o dos palabras que él reproduce muy bien del lenguaje popular… Dice, por ejemplo, “el limonerío”. Son elementos que tienen que ver con el paisaje. Yo tengo la impresión de que él va dando en cada libro una nueva vuelta de tuerca. Es decir, que en cada libro sigue trabajando una vieja materia, pero que cada vez es más difícil de apreciar. Solo quedan como esencias, estilizaciones de lo que en los primeros libros estaba más recortado, más diferenciado, más visible. En Gardea resultaría muy difícil conjeturar un juicio sobre si él buscó o necesitó hacer ese tipo de cosas. Lo que se advierte es que cada vez él borra más las pistas. Seguramente necesitó hacer ese proceso, y la escritura se le volvía cada vez más cerrada, incluso a pesar de él. Él no hubiera podido, al final, escribir como escribió La canción de las mulas muertas. La escritura, tanto en Rulfo como en Gardea, es una escritura muy elaborada que indica que están al tanto del lenguaje de la narrativa del Siglo XX. La materia que trabajan, es una materia localizada en una geografía, en un tiempo que transcurre lentamente, como transcurren los tiempos campesinos. Y, digamos, el mundo urbano no tiene una presencia real en la narrativa de ellos. El lenguaje que ellos hablan –el de Rulfo, sobre todo– es un lenguaje que ellos han inventado. Nadie usa el lenguaje que utilizan los personajes de Rulfo. Lo que ha tomado Rulfo –y Gardea también– de ese lenguaje es el ritmo, las imágenes, la respiración, el tempo del lenguaje campesino. No es una copia, no es un traslado, porque nadie habla como hablan los personajes de Rulfo. Igual en Gardea. En él –que viene varios años después de Rulfo y que está ubicado en otra zona– hay, digamos, diferentes tipos de personajes, pero hay otras cosas en común, y es esa sensación de derrota, de fracaso.
Uno de los pocos lectores que entienden (y que leen) a Gardea. Coincido con sus puntos de vista.