A mi padre
El silencio es la ausencia de palabra. La falta de interlocutor para hacer frente al vacío que cubre la boca: una plática que renuncia. El ruido no combate el silencio que forma el vacío que domina a dos seres que se observan. El sonido no rompe la lógica que impone el silencio, pues la palabra no es sólo algo que percibe el oído o la interrupción del silencio, es ante todo un acercamiento, una comunión de voces, la emisión de una palabra o muchas. No es vacía, por ello, la idea de que la palabra es el mejor medio de interacción social y que sólo los locos pueden abstenerse de ella. La palabra es una manifestación de vida; el silencio es la expresión de lo contrario: la muerte de la comunicación, la nada que satura la garganta.
El arquetipo del solitario en el mundo occidental es Robinson Crusoe: un hombre a quien el infortunio dejó abandonado en una isla desierta por veintiocho años y, que después de hablar consigo mismo durante poco más de veinticinco (tiempo que tardó en conocer a Viernes), pudo experimentar que la falta de práctica y el correr de los días hace que la voz pierda identidad, que se sumerja en el silencio y en la abulia, “en la ciénaga”, diría el Robinson de Tournier.
En los primeros capítulos del Robinson Crusoe de Defoe, el protagonista a punto de gritar de desesperación recuerda que lleva días sin decir una palabra, esa idea le provoca dolor de garganta. La sensación no es física, es emoción que no encuentra salida. En ese pasaje que relata Defoe, la voz de Robinson ya no lo es del todo, es parte del sonido ambiente que lo acompaña de modo cotidiano; la voz de Robinson es otro ruido: uno que acompaña al oleaje, al trinar de los pájaros, al rugir de los gatos monteses, al balar de las cabras salvajes. Es un árbol que se desgaja en la garganta del hombre que ha olvidado cómo utilizar su instrumento: un sonido incomprensible para los elementos. Aire, agua, fuego y tierra no pueden reconocer en la voz de Robinson la ausencia de silencio, sólo él y la palabra que se niega en su garganta pueden entender la situación, sólo Robinson reconoce en su palabra el antídoto contra la soledad.
Con el tiempo Robinson aprende a combatir el silencio. La palabra escrita fue el primer modo de lograrlo. La oración fue otro. Cuando la palabra se dice al viento o se escribe para uno mismo nunca llega demasiado lejos. La palabra que sale de la garganta y llega a la propia garganta sólo genera tristeza en quien la emite, se requiere un receptor. En voz de Tournier:
Cuando Robinson comenzó de nuevo el descenso hacia la orilla de la que había partido la víspera, había sufrido un primer cambio. Era un ser más grave –es decir, más meditabundo, más triste- porque había reconocido y medido toda la dimensión de aquella soledad que sería su destino probablemente durante largo tiempo.
Desde el acantilado que observa su isla, Robinson reconoce que la soledad lo empuja necesariamente al silencio. El hombre real, el que ha perdido la inocencia -el Robinson de Tournier– no se puede conformar con la lectura de la biblia y, si bien podía alcanzar cierta tranquilidad espiritual con los reportes diarios en su long book, la presencia del otro, la voz del prójimo, es lo único que puede abatir la nostalgia apenas controlable. De nuevo Tournier:
Se ahora que la tierra sobre la que se apoyan mis dos pies necesitaría para no tambalearse que otros distintos a los míos, la pisaran.
La soledad extrema, el silencio inquebrantable provocan la desesperación de Robinson. A pesar de esa soledad, de ese silencio, la llegada de Viernes no genera a Robinson la tranquilidad que esperaba tanto desde que arribó a la isla. Al final, Robinson no sólo requiere de un compañero, necesita de alguien que pueda escucharlo; que se convierta en su paralelo, que llene el mundo que durante tantos años se ha mantenido vacío; alguien que construya con su presencia un universo. Tournier lo dice bellamente:
…se dio cuenta de que el prójimo es para nosotros un poderoso factor de distracción no sólo porque nos perturba sin cesar y nos arranca de nuestros pensamientos, sino además porque la sola posibilidad de su aparición proyecta una imprecisa claridad sobre un universo de objetos que se hallan al margen de nuestra atención, pero que, en cualquier momento, podrían convertirse en su centro.
Con el paso del tiempo, la presencia de Viernes llega a construir un mundo dentro de aquel que Robinson se ha diseñado para soportar la ausencia y el silencio. El paso del tiempo y no otra cosa favorece la convivencia y el entendimiento entre los dos habitantes de la isla. De hecho, la transferencia de identidad entre uno y otro poblador es posible hasta el momento en que cada uno entiende la realidad del otro. Robison es Viernes y Viernes es Robinson.
Por el instante que transfieren la personalidad del otro a la propia están en condiciones de entender la enorme coincidencia que tiene un indio araucano y un inglés de rasgos caucásicos y gramaje conservador. No obstante, cerca del final de la historia se revela un aspecto alejado de todo romanticismo: las grandes diferencias al final sólo provocan distancia (la separación irremediable). En el caso de los dos habitantes, la separación ocurre cuando llega a la isla de Robinson un barco tripulado por ingleses, de nombre Whitebird.
A diferencia de Defoe, Tournier narra las enormes diferencias que atraviesa la convivencia del araucano y el inglés, lo que al final revela y justifica que el indígena prefiriera huir de la isla en compañía de los tripulantes del Whitebird que permanecer al lado de Robinson, emperador de Speranza, su amo.
La partida de Viernes origina en Robinson una tristeza primigenia. Sin embargo, no es la tristeza del primer día, es la tristeza de los primeros años, la misma que evocaba el silencio y la soledad; aquella que encarna en abandono como único destino.
Cuando Robinson se percata de la partida de Viernes, al mismo tiempo entiende que lo inunda una nostalgia ancestral; que su cuerpo envejece. El primer pensamiento que llega a su mente cuando observa la vela lejana del Whitebird, es que tiene casi veintiocho años en la isla y sin embargo su cuerpo no refleja rasgos de vejez. La partida de su compañero le hace sentir, por primera vez, que es un hombre viejo, que han pasado veintiocho años desde su llegada a la isla. En ese instante siente que su cuerpo se debilitaba y el cabello se le pinta gradualmente de blanco. El cansancio lo abate; se sienta, no sólo para descansar, sino para dar acomodo a su cuerpo, ahora que decide abandonarse a los años que intempestivamente cargan todo su ser.
La voz de un niño lo saca de la abulia. La voz -la palabra de nuevo- es el factor que libera a Robinson de la soledad. El niño explica a Robinson que abandonó el Whitebird porque era infeliz y que, si se ha quedado en la isla para acompañarlo se debe a que la única ocasión que se miraron –el niño y Robinson– el pequeño percibió un destello de bondad en los ojos del hombre.
-¿Cómo te llamas?- le preguntó Robinson.
-Me llamo Jaan Neljapäev. Nací en Estonia- añadió el niño para disculpar aquel difícil nombre.
-De ahora en adelante –le dijo Robinson. Te llamarás jueves. Es el día de Júpiter, dios del Cielo. Es también el domingo de los niños.
La palabra puede construir un universo; la palabra, en sí misma, lo es. Al menos es un mundo dentro de un Universo que apenas la rebasa. No obstante, la palabra no despliega toda su magia sino hasta el momento que se utiliza para nombrar. La fuerza originaria de la palabra la otorga su creador. Los Dioses mitológicos luego de terminar su obra le daban un nombre: cielo, mar, tierra, hombre, mujer.
El silencio se rompe desde el momento que una palabra se escoge para nombrar las cosas. Amor para referirse al sentimiento que inunda todos los huecos de la vida. Belleza que describir lo hermoso que se presenta ante los ojos. Cercanía para reflejar que no hay distancia posible cuando existe una comunión de almas o de personas.
La palabra rompe el silencio porque asimila extraños en un mismo diálogo, los acerca, los coloca en un plano de hermandad que jamás será posible a través del silencio. La palabra saca de la soledad al hombre abandonado en una isla. La palabra agradece los silencios que se esfuman; reconoce que la persona amada tiene un nombre e intenta repetirlo siempre que es posible; agradece que las cosas lleven un nombre que las diferencia de todas las demás. Triste sería que no fuera así. La dicha sólo se califica de una manera, lo mismo que la fe, el amor o el odio.
Robinson actuó como un creador: bautizó a su isla (Speranza); bautizó al segundo habitante de la isla (Viernes) y rebautizó al tercero de sus habitantes (Jueves). La idea de bautizar a Jaan como Jueves no satisfacía un mero aspecto práctico como en el caso de Viernes, tenía toda una connotación: aludir al domingo de los niños y al día de Júpiter. El nombre que dio al niño estoniano evoca la fuerza de un día, la ternura de un niño, el poder de un Dios.
La palabra tiene la fuerza de la alquimia; es un poder mágico del que se dispone sin siquiera percatarnos. El amor se dice, el odio se dice; la fe, la esperanza, la tristeza, también se dicen; se reconocen con una palabra. Las palabras, también, tienen un efecto curativo. Una expresión del evangelio ejemplifica de modo perfecto esta situación: “una palabra tuya bastará para sanarme”.
Pero vuelvo al origen de la palabra, a su magia: la posibilidad de nombrar. Para existir todo lleva un nombre, aún quien pretende no existir necesita reconocerse como inexistente para que ello efectivamente suceda. El nombre hace que el todo o la nada se manifiesten, que la nada o el todo existan. Salvador Novo lo dice bellamente:
Lo menos que yo puedo para darte las gracias porque existes es conocer tu nombre y repetirlo.
El Tao, también enfatiza el arte de nombrar. Nombrar como acto de conocimiento de aquello que se nombra:
Desde los tiempos más remotos hasta hoy,
Jamás se podía prescindir de los nombres
Para entender las cosas.
¿Cómo puedo conocer la naturaleza de la creación?
Por ella misma
La palabra reconoce la existencia del otro, de los otros, y cada vez que se nombra, el acto de nombrar conlleva un agradecimiento por existir. Se repite para que el agradecimiento sea manifiesto con más fuerza. El agradecimiento jamás puede ser un silencio. El agradecimiento sólo puede ser una palabra. Robinson en su soledad tuvo que resumir el agradecimiento en un acto: bautizar a la isla que lo salvó de la muerte. El nombre que da a su isla es ejemplo del sentimiento de agradecimiento del sobreviviente: Speranza.
I love it!!!! Mis felicitaciones a rodolfo lezama, excelente tu publicación
Muchas gracias Paulette. Agradezco mucho que te dieras el tiempo de leerlo. te mando un abrazo
Después de tanto silencio literario, felicitó a Rodolfo Lezama por brindarnos la Speranza de tan buen artículo, espero impaciente leer más del Sr. Lezama