Es un suceso notable y misterioso que las personas requieran ficciones en sus vidas. Interpretar el mundo a través del lenguaje y hacer las transacciones necesarias de la cotidianidad es un hecho fundamental, pero el artificio conseguido por el que manipula el lenguaje con el fin de contar historias no es una rareza, sino una generalidad de las culturas. Se puede prescindir fácilmente del deporte o de tener ciertos conocimientos científicos, ¿pero qué sociedad prescinde de contar y escuchar historias? ¿Quién es esa persona que no mira series, ve películas, o escucha cuentos?
Bajo una óptica histórica y sociológica las ficciones son testimonio imprescindible para acceder a una manera específica de codificar la realidad. Con el análisis de los relatos accedemos al espíritu de épocas y lugares, y recopilamos modos de actuar de otros tiempos. Sin duda que sería más difícil saber lo que se pensaba del amor o la muerte en el siglo XVIII si no fuera por la literatura. Tendríamos que reducirnos a la interpretación de imágenes. También sabemos que la ficción es un vehículo ideológico poderoso, que configura maneras de actuar y las reproduce con repercusiones inconmensurables. No es casual que el país que más ha invadido países sea el país que más está en las taquillas de los cines del mundo. Aunque también en las historias se filtra el desacato a las normas sociales y se subvierte el lenguaje de la cotidiana normatividad.
Pero más allá de la minoría con intenciones analíticas, ¿por qué la gente mira novelas, series, o películas? ¿por qué cuando alguien regresa de un lugar distinto le requerimos su relato? ¿O por qué el exitoso profesionista se refugia en una pantalla a ver una y otra vez cómo se restaura el orden gracias a un policía astuto?
Por un lado, está la cuestión del entretenimiento, y hace sentido que el ocio como contrapunto del trabajo obre como espacio tiempo de relajo necesario, pero sin negar que el esparcimiento es un hecho muy importante en nuestra convivencia con la ficción, lejos está de ser una respuesta determinante. Reducir la ficción a mero hedonismo psíquico, resuelve perezosa y parcialmente nuestra tendencia a la ficción.
Una de las hipótesis con las que más coquetean mis reflexiones es la de la multiplicidad: tener la sensación de vivir otras vidas, de emular la emoción de situaciones alternas. Ante la división del trabajo que segrega en gremios muy restringidos la utilidad de las personas, la ficción permite participar de otras experiencias. Uno acude a imaginarios que son inaccesibles en la rutinaria vida cotidiana, y participa desde su situación, apropiándose y contagiándose de símbolos y emociones aparentemente ajenas, y a veces satisfaciendo deseos imaginarios, conscientes o inconscientes.
Cada sociedad crea y recrea mitos con sus inquietudes latentes o soterradas; sin imaginación el futuro sería algo totalmente contingente. Podríamos pensar nuestra necesidad de ficciones no sólo en un sentido de satisfacer deseos psíquicos, sino también en un sentido cognoscitivo vital: como la necesidad de nutrientes imaginarios obtenidos por las variantes que otorgan los relatos, para así obtener una mayor gama de imaginarios con los cuales lidiar la realidad: interpretarla, actuarla, sobrevivirla: recrearla. No un estimulante cualquiera, sino un estimulante que nutre el hecho más relevante no meramente fisiológico de la humanidad: el lenguaje.
Me resulta inimaginable la vida sin ficciones; un Quijote al revés se habría desvanecido antes del segundo capítulo. Y aunque nunca faltará el cientificista social que entienda por ficción lo mismo que falsedad, la gran parte de la humanidad estará ávida de escuchar historias, ya sea en formato de chisme o epopeya. Entonces a lo mejor será provechoso no olvidar de preguntarnos de vez en cuando ¿por qué frecuentamos la actividad de escuchar, leer, o ver historias?