Aunque nació en Perú, la de Reynaldo Jiménez (Lima, 1959) es una vida de extranjero. No solo porque desde los cuatro años de edad vive en Buenos Aires, sino porque la poesía lo ha ligado con una búsqueda incesante a través de música, video, ensayo, perfomance, territorios capaces de mostrar la vocación de universo que reside en el arte.
Incluido en Medusario. Muestra de Poesía Latinoamericana (1996), Jiménez fue editor y director de la revista-libro y editorial tsé-tsé, entre 1995 y 2008. Es autor de dos docenas de libros que incluyen poesía y ensayo. Su labor como traductor lo ha llevado a trabajar libros como Catatau de Paulo Leminski o, Galaxias de Haroldo de Campos, entre otros.
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1.- La poesía, en parte, está relacionada con un ejercicio constante de creatividad. ¿Existe alguna ética intrínseca a ella?
La ética de la corazonada. Algo instintivo que no es separable de esa misma pulsión que implica la inscripción poética. Respetarse a fondo esa urgencia en varios niveles, eso deseante implícito al escribir. Yo escribo poesía buscando, es muy raro que sepa de antemano “sobre qué” voy a escribir-cantar. Apenas a partir de una sensación afectiva, siempre facetada (así las emociones). Por eso al escribir no me impongo nada, trato más bien de colocarme en situación receptiva, sin la cual no habría simultánea donación. Para explayarme temáticamente me atrevo con el ensayo, eso sí marcado a fuego por las improntas que las propias palabras van proponiendo. Muchas veces contradiciendo lo “teorizado” con la sola densidad de su fraseo (los ensayos de Lezama y Martín Adán como maestros de ese culebreo con que me las rebusco). Digamos que pretendo que el concepto, si lo hay, se corrobore en el fraseo, parte de intensidad.
Ahora: tal vez ni siquiera escriba poemas propiamente dichos. Más bien serían inmersiones y emergencias en un flujo pulsional, propiciando una cierta entonación. Un escalofrío más o menos lento, una incandescencia del estremecimiento. La experiencia me imposibilita de dictaminarle un régimen a esa “ética”. Voy por donde las palabras corpóreamente me convocan. Esa convergencia de sentidos que cierto enhebrado verbal causa como desimagen al interior, ahora concavizado, de los signos y su cambiante significar. Al contrario de aquellos significados resabidos, sobreentendidos de apariencia consistente. Quizá el sentido más acá de lo que permitimos sea un andarivel estable o continuo con la suficiente inestabilidad (vibratoria de los afectos) como para asimilarse al hilo, por no decir la hilacha, por donde oscila, conducido por su ceguera traslúcida, conversando con la muerte y más aun con la ausencia, aquel funámbulo de Genet.
Ética, también, en el hecho deshechizante de ya no medir resultados, gananciales u otros, sin antemano, devenir uno mismo el proceso (procesar-obrar) que sería la experiencia poética como asunto portátil de tan compartible. Prestarle atención a lo que uno pueda llegar a entender como calidad de energía verbal mientras se transmite. Repreguntarse qué sería esa calidad de energía en cuanto un libro, un escrito pasan, una vez lanzados al mundo, de mano en mano. Una especie especial de responsabilidad ahí. No sólo se estaría tomando la palabra al componer el poema, sino que junto a ese obrar uno estaría poniéndose a disposición de esas palabras, no totalmente propias: partículas que constituyen el flujo pulsional. Para que advenga la cosa poética. O sea todo aquello que no es ya la identidad ni a ella remite aun si satelitalmente. Por ahí se consuma velocísima pero suficientemente convocante la propia otredad, el íntimo desconocido. Ése que lee, que al fin lee. Mientras aprende a leer es que lee: la poesía tiene esa exigencia y por eso admite genéticamente la múltiple lectura. Es solidaria con la infinita otredad, encarnada por supuesto en lo más nimio e inmediato, que es adonde se da el acontecimiento de la atención. Ese acontecimiento sería lo poético, para el cual el poema habrá servido como diagramandala.
Seguir el afloramiento poético, por así decirlo en relación a la pregunta por la poética, comporta un cierto nivel (o desnivel) de atención: uno se juega, está jugado en cómo (para qué) escribe. Prestar atención a lo que hacen las palabras, ellas, moviéndose ante la vista que dejó de estar anticipada por las prerrogativas de un comportamiento (¡la expectativa conductista de que las palabras sostengan comportamientos!). Lo que el poema hace con, en, desde y para ellas, variación micronésima del matiz, exige correrse una vez y otra de la presunción identitaria autocentrada, inculcada, inoculada, para, lo más despiertos posible de la más ínfima ilusión de algún dominio mediante, entrar en materia. Materia verbal, su cruda sutileza.
Me doy cuenta y acepto esta actitud medio devocional ante las palabras y sus potencias, exigentes como el maestro asistemático y continuo en lo cambiante del lenguaje. No es voluntario pero tampoco involuntario despertar siempre y cada vez de pronto a una porosidad en la propia atención. Un cierto amor en fuga de jardinero ante la biodiversidad materializante —es decir íntegramente afectiva— de las palabras y sus fraseos, sus tonos y el entonar. Ello implica reconocer, explorar y cultivar las herramientas articuladoras y los recursos expresivos. Tanto los heredados mediante el inmenso legado de la poesía llamada moderna y todas las tradiciones “anteriores” que la nutrieron, cuanto aquellos que uno pudiese “inventar”, si es que hay algo todavía que haya dejado de inventarse.
Ética, ahora, del hacer lugar, en vez del sobreentendido del mensurable a ser ocupado (y poseído). Escribir poesía es más bien estar poseído hasta por una impresión levísima relativa a nada poseer. Puede ser un goce de alcances irrevocables, por suscitar lo intraducible mismo en forma de imágenes verbales que la interpretación no reduce a un puñado de certezas opinables. Esa impresión incorpora una transmisión que transmuta. Por eso el haber llegado a sentir que se componía un extracto más o menos nítido de ese flujo poético, como si permitiera intuirle una unidad, núcleo expansivo o nódulo de sentido al menos íntimo, así como una cierta capacidad de resonar, también, es algo que no puede trasladarse como souvenir o tic a la próxima experiencia. Digo esto y de hecho me sé sonámbulo, aunque implicado me remito a un tipo de experiencia que siendo un proceso nunca se sabe si va a volver a darse.
Es poética la experiencia en lo que no se repite, ahí donde vuelve a ser distinta. Llevar lo encontrado a una serialización significaría capitalizar ese recurso que se inventó a sí mismo. Lo cual es muy habitual en el mundo de las artes más evidentes. Bram Van Velde, a propósito de Picasso, cuyo genialidad no negaba, habló sin embargo del “fabricante”.
Cómo especular así con una “carrera de pueta”. Espejismo casi diría proveniente del ilusionismo interpretante y supuestamente descifrador de las artesanías poéticas. Al entrar en materia, insisto, al tomar la palabra, vale la dicha el intento de sumar el rigor fluido (Perlongher) al uso de esas herramientas y recursos. Uso eminentemente mágico —no para entretener, adormecer o hipnotizar: para despertar la segunda atención— si es que hablamos todavía de un arte de la palabra en aras de una percatación. Lo cual no es compartido por todos los practicantes declarados de la versificación o los entronizadores del personaje público del autor.
La poesía se separa del discurso (y del sujeto que predica) en sentido transcategórico. Más que las enunciaciones (mías, de cualquiera) en torno a la ética, la ética de la escucha, ética del tercer oído. Ética cóncava: nos resuena el poema oyente de nuestra lectura.
2.- Miras la poesía como “esencial disidencia al interior de los significados”. ¿Por esa vía asoma un distanciamiento con la idea del arte como confirmación de la realidad?
El arte consistiría en desfijar la realidad. Consecuencia —no necesariamente propósito u objetivo— del razonado desacato de los sentidos con que se curtieron Rimbaud, su enunciador, y tantos otros. Las imágenes llamadas poéticas suelen no complacer las expectativas inmediatas del famoso “imaginario” (ese pretexto, coartada). Una imagen poética no es apenas un recurso legítimo de la expresión sino un entrenamiento en el desaprendizaje de la doctrina de turno de la mentalidad dominante. Por ejemplo, sólo para cierta mentalidad existe apoyatura histórica para la noción-consigna de un realismo naturalista. Esa idea del retrato fiel, de la representación. La postura a perpetuar del propietario en posesión de su persona, personaje o efémeride, siempre dentro de las importancias fomentadas por la mentalidad. Cualquier artista que nos haya conmovido de alguna manera tiene que haber modificado aquel estado nuestro de cosas, aun ligera o imperceptiblemente para los radares de la brain police o el rasero fáctico de este cerebro utilitario cuyo microchip llevamos implantado por inseminación cultural.
Cuando me referí a los significados, en la frase que tú citas, Víctor, quizá estuviera sopesando la distinción entre significado y sentido. Mientras los significados son portadores pasivos de una mentalidad, por ende generalizantes, en el sentido de unas “generales de la ley”, el sentido, sin mayúscula, no sigue comportamientos predecibles ni refleja preexistentes: ni representantes de esta o aquella fracción ideológica de la mentalidad homogeneizante que predomina detrás de esa polarización. La diferencia entre un realismo socialista o un naturalismo burgués es como se sabe de consistencia tópica. Ambos remiten al tema procedimental del figurante en su figuración, porque ninguno consigue (ni le interesa) siquiera captar el peso formativo y certificador del mismísimo dispositivo Tema.
El sentido, al contrario de los significados al uso, que tienden a reducir las posibilidades semánticas de los términos y aun de los recursos estéticos, no comporta un sitio de partida ni otro de llegada. No exime además de la tragedia, retenida tantas veces con verdadera violencia semántica en los significados, como si fuese lo más natural del mundo, como si el lenguaje fuese pura naturaleza. Pero si la trabazón tópica por una parte afirma esa naturalidad, por otra porta obturada la autoconciencia cultural. Negando la introyección de la propia cultura, como si fuésemos dueños de “nuestro ser”, se niega el aspecto indómito, o sea no totalmente manipulable, de esa contraparte de natura en que seguimos deviniendo cruda incógnita.
Pero el sustrato pulsional del hecho artístico puede resultar una catástrofe para el sentido común. O ser considerado algo así como un error artístico, delirio o extravagancia sin razón de ser a la luz de alguna línea excluyente o neotradición endogámica. El sentido en poesía no podría ser obviamente el sentido llamado común, ni en sentido lato, como de Diccionario De La Real, lo que facilitaría las cosas, al dejarlo en objeto de captura teórica.
Si la poesía es una práctica que puede asumir innumerables manieras, el sentido allí es un devenir. Y sólo se torna poético cuando involucra nuestra íntegra atención y ya no estamos “leyendo poesía” sino correspirando el fraseo, participando en esa modulación que se da sentido. Esa integridad altamente sensitiva y alerta es poética porque aviva, cuando la hay, la partitura-poema. Y el poema por el que eventualmente pasa la poesía servirá en todo caso de instrumento (inutensilio lo llamó Leminski) adonde proyectar la interioridad, afinar la atención.
Un buen poema es ese poema que era para uno (habrá suficientes poemas para cada cual). Redispone a una relación abierta con los seres y las cosas, empezando por esos seres-cosas a veces tan sinuosas o ariscas, a veces tan contundentes cuando plenificadas, vibrátiles de afectos, que son las palabras. El mundo o el sentido no responden mecánicamente a las enunciaciones discursivas que pretenden encarrilar lo que Bataille llamara la experiencia interior. El desconocido de sí que inscribió de súbito liga con el desconocido de sí que lee. A través de tal asociación conectiva, transmisión cantante, la realidad consagrada intuye de pronto la intensidad incalculable de otras potencias, otros posibles estares. En contextos represivos de la interioridad, el solo hecho de no subestimarla, reconocer su gravitación inquietante (y más si hablamos de conmoción poética) la libra al entusiasmo por las intensidades vinculares de toda especie.
3.- ¿Asentarse en un territorio alejado del mecanismo de espejo que tiene el significado, lleva al poeta a poner en crisis la idea de cultura en la que el arte se ve como valor de culto?
Cultura como sabemos también se relaciona con cultivo. El arte de la poesía (escribirla, leerla, encontrarla) no es una cosa fácil y para satisfacción inmediata, como pretenden los versificadores y declamadores variopintos que día a día van engordando los estantes con libros “de poesía”. Ya los libros en poesía son más raros. Suelen ser los raros, de hecho; le sucedió a César Moro tanto como a Nietzsche como a Lautréamont, Sousândrade o Jacobo Fijman o Emily Dickinson o José María Eguren entre los primeros que me vienen a la mente. El hecho es que una palabra convocante imanta a sus lectores, así sean uno o dos o diez. Ese manojo de manadas conversa con las obras, las interroga. Las va transformando también, ya que en ese vínculo receptivo-transmisor la poesía cambia según quien lee.
Al mismo tiempo los obrares particulares que se dan en las “obras” permiten esa variación de acercamientos adonde el sentido no está cerrado. No se clausura en una primera lectura porque permite y solicita varias: invita siempre a la relectura. La poesía montada sólo sobre los referentes de la cultura local, el tema cohesivo precediendo una coherencia, al no reclamar la intervención de la segunda atención, del margen propio de misterio, no nos coloca más que ante la supuesta completitud de un significado preexistente. Lo cual no le habla a nuestra integridad de artistas-de-nuestra-lectura, no llama a convivencia con lo desconocido, no propone la instancia multivincular. Redunda como el patrón del retrato.
Y volviendo al inicio de la respuesta, cooperar en un obrar poético en rol lector quizá tenga que ver con el cultivo de esa interioridad que impele a seguir aprendiendo a leer. Saber que la integridad, como la experiencia poética, son consecuencia de un insistir y de un explorar. No se trataría de situar a la poesía en un lugar impoluto, corroborando aquella discusión bizantina entre poesía pura y social, más cercanamente rediviva como (ficticia) oposición “del lenguaje”/“de la experiencia”. Polarización absolutista, pone al arte de la palabra en un sitial bastante escenográfico de la mentalidad, adonde proyectar nomás las intenciones estético-ideológicas del autor.
Ahora, si captamos a la poesía en tanto experiencia de desmentida-en-lenguaje, lenguaje que se experimenta, desaparecen los nimbos de importancia, prosigue, casi a pesar nuestro si se quiere, el descamino de interiorización. El lector en poesía se hace cóncavo, deviene resonador. Ante los preformateos culturales —aun sin olvidar que es a partir de la interiorización en las contradicciones adonde se macera el lenguaje común para la obtención de la palabra incomún— se da, por insistencia trabajada, una cierta desprogramación. Ahí dejaron de funcionar intactas las ideas sobre sí en que se podría autoprogramar o reciclar acríticamente una cultura.
4.- ¿Cómo se modifican los valores de la Belleza o la Dignidad, por ejemplo, si la relación de estas ideas-imágenes se reajustan con los símbolos que las materializan?
Pienso mucho en la noción de dignidad. Todos los días nos vemos obligados a revisarla, a manera de conjuro incluso. La dignidad no es sólo algo que nos merecemos, es algo que nos damos, es relación de reciprocidad. Puedo sentirme digno e incluso sentir digno al otro, pero si el otro o yo mismo no nos otorgamos el suficiente singular, esa dignidad disminuye junto al sentimiento recíproco. El cual no instala una simetría o una equidistancia justa como en la ilusión de las igualidades allanadoras. Es algo que no cubre las formas y que no se puede fabricar. Pertenece más a los climas interpersonales que a lo enunciable o decretable según grandes palabras o las mejores intenciones. Hay una dignidad como lector que ciertos autores nos otorgan, como cosa tácita, insisto, especie de confianza en nuestra propia potencia, capacidad asociativa, posibilidad inclusive de llevar un determinado poema o una cierta imagen allende sus intenciones originarias.
Sé que la dignidad no conforma una imagen, pero también que la poesía disemina valores que podríamos llamar poéticos. Algo de esto balbuceé en el libro de ensayos El cóncavo. Incluso con ánimo de irritar un poquitín a quienes abogan por un tipo de artista que no reconozca otros valores que los de su propia satisfacción personal o, peor aun, pro-fe-sio-nal. No es cierto que todo valga en poesía. Tampoco que haya un standard poético (seudolocal, además) que marque la hora exacta de la contemporaneidad artística. Esa alucinación de la pretensión de algún control que recubre a la noción de cánon, sobre todo aplicado a los (en todo sentido) raros acontecimientos poéticos.
No está lejos el sentimiento de la belleza. Palabra asimismo tan desgastada y a la vez tan despreciada, restringida de hecho a la categoría imaginal —no necesariamente a su internalización— en estas épocas de militancias y punkeidades en línea de producción. Contraconvenciones convencionalmente legitimadas con la permitida diferencia. Pero belleza no sería de hecho lo bonito o lo conciliador (aunque podría serlo también), aquello contra lo cual tanto afirma combatir la autoponderada línea dura de la poesía internacional coeva. Podría en cambio ser una sensación, que no necesariamente se deletrea o plasma en imago mundi.
En cuanto al símbolo —siguiendo a Cirlot y otros— tampoco quedaría en mero pasto (o pastiche) de interpretancia, puesto que su parte de realidad es el presente de algo que no cierra. La experiencia simbólica es desplazamiento. Lo que el símbolo materializa poéticamente es, un poco como quería Lezama, un mito (mirto, según Remedios Varo) que se pone en movimiento o a éste nos dispone. Una cualidad incondicionada que no ajusta un molde, una predeterminación, un pretexto cualquiera. Acaso la belleza no pueda sino sorprendernos hasta la perturbación, en nuestra mejor buena fe. En esa consistencia sensacionista y acaso extrahumana de la belleza, encuentro asimismo condición fecunda para seguir ahondando la dignidad.
El símbolo se mueve por imágenes, las cuales se modifican necesariamente en relación vincular con nuestros sentidos conscientes e inconscientes. No responde a una intención. Condensa diagramas móviles. Lo que no quisiera es remitir ambas —dignidad y belleza— a alguna definición opuesta a otras definiciones.
5.- ¿La búsqueda del sentido, por otro lado, abre la puerta para que la experiencia poética no se agote en el poema?
Quizá el sentido sea lo que nos busca. Quizá sean los poemas los que nos llaman, una vez abierto el canal del entusiasmo por indicios no confirmadores ni fijadores de una realidad preexistente. Y esto también en el sentido mismo de la poesía como experiencia. La experiencia poética no en tanto adorno verbal o resumen conceptual o desarrollo teórico o ilustración parlante de la realidad. Ni siquiera como su comentario supuestamente profundo, definitorio en alguna medida. No. Porque la experiencia poética es el devenir lector. Lo que el lector haga con lo que el poema hace con las palabras (y su silencio intersticial, punto no apenas “humano” del misterio-lenguaje) es experiencia poética.
Transmutación de la materia, movimiento de la conciencia, y de tal modo ampliación del registro de lo real. Y algo que suena a perogrullada: puede haber experiencia poética sin el objeto poema, pero no puede haber poema sin experiencia poética. Difiere esto del malentendido aproximadamente académico que sobreentiende ahí un “género literario”, resaltando cualidades de representación de lo habilitado por la historia o la socialidad, de habilidad e inteligencia compositiva, dominio técnico e información de una tradición en una lengua promedio en una época ultradeterminada. Pero hay desasimiento y hay intemperie sin fin, como quería Juan L. Ortiz. La exploración verbal es una crítica del lenguaje en sus tratos con Un Real, experiencia sin garantías de comprensión conclusiva en que la poesía vuelve a desmentirnos (revuelve).
6.- ¿Pueden ser vistos la música, el video o el baile como otras caligrafías que permiten mantener la atención alrededor de la poesía? ¿Y el cuerpo?
Sí, pues de la atención entregada de ciertas maneras, no siempre previsibles y nunca serializables, de hecho, depende que haya o no experiencia poética. Además, leer es incorporar, escribir es corporizar. De manera que toda caligrafía aun de lo invisible se deja leer y ello reclama vibratoriamente. La palabra enhebrada a otros lenguajes y materias acrecienta sus potencias evocativas, en verdad es un acrecentamiento recíproco en que ni la palabra representa una percepción (la constituye) ni los demás lenguajes ilustran a la palabra (la llevan o traen a nuevos lugares en la combinatoria). Por supuesto, el cuerpo en toda su evidencia mortal es misterioso. No sabemos todavía qué es el cuerpo. Tu pregunta me recuerda aquello de (Spinoza releído por Deleuze) “¿qué es lo que puede hacer un cuerpo…?”.
7.- Si la autoexpresión queda rezagada, bajo este contexto, como recurso para el oficio poético. ¿Se trata entonces de una poesía con un accionar más connotativo?
La autoexpresión sería un grado más bien restringido de las posibilidades de tratamiento de la materia verbal. Implica utilizar el lenguaje para servir a un desahogo, a una demostración de fuerza o queja o “confesión”, al espectáculo más o menos narcisista de los lindos o rudos sentimientos con los que suele afianzarse la identidad. Si en cambio partimos de la percepción de que toda identidad es una construcción que depende de diversos factores no siempre voluntarios ni siempre deseables, la posibilidad de autodeterminación más acá de las imposiciones de la socialidad —en definitiva asunto de micropolítica— permite concentrarse más y mejor en los materiales a fin de no manipularlos con una finalidad tan utilitaria como efímera, que además participa el desgaste connotativo de esos mismos materiales, a fuerza de mera denotación, la cual cumple una función, confirmar una experiencia en una sola dimensión. A lo sumo dos.
Ese accionar connotativo que mencionas podría ser un equivalente de la emanación afectiva, que no se restringe a la mostración de este o aquel sentimiento atomizado sino que implica velocidades y disparidades emocionales. Implica dejar venir aquello que no sabíamos, que no sabemos, dejar venir aquellas palabras que no sólo no son de nuestro dominio sino que nos desmienten el personaje de socialidad asignada. Salir de la mera denotación implica así enchastrarse gratamente en las sutilezas connotativas. Rendirse a las potencias de lo informe que las propias formas verbales pueden estar proponiéndose —librándonos de ciertos anzuelos ideológicos, de ciertas trabazones mentales— ante una capacidad de lectura no menos transmutante.
8.- ¿Se desestima de esta manera el papel de la inspiración?
Todo lo contrario, en tanto la lectura de un poema per se es inspiradora para el lector. La poesía es inspiradora. Suscita el entusiasmo. Y desde el punto de vista del autor también, apenas se coloca en el rasero de ese lector que él mismo es desde un inicio y aun después de haber escrito el poema. La disponibilidad. La entrega. La inspiración podría ser toda aquella instancia que abre al ser-estar, sin abastecer ni confirmar la identidad asignada.
9.- Si el poeta puede ser visto como un “conector de distintas fuerzas que pasan por el cuerpo”, como anunciaba Perlongher, ¿qué tiene que ver este con la entronización del personaje que ahora parece ser la condición para la existencia dentro de los “cánones”?
Un malentendido epocal respecto a Néstor Perlongher, creo, tiende a sostenerlo como figura de una serie de convenciones, a veces respetables, a veces repelentes (porque parten de ese vampirismo típico que suele rodear a los artistas fallecidos jóvenes con un cierto historial contracultural, como es su caso). Los atributos del personaje caen como anillo al dedo en las actuales circunstancias de instrumentación de la transgresión legitimada. Él no fue así ni fue eso. Ya en otras partes he tocado este tema, incluso en un ensayo recientemente publicado (“Ese destino de tías parlantes”, http://www.vallejoandcompany.com/ese-destino-de-tias-parlantes-luego-de-algunos-ohmenajes-a-nestor-perlongher/).
Sobre la idea de cánon también he articulado anteriores balbuceos, por lo cual me limitaré a reiterar aquí que se trata de una alucinación. No tiene el menor sentido ni reviste fundamento hablar de cánon poético. A no ser que nos atengamos a ciertas discutibles urgencias de inventariar un tipo de experiencia que de por sí desborda (y desmiente) cualquier inventario. En todo caso no está en el cánon quien no trabaja en ello. El cánon es una boca de expendio y simultánea ventanilla burocrática a la que se llega luego de aplicar y recibir la aprobación de los examinadores de turno. Esa adaptación suele implicar amputaciones. Reduce la aventura.
10.- La nutrición del poeta es múltiple y provisoria. Schlegel apuntaba a que en ella se enmarcaban además los mitos como sistemas simbólicos capaces de transmitir la experiencia del origen humano a la palabra. ¿Esa relación sigue vigente o se fragmentado?
No estoy seguro de que la palabra tenga origen humano. ¿Tiene origen humano el sentido del olfato? ¿Es humano el hígado? La palabra es una especie de órgano mutante. Asimismo una herramienta de equilibrios inestables. Una sustancia de acceso. Si atendemos el panorama de las poéticas actuales más difundidas (dentro de lo poco que está la poesía) es para desesperar. Se desviven en aras de una mentalidad que deplora los mitos sin atisbar siquiera la propia mitología en la que está inmersa y a la que mecánicamente responde, sin margen. Esa mentalidad se recicla en la falacia de un humanismo que se retroalimenta en el supuesto de una experiencia solo antropocéntrica, en relación apenas agresiva con lo extrahumano. Así, la noción de realidad que manejamos es, cósmicamente observada, concentracionaria. Nos obliga a no salirnos jamás del encarrilamiento de la mentalidad.
La enunciación de los mitos como sistemas simbólicos sugerirá algo cerrado, a menos que toleremos la posibilidad de que, como antes decía, los símbolos no se ejecuten por traducción unidimensional, como en los malos diccionarios de símbolos donde a tal imagen se le atribuye tales características fijas. Los símbolos, como ya dije, se desplazan con las sociedades y las experiencias individuales y transpersonales son las portadores del contagio simbólico, por decirlo así, que transforma los mitos en sistemas semovientes, para ya no glosarlos en sistemas cerrados. De todas maneras, como Perlongher señaló, uno, en todo caso, llega a los mitos; no parte de ellos.
11.- Incluído en Medusario, ha sido inevitable la asociación de parte de tu trabajo con la corriente neobarroca que actualmente se difunde en la región. Cuando Echavarren reflexiona sobre las características de la misma, la propone como un ejercicio que ya no apuesta por los métodos de experimentación de la vanguardia. ¿No se busca aligerar la carga del momento vanguardista desde ese punto de vista?
Algún escribiré mi celebración/ajuste de cuentas con el neobarroco. Mantengo con el asunto un sentimiento ambivalente. Me ayuda últimamente la indagación emprendida con verdadero fervor investigativo por el poeta y crítico peruano Rubén Quiroz Ávila, quien propone, a cambio, el atemporal transbarroco. El cambio del prefijo es tan elocuente que sólo me cabe resaltarle la sincrónica captación de una condición barroca que acontece dialécticamente en un enhebrado de influjos y manifestaciones mestizas, inconcluyentes, justo como parte extemporánea que atraviesa en un serpenteo nuestra historia continental. En todo caso bien lejos del imperativo de lo novedoso atribuible al prefijo neo, por demás antipático si encima adosado a un comentario sobre las superficies.
Cuando pienso en Lo barroco en el Perú, no lo encuentro tanto en los autores y temas tratados en ese libro por Martín Adán, como en esa sintaxis de exuberancia tan suya que nos zarandea semánticamente y sacude sensualmente el imaginario. Arborescencia sintáctica, en caso, cuyos frutos (y semilleros) son las imágenes irreductibles (intraducibles a una razón que la justifique) que culebrean su fraseo. Es así cómo el transbarroco, con un poco de buena fe, se percibe directamente. No atañe al supuesto entendimiento ni menos aun a define contenidos. Es incremento sensacionista, incluso “exageración”. En cuanto parte activadora de sentido no preexistente, proyección de potencias que en última instancia “se fijan, pero no definen”.
Creo que a ese rebrote transbarroco que eclosionó y se fue rebarajando hacia mediados de la década de 1970, se lo supuso nuevo porque se hizo patente como tendencia. No como movimiento de vanguardia, insistamos. Los autores incluidos en Medusario se conocían poco entre sí. No se los había observado en interrelación, en realidad, ya que de ese aglutinante que es una lectura equis consta cualquier “muestra de poesía latinoamericana”. Le hacemos flaco favor a Medusario y sus compiladores al atribuirle cualidades canónicas o, lo que sería peor, canonizantes. Es bastante suscitativo poder leer a Haroldo de Campos junto a Marosa di Giorgio junto a Wilson Bueno junto a Coral Bracho y Milán y Zurita y Becerra y tantos más sin necesidad de demarcar allí una coordenada pretextual que concluya, como parece ocurrir en tantos casos de observación apurada o prejuiciosa, con la etiqueta impidiendo leer las vetas singulares.
12.- ¿Cómo entender la relación entre la escritura neobarroca y el manejo preciso en el uso de las palabras que la poesía necesita y exige?
La precisión es necesaria pero no es necesariamente un atajo. Ni es exclusiva de escrituras sintéticas. Cada modo deberá encontrar su propio sentido de precisión. El desborde ocurre cuando es preciso. (En ambos sentidos de la expresión.) Veo entre las posibilidades transbarrocas la gozosa emergencia de los matices. “Perla irregular” que también se puede desplazar por el enhebrado sintáctico.
13.- Las traducciones de Galaxias, de Haroldo de Campos, y Catatau, de Paulo Leminski, que nacen de la búsqueda de un lector, terminan representando un viaje al interior del lenguaje propio. ¿Qué tensiones identificas al momento de relacionar con el castellano a las formas de escritura particulares de estos dos autores?
Me interesa al traducir obras tan elegidas por entrañables, la posibilidad de estudiarlas. Traducir en este sentido esas intervenciones al portugués, es aprender cómo trabajó el otro. Incluso te permite introducir términos o construcciones que jamás hubieran surgido desde tu escritura “personal”, modificándola de todas maneras. Es cierto que me interesa traducir aquellos textiles en que se dio ese viaje al interior del lenguaje y asumir ese desafío como lo haría un escalador o un surfista.
Me sentí convocado a traducir esos libros en particular (por otra parte fragmentariamente representados en Medusario, igual que el Mar paraguayo de Bueno, cuya edición argentina acometí) porque permiten hacer oscilar la frontera de ambas lenguas-sistemas, siendo tan cercanas, tan cosmovisionalmente diversas en toda la plenitud de los detalles. Sobre todo a nivel de la sintaxis, que es un tema crucial en cuanto al tratamiento poético de una lengua, donde se cifra, precisamente en clave transbarroca, si se quiere, en un sentido no excluyente sino al revés. Algo de la sintaxis-Haroldo o la sintaxis-Paulo me parecía fundamental atraer hacia este lado del prejuicio, sobre todo en los climas porteños actuales, tan dados a cierta rigidez de expresión (sujeto-verbo-predicado). Hablamos de obrares verbales aguzadamente políticos, en el sentido de que tanto uno como otro son maestros de la concentración silábica en su máxima expansión semántica.
14.- ¿En qué consiste la utilidad espiritual de la poesía?
Es interesante recalcar el cuasi oxímoron (¿cómo decirlo?) entre utilidad y espíritu. Pero básicamente y a partir de lo paradójico que también implica la experiencia poética, proceso incluyente de la inspiración (una inspiración convocada, incluso) como apertura al desconocido de sí. No al sujeto enmarcado nada más por la socialidad. Vale notar que las formas de la poesía materializan, a nivel de la percatación verbal, las potencias mismas de lo informe, o sea el alma, la posibilidad, la ninfa del ser a través de esos culebreos del obrar que se tornan manifiestos durante el recorrido del poema cuando es habitado. Eso que dice tanto como eso que no dice (diciéndolo doblemente) permiten afloramientos. Carnespíritu es un neologismo posible para expresarlo. El poema sería un diagrama móvil para la suscitación de esos afloramientos.