Ríos de ceniza
Félix Terrones
Editorial Textual Pueblo Mágico
Lima, 2015
Solía decir Martín Adán: “Límpiate de entusiasmo los ojos”, verso lapidario y sentencioso con el que aludía a la pérdida de aquella imberbe inocencia que nos lleva a idealizar el mundo y la realidad. A todos nos ha ocurrido, con mayor o menor intensidad, es parte de este juego, porque la madurez se adquiere a base de pequeñas victorias, desengaños y de apuestas torcidas. Todo aprendizaje es duro, cruel, útil y necesario cuando no gratificante. Así también lo leemos en la última novela de Félix Terrones, Ríos de ceniza, cuyo protagonista es testigo de cómo aquellos gigantescos castillos de ensueño con los que construía su futuro literario se van deshaciendo uno tras otro, como le sucede a la arenisca con la humedad.
La escena que marca el pistoletazo inicial de la historia es bastante afín y conocida por su autor: un estudiante de Lima que viaja becado a Francia a continuar su especialización, pero con el ferviente anhelo de convertirse en escritor. A partir de entonces una serie de vivencias y decepciones —amorosas y profesionales, principalmente— lo llevarán a replantear cada una de sus ambiciones y su proyecto de vida. Paradójicamente, la gran pasión e idealismo con que encara sus nuevos retos van de la mano con su desorientación anímica y su disposición natural hacia la apatía, mostrándose reservado y confuso a la hora de entablar relaciones con otros personajes. Su poca seguridad en sí mismo deriva en inhibición y en esa abulia tan limeña que muy bien han retratado Luis Loayza o Julio Ramón Ribeyro en sus relatos, cuyos protagonistas —con tendencia a los pequeños dramas— también se ven sobrepasados por las desventuras externas. Esto leemos en Ríos de ceniza:
“El horizonte que se me presentaba era muy poco alentador: un verano solo, sin perspectiva de encontrar trabajo, obligado a escribir una tesina en francés, y sin ganas ni fuerzas para terminar mi novela. Sin embargo, mientras no tuviese algo, mientras la perspectiva de regresar a Lima siguiera proyectándose cada vez con más fuerza, debía luchar contra esa sensación de encierro que me poseía ni bien abría mi computadora, debía trabajar en mi novela incluso si ello significaba luchar contra ese silencio hecho de babas. ¿Pero cómo reunir la fuerza necesaria para hacerlo?” [p. 78].
A lo largo de las páginas encontraremos ejemplos similares que confirmarán esta personalidad melancólica y flemática. El autor nunca lo dice, pero no sería difícil ni tampoco descabellado imaginarnos al protagonista caminando con la espalda encorvada y arrastrando los zapatos: “Cuando la desidia era el pasaporte, resultaba inútil hacer las maletas y viajar a lo que se considera un destino: Lima, Burdeos y Tours no eran sino variaciones del mismo nombre” [p. 106]. Otra de las grandes caídas fue el rotundo fracaso editorial de su novela. Al saberla rechazada por las principales editoriales españolas su endeble estado anímico empeora, encerrándose en sí mismo, ensombrecido y desalentado al percatarse de que el éxito es también una cuestión de azar y ubicuidad, así como de actitud y persistencia. En un tono de absoluto pesimismo nos confiesa: “Mi libro no reunía lo justo para adquirir una vida autónoma, desgajada de mi voluntad. Debía resignarme a guardarlo en una gaveta, dejar que se empolvara, lo mismo que aquellos documentos que en algún momento me acompañaron, pero que después, por falta de uso, interés o importancia, se fueron acumulando sin que me atreviera o me animara a botarlos” [p. 149]. De más está decir que cada una de sus páginas acabaron siendo consumidas por el fuego en un arranque de impotencia y frustración, y de esta imagen nace la metáfora con la que Terrones titula su novela.
Es destacable, por otro lado, las reflexiones sobre el exilio o la imposibilidad de echar raíces en un lugar. Somos, en efecto, testigos de sus cambios de ciudad (tres en total: Lima, Tours y Burdeos) en un período de dos años, sin olvidar el elemento desestabilizador que supone el empezar desde cero. Esta errancia es contraproducente no solo para su estado de ánimo, sino también a nivel psicológico y emotivo: se agrava su imposibilidad de establecerse y de llevar a buen término sus objetivos. Lo mejor de estos párrafos es su tendencia hacia la profundidad, muy bien ataviados de nostalgia, y para quien está lejos suponen una verdad reconfortante y cierta:
“El exiliado tiene una relación particular con su lugar de origen y lo interpela y evoca, pero sobre todo lo reinventa con sus palabras, la imaginación y el recuerdo, que acortan las distancias y le permiten sentirse cerca; el apátrida, en cambio, no pertenece a ningún país, pues en ningún sitio le esperan ni reconocen, ninguna tierra lo reclama; al contrario esa tierra a la que creía pertenecer le cerró sus fronteras para siempre, sin más posibilidad que un regreso, pero no como quien se fue, sino como un individuo nuevo y diferente. Ya que mi ingreso al único país que me interesaba —el de la literatura— había sido negado por las aduanas editoriales lo único que me quedaba era errar sin destino ni memoria” [p. 186].
La memoria es otro de los temas fetiche de Terrones —no solo en esta novela, sino sobre todo en la anterior, titulada El silencio de la memoria—. Es gracias a ella que la reconstrucción de su mundo (interior y exterior) cobra vida y puede reconocerse como individuo, pese a que esta le juegue una mala pasada idealizando y distorsionando el pasado: “El recuerdo nos define, permite explicarnos” [p. 259], sentencia. Sirve la memoria, entonces, para ahondar en el tema del desarraigo y de la extranjería. Habría que indicar que las sensaciones de constante exilio tienen su verificación (o mejor dicho se acentúan) en la figura de Paul Celan, poeta que vivió en carne propia este mismo sentimiento que tanto atormenta al narrador de Ríos de ceniza:
“A la decisión de dejar atrás su futuro como médico para dedicarse a la literatura, le siguió el exilio geográfico, el regreso a Francia, ya no como estudiante, sino como artista, para radicarse en el lugar donde, de un modo o de otro, pasaría el resto de su vida, París, una ciudad en la cual sería otro individuo (Paul Celan ya no sería más Paul Antschel, un nombre definitivamente enterrado en el ayer)” [pp. 160-161].
Son, además, dignos de mención otros elementos. Su “Catálogo de tópicos”, breves cavilaciones sobre diversos temas relacionados con la trama, de tendencia sentimental sobre los celos, el amor o los hijos. De igual manera, uno de los personajes secundarios con los que el lector se queda es Paulo Santa Apolonia Puga, un inédito escritor que vive en Cajamarca y sobre quien cuelga el rótulo de ser el más grande que la literatura peruana y mundial aún desconocen. Este esperpéntico y descuidado narrador cajamarquino, con aires al ya célebre Ignatius de John Kennedy Toole, y que nuestro protagonista conoció antes de su viaje a Francia, pasaría, sin duda, al olvido para los lectores de no ser por un guiño inteligente e irónico por parte de Terrones. A la muerte de Santa Apolonia se recupera uno de sus manuscritos, justo aquella obra maestra que continuaba sin publicar, cuyo comienzo es exactamente igual al de Ríos de ceniza, es decir, con el narrador observando a la gente pasar en una cafetería y a punto de realizar un largo viaje. Un juego de espejos con mucho humor negro.
Asimismo, las relaciones sentimentales son determinantes en la novela, ya que estas cargan con el peso de la trama. Una vez instalado en Tours, el protagonista se matricula en unas clases de baile y es allí donde conocerá a Cécile, con quien inicia un amorío extramatrimonial que finalizará en tragedia: al saberse descubierta por el marido la separación tendrá como consecuencia la muerte del hijo de ambos, presumiblemente de tristeza. El romance fracasa por la coyuntura personal de Cécile, aunque por fortuna empieza una relación con una de sus alumnas, Sophie, quien desembarca en su mundo para evitar el naufragio personal: “cuando Sophie llegó a mi vida, también llegó con ella una claridad que no por unánime dejó de confundirme. La claridad de quien recibe un fulgor directo en los mismos ojos antes acostumbrados a vivir entre tinieblas” [p. 235]. Sin embargo, poco después se produce un inusual y nada esperable quiebre en la personalidad del narrador, que tiene graves consecuencias en el armado de la novela.
Sin entrar en detalles o en mayores y oportunas precisiones el protagonista cambia su comportamiento de modo radical. El motivo es atribuido a “sus castigos” o —para decirlo sin adornos— a sus decepciones, lo cual es bastante laxo y vacuo argumentalmente, en especial para un personaje tan bien definido como el de esta novela. A medida que la unión prospera, este se esfuerza por sabotear y oscurecer ese providencial halo de luz que comprometía para bien su desventurada existencia. De hecho, esta será la única vez en que lo veamos esforzarse y obtener su propósito: hundirse cada vez más en su miseria personal. De ser un ente flemático y abúlico pasa a ser un maltratador, primero humillándola y despreciándola a base de juegos psicológicos, luego convirtiéndola en rehén en el apartamento en el que convivían. Este cambio tan brusco y gratuito desentona mucho con el perfil cincelado por Félix Terrones a lo largo de casi 200 páginas. Además, durante su amorío con Cécile el narrador siempre se mostró permisivo y crédulo. En todo caso, estas reacciones, fruto de sus desventuradas experiencias son bastante exageradas y desproporcionadas, en especial porque al finalizar la relación (cuando ella logra escapar de su cautiverio) todo queda en un incómodo e inverosímil silencio entre ambos. Sin ninguna consecuencia, la vida continúa y cada uno por su lado, como si automáticamente el protagonista hubiera recuperado ese temperamento tibio e introspectivo que hiciera gala desde el comienzo de la narración.
Pese a esto último y a una edición poco cuidada (para mala suerte del autor la novela acumula erratas, en su mayoría debido a los incorrectos cortes de palabra a falta de una revisión final, responsabilidad entera del editor) Ríos de ceniza da cuenta de un narrador cuyo proceso de consolidación va a paso lento, pero seguro. Son más los aciertos que los desaciertos, afortunadamente, y aunque el camino no deja de ser largo y espinoso me atrevo a decir que tendrá un final satisfactorio.
Ibiza, 17 de noviembre de 2015