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Bajo la ceiba

Para Cecilia “Ayotl”.

Por la calle, sola, viene mi abuelo. El burro va detrás de él. Unidos por un lazo. Detengo la escoba. Del otro lado de la cerca, los miro. No hacen ruido. La tierra, sin viento, no es polvo cuando caminan.

Mi abuelo se quita el sombrero, me mira y echa la cabeza hacia atrás. Apenas un saludo. Suda el rostro colorado; el burro no, resopla. Grita Ohhhh y el burro se detiene cuando abre el portón. El burro mueve una oreja contra las moscas pero no pestañea. Mi abuelo vuelve hacia él y lo toma por el lazo pero el burro ya camina. Dos sombras moviéndose bajo las sombras del mango. Se van detrás de la casa. Desaparecen.

Son hojas amarillas y verdes y otras verdes salpicadas de amarillo. Caen por todos lados, en el patio, sobre mi cabeza. Las barro y la escoba deja rayas negras y lisas sobre la tierra.

Detrás de mí, la presencia de mi abuelo.

―Hay mucha basura, ¿verdad? ―dice.

No contesto, y mi abuelo se queda también sin decir palabra. Pero siento sus ojos en mi espalda, siguiéndome mientras muevo la escoba y hago un bulto con las hojas. Es él quien pone un papel debajo de las hojas y le prende fuego. El olor penetrante de los cerillos sube hasta mi nariz. Las hojas arden. Pero la tarde intensa, el sol, no deja ver las llamas. Hasta que humean, se achicharran. Las hojas amarillas se tornan de otro amarillo. El de la lumbre. Mi abuelo mira el árbol y dice:

―El cabrón: no da mangos pero sí basura.

Alzo la vista hacia el mango. Pero el sol lastima. Uso la mano en la frente. El árbol está, como dice mi abuelo, medio pelón, y se abren, negras, desnudas, las ramas.

Poco a poco, carbonizadas, las hojas se apagan. El humo se desvanece. Pero queda, casi invisible, el vapor en la tierra. Ya no hay nada que ver ni nada que decir. Se nos acabó el tema. Las hojas, la basura, las llamas. Mi abuelo se va, creo yo, a la cocina.

Me quedo solo, con la escoba en las manos, mirando cómo se repite la tarde.

Mi abuela viene hacia mí.

Su sombrero, contra el sol, le cae de lado.

―¿No vas a almorzar? ―dice.

Digo que no, que es temprano.

―Como quieras ―responde.

Abre el portón y sale hacia la calle. Es más de mediodía y el sol, antes arriba, cae de costado e inclina la sombra de mi abuela hacia delante. Parece, incluso, más vital. La sombra.

Mi abuelo, con los codos en la mesa, come a cucharadas lentas e interminables. Me detengo detrás de él. Miro su cabello blanco, la nuca, cómo se mueven las mandíbulas al masticar. La tortilla, hecha rollo, en la mano. Está tan quieto, tan callado, que me sobresalto cuando deja caer la mano contra las moscas en la mesa. No mata ninguna.

―¿Ya almorzaste? ―dice.

―No ―respondo―. Me levanté tarde.

Espero que diga algo. En cambio, se lleva la cuchara a la boca. Es pollo en rojo. Está caliente, picoso quizá, porque se la han enrojecido las orejas. Toma el hueso del plato y lo chupa y después lo pone sobre la mesa. Las moscas revolotean sobre él. Hace a un lado el plato. Luego, contra el hombro de la camisa, se limpia la boca. Tiene los labios rojos. Las yemas de los dedos también. Lo dejo.

Cruzo el comedor y voy hasta la mesa que mi abuela dispuso para mí. Antes, todavía en la mañana, había trastes y tortillas viejas. Polvo también. Me siento. Con los ojos, recorro la máquina de escribir, la hoja en blanco, el cuaderno, los libros apilados en una esquina. Tomo uno y lo abro al azar. Mirando hacia el agua donde el sol de la mañana moldeaba ruedas de luz, diademas en abanico donde quedaban atrapados cada ramita, cada grano de sedimento, largas escamas y briznas de luz en el agua polvorienta deslizándose como luces estroboscópicas donde se retorcían y filtraban átomos. Y las palabras parecen que van a romper en esta luz y este calor que siento en mis ojos y también en la mesa. Ya no leo; aturdido, escucho: Henos aquí en un mundo dentro de un mundo. En estas regiones foráneas, estos hostiles sumideros y páramos intersticiales que los justos ven desde el vagón o el coche, otra vida sueña…

Mi abuelo eructa y camina hacia mí y se sienta justo a un lado. Sus huesos, su edad, se hunden en el sillón. La sombra del pilar cae sobre la parte izquierda de su cara. Pero los dos ojos saltan igual de blancos. Mira los libros y el cuaderno y la máquina de escribir sobre la mesa y me pregunta qué leo.

―Algo para mí ―respondo.

―¿Tarea?

―No, sólo es para mí ―repito, y no sé por qué, pero se me enciende la cara.

Cierra los ojos y pone los brazos detrás de la nuca.

Le pregunto dónde trabaja.

La pregunta, el hablar, lo fatiga. Abre los párpados sin ganas, despacio. Me mira. Escarba dentro, muy dentro de mí. Se vuelve hacia otro lugar y dice:

―En la pizca de cacahuate. Con Siquio. Me paga a ciento treinta el día. ¿Cómo ves? ¿Es poco?

―Para mí está bien ―digo.

―En otros lados pagan a ciento cincuenta…

Se calla. Luego, cuando habla de nuevo, me da la impresión de que lo hace consigo mismo porque sus labios no se despegan y su voz suena de a poco.

―Trabajar, trabajar… Todos los días trabajar. ¿Para qué? ―dice.

Las palabras no son para mí. No las comento. Nos quedamos mudos. Mirándonos.

Así, despeinado, con la camisa abierta hasta el ombligo, toda su figura es cansancio. El rostro se le va de lado. De frente, me queda su perfil, los collares de tierra en el cuello. De pronto, se sobresalta y me mira con ojos grandes y asustados. Se quedó dormido. Mueve los labios como si masticara o como si tuviera algo entre los dientes. Luego intenta cerrar los ojos de nuevo. No puede. Algo no lo deja dormir. Quizá el calor. Abandona el sillón. Se va tambaleando, a pasos cortos, con los brazos muy abiertos del cuerpo. Rodea el pretil y desaparece bajo las ramas de los tamarindos.

El pollo todavía humea cuando lo sirvo en el plato. Hay un hervidero de moscas sobre el hueso que mi abuelo dejó en la mesa. Cuando me siento, las moscas se espantan, aletean, y vuelven a caer sobre el hueso.

Un ruido entre las ramas de los plátanos distrae mi atención de la comida. Yaqui muerde una hoja del plátano y la arranca desde el tallo de la raíz. Me mira una sola vez y viene hacia mí y se echa debajo de la mesa. Espanto las moscas y tomo el hueso y lo pongo en la cara de Yaqui. El hueso cruje en su hocico, lo traga, después me mira. Quiere más.

Lo picoso de la comida se siente sólo en los labios. Hace sudar la frente.

Me levanto. Grito ¡Yaqui! y él va detrás de mí y sigue mi mano cuando lanzo los huesos más allá del patio. Yaqui salta sobre ellos. Mastica sin dejar de mirarme y mover la cola.

Prendo un cigarro mientras camino hacia los tamarindos. El tabaco tiene un sabor ardiente, seco. Yaqui viene a mi espalda. Su nariz, la escucho, pegada a la tierra. Se adelanta unos pasos y orina sobre uno de los tamarindos. Apenas una mancha amarilla.

Los pies, desnudos, de mi abuelo salen de la hamaca. Está de costado, con la cara metida en el hombro. Yaqui huele los guaraches de mi abuelo y se echa a un lado de ellos. Abro la otra hamaca y trato de sentarme sin mucho ruido. Pero mi abuelo está despierto.

―¿Tienes cigarros? ―dice.

Saco la cajetilla del bolsillo del pantalón y se la ofrezco. Él da media vuelta y puedo ver sus ojos irritados y el pelo despeinado y su mejilla izquierda marcada como una telaraña por los hilos de la hamaca. Ve la cajetilla sin mucho agrado.

―A ver cómo me saben éstos.―levanta la cajetilla a la altura de sus ojos y la ve por todos lados―. Los cigarros sin boquilla me lastiman la garganta.

Le doy el encendedor y prende el cigarro. Aspira y mira el cigarro y dice:

―Saben buenos. De estos no hay por aquí. No los he visto.

Pero le digo que aquí mismo los compré.

―Ha de ser ―dice―. Pero yo no los he visto… Saben bien.

Fuma a chupadas lentas, mirando una y otra vez el cigarro. Luego, cuando lo expulsa, todo el humo le queda en la cara.

Aquí, bajo los tamarindos, es otro Villa Madero. Sin calor y sudor en la espalda y en la frente. El viento sopla sin fuerza. Levanta, apenas, las hojas que caen de los mangos y los tamarindos. Un aire tibio. Sube por el cuerpo. El sol, cada vez más abajo, penetra las ramas. Desde mis ojos, oscuras. Escucho la voz de mi abuelo.

―Fíjate que hace tiempo iba yo por La Puerta… ¿Conoces La Puerta?

―Sí ―respondo―. Donde les llevábamos de comer a usted y a mis tíos.

―Ándale; allá mero…

―¿Qué tiempo hace de eso?

Entonces deja de mirar el cigarro y se vuelve hacia mí y dice:

―No; hace mucho tiempo. Tu madre todavía no nacía. Hace mucho, te digo. Entonces vivía con tu tío Concepción Piedra. Él tenía por allá unas vacas y unos caballos y también unos burros. Mi quehacer era ir allá todos los días y ver que no faltara ninguno de los animales y también que no les faltara agua. Así que esa tarde fui al potrero. Eran pasadas las dos de la tarde. Más o menos la hora de la comida. Tú pasas a esa hora por el campo y verás que todo mundo está entrado con el taco…

Aspira el cigarro, una bocanada grande, hasta dentro. Se le contrae el estómago. Después suelta el humo y se lleva la palma de la mano a la mejilla y clava los ojos en el lomo de Yaqui. Lo acaricia. Yaqui se estremece y se mueve boca arriba y mi abuelo le rasca el pecho. Después, todo él inmóvil. Callado. Como si yo no estuviera ahí u olvidara lo que platicaba conmigo. De pronto, dice:

―Cuando pasé por el potrero de Mele Salgado escuché un ruido raro… así: raggg, raggg… ni alto ni fuerte: raggg, raggg… Cuando me acerqué vi a Mele Salgado sentado bajo la ceiba… ¿Sabes qué es la ceiba?

―Sí, un árbol.

―Ándale… Bueno, estaba sentado bajo la ceiba y afilando un machete. Estaba duro con el machete dándole contra una piedra. Que me detengo en la cerca y le digo, Qué hubo, pues, Mele, ¿qué tanto afilas ese machete? ¿Vas matar a alguien o qué? Él se rió y dijo, Este chingado machete que no corta ni la hierba mala. Ahí lo dejé, afilando el machete. Después me fui al potrero y conté los animales y también les di de beber. Como hora y media o dos me llevó hacer todo eso. Voy de regreso… Y ¿qué crees?

Muevo la cabeza.

―El cabrón ruido seguía ahí… raggg, raggg… Así se escuchaba. Me paré otra vez del otro lado de la cerca y qué le digo a Mele Salgado, Bueno, qué tanto afilas ese machete. En una de esas hasta te cortas la cara. Bahh, dijo él, ni modo que le hiciera así… Y se pasa el machete por la cara. El pendejo se voló la nariz. Chorros de sangre le salían de la cara.

Fuma el cigarro. Me mira, se ríe conmigo, luego dice:

―¡Ni modo que le hiciera así!

José Molina (1975-2019)

Uno no puede sustraerse de la muerte. Vivir es aprender a morir, escribió Montaigne. De Pepe no puedo hablar salvo desde la amistad. Tuvimos en algún momento un grupo de rock. Él cantaba. Tenía una pinta de Jim Morrison. Siempre fue un tipo atlético. A muchas personas le imponía su cicatriz en el mentón.

Cuando terminamos la universidad en la Ciudad de México, se fue a Oaxaca. Ese lugar y él serán siempre una cosa indistinta. Ir a Oaxaca era estar con Pepe. Salimos de la universidad e inmediatamente consiguió dirigir el suplemento cultural de un diario local. Ahí plasmó desde el principio sus intereses: poemas de Ezra Pound y Robert Creeley, poetas chilenos, poetas brasileños, poesía visual. La gente del periódico, acostumbrada a los materiales locales, empezó a inquietarse. De pronto había que voltear de cabeza la hoja de papel para poder leer lo que ahí aparecía.

Por supuesto que nos invitó a todos sus amigos a colaborar. Una traducción, algún poema. La cosa duró poco porque no pudo engañar por mucho tiempo a los anquilosados directores del periódico. Sin embargo, ese trabajo echó sus raíces. Lo vinculó con la Biblioteca Henestrosa donde colaboró hasta hoy que nos hace falta.

Ahí dio talleres y nos gestionó presentaciones de libros, lecturas, conciertos. Hace unos años nos invitó a Abel Ibáñez y a mí a tocar ahí música improvisada que difícilmente hubiera encontrado un mejor espacio para sonar como siempre nos hubiera gustado. No sé cómo lo lograba, pero había un público respetuoso y concentrado para lo que hacíamos. Pepe se encargó de eso. De formar a muchos jóvenes como Alan Vargas que ahora es un buen poeta y editor.

Apoyó a muchos. Rodrigo Landaeta, poeta chileno afincado en tierras zapotecas, me contaba hace poco lo importante que fue Pepe para él, no desde el punto de vista literario, sino humano. Gracias a él, Rodrigo tiene ahora un trabajo digno y una vida estable. Ése era mi amigo.

No puedo omitir las tantas veces que nos emborrachamos. Era algo que nos gustaba mucho a los dos. Empezar a conversar y poco a poco aceptar la benevolencia de la luz del día que cedía a la oscuridad y los focos eléctricos. Hablamos interminablemente de poesía, de poetas. Le gustaba Nanni Balestrini igual que a mí. Lo mismo que Nicanor Parra y Tomás Harris, por no decir más nombres que atravesaron nuestras interminables conversaciones.

Pepe nadaba y andaba en bicicleta. Estaba siempre bronceado, siempre sonriendo y de buen humor. Se quejó poco de todo, tanto que el cáncer que lo mató no se lo detectaron a tiempo. Él hacía y, a su modo, consiguió traducir del italiano, el inglés, el alemán y el portugués. No escribió lo suficiente, eso sí. Nos dejó poco. En algún momento me acercó una promesa de libro que tuve el gusto de editar junto con Jessica Díaz, Tatiana Lipkes, Juan Carlos Cano y Ricardo Cázares en nuestro pequeño sello editorial Mangos de Hacha. Ahí publicamos su Juno Desierta: “ahora se cuenta / como almanaque / la sed o el aro // los ladrillos caídos / de paredes intactas // que nunca fueron / ni en sueños / levantadas”.

Hace unos meses junto con Thaís Espaillat, poeta de República Dominicana, fuimos a leer a la Nueva Babel organizados por Pepe. Llegamos un día antes y nos sentamos en su mesa del comedor. Tomamos vino blanco y tinto. En algún momento me dijo que mi postura estaba chueca y me obligó a acostarme sobre una banca. Se montó encima y me presionó los huesos de la columna con una fuerza inaudita. Thaís nos miraba asombrada. Desde ese día no sé si corrigió mi postura, pero no me duele la espalda.

Con Pepe hicimos de todo. Bebimos, bailamos, salimos en pijama en la madrugada a ver la salida del sol una noche de octubre, y sé que era octubre porque celebrábamos mi cumpleaños. Nos reímos mucho, comimos increíblemente bien ya fuera que cocinara él o yo, o simplemente saliéramos de su casa por una tlayuda de tasajo. En su momento brindamos con niñas hermosas que nos hicieron llevadero esto que llamamos la vida. Él después se puso un poco más serio y se prometió con Adriana Giraldo con quien compartió a Martina y a Valerio. A los tres les dedico estás líneas con todo mi cariño.

Pepe fue tierno y firme como pocos. Jamás dejó de creer en la poesía. Eso estaba en el centro de su vida. Y sé, porque lo hablamos muchas veces, que la amistad no se termina nunca cuando uno de verdad confía.

“En el corazón profundo radia / el misterio / una pluma caída…”.

Sangre que no termina de secar

Hoy no es día de celebración. La poesía no puede limpiar la tanta sangre derramada, pero puede hacernos confrontarla. Filmado con película del ’59, el deterioro material de “Sangre seca” (Los ingrávidos, México, 2017) nos habla, nos grita con una fragilidad feroz. El poema “Oscuro” de María Rivera acompaña el golpe de la imagen, esa manifestación corroída, narrando los hechos ocurridos a principios de Mayo del 2006 en San Salvador Atenco. Sería inútil explicar cualquier cosa más:

Dry blood de Los ingrávidos en Vimeo.

Herzog sueña con enanos

En medio de las revoluciones de los 60’s, Werner Herzog filma “También los enanos empezaron pequeños”: una película que utiliza lo surreal y lo grotesco para hablarnos acerca de nosotros mismos. A pesar de que Herzog insiste en desintelectualizar su obra, aparentemente queriéndola alejar de lecturas rebuscadas para abrir paso a unas quizás más lúdicas, es difícil no asociar este filme con una búsqueda por representar el estado del humano moderno: caos autoimpuesto que sólo lleva a una conclusión posible – la autodestrucción.

En los comentarios del director en la versión DVD de la película, Herzog menciona que “vio la película completa pasar ante sus ojos como una pesadilla”. Un mundo árido, volcánico lleno de enanos violentos prisioneros de una institución que nunca llegamos a entender para qué sirve no suena como un sueño placentero, pero sería insensato asumir que “También los enanos” es un viaje al subconsciente de Herzog y nada más. El contexto histórico-cultural de la película y los antecedentes de la utilización de lo grotesco apuntan a una visión nihilista de la humanidad, atrapada en un planeta que le queda grande.

El final de la década de los 60s no fue una época tranquila en Alemania ni el resto del mundo. Las revueltas de los estudiantes en la Alemania del Oeste a causa del autoritarismo de Occidente y las pobres condiciones de vida de los estudiantes significaron la radicalización y la movida hacia la izquierda del activismo estudiantil en el país europeo. Estrenar una película como “También los enanos” dentro de este contexto hizo que Herzog fuese acusado de fascista, por supuestamente satirizar las revueltas en vez de celebrarlas. Herzog respondió a esto con que la película no tenía que ver con estas revueltas, sin embargo, es imposible no pensar que esta película representa su contexto mejor precisamente por esto. Unos enanos que se rebelan frente a las condiciones del instituto que los apresa, mediante el uso de la violencia desmedida, puede no estar hablando de las revueltas estudiantiles pero definitivamente algo tiene que estar diciendo acerca de la naturaleza destructiva de la humanidad. Las épocas tumultuosas generan inconscientes tumultuosos, capaces de alegorizar, quizás sin la intención de hacerlo, la situación del mundo que los rodea.

Usar lo grotesco para hablar de los problemas mayores de la humanidad no es algo exclusivo de Herzog; ya lo había hecho antes Goya con “Saturno se come a sus hijos”, por ejemplo, y Rabelais con sus gigantes de Gargantúa. También ha sido usado para ridiculizarlo, como es el caso de los espectáculos de carnaval medieval. La imagen más fuerte que apunta en esta dirección es obviamente la de los enanos. Este es un mundo en el que sólo existen personas pequeñas (la única persona que vemos de fuera del instituto también es una enana) y es por esto que su pequeñez no es un efecto de comicidad, simplemente. El uso de los enanos para representar la parte humana de este mundo extraño no supone verlos a ellos como enanos, sino vernos a nosotros mismos representados ahí, del tamaño que nuestras acciones nos han vuelto.

El tamaño de los enanos entra en conflicto con todo lo que le rodea: el vasto paisaje inhóspito y volcánico en donde está colocado este microcosmos, la cama a la que Hombre no puede subir para consumar su “matrimonio”, y la propia arquitectura del instituto con sus techos altos y perillas difíciles de alcanzar. Este espacio tan grande se vuelve claustrofóbico porque los enanos son demasiado pequeños para escapar. Pudieron atrapar al instructor en la oficina, pero las rocas no los van dejar salir por más palmeras que derrumben y huevos que lancen contra las paredes. La ridiculez de este universo es presentada desde la secuencia inicial, donde Herzog nos muestra a Hombre intentando inútilmente poner derecha una placa con un número mientras es entrevistado sobre lo que desencadenó la revuelta. El mundo no es amable con los enanos, entonces la película no tiene que serlo tampoco.

Sin embargo, los enanos realmente no son criticados por ser enanos, son criticados por ser humanos. Lo grotesco de sus acciones no está atado necesariamente a su tamaño, sino a su condición oprimida, la misma opresión del ser humano contemporáneo que vive en un mundo que no le sirve a pesar de haber sido creado por él mismo. Aquí es donde podría estar el conflicto central del que Herzog nos quiere hablar. En “También los enanos”, los humanos somos inútiles frente a nuestras circunstancias, recurriendo a la violencia y a la risa casi siniestra como única vía de escape, si es que existe tal cosa.

La película está llena de escenas que generan extrañeza, donde el espectador no sabe si reírse o estar sumamente incómodo: un carro robado que da vueltas y vueltas en el patio mientras los enanos suben y bajan de este, una caja llena de insectos vestidos para una boda, comida que vuela por los aires justo después de una queja de que nunca se come bien ahí, unas gallinas que entran por la ventana del instructor. ¿A dónde se llega con todo esto? A ningún lugar que no sea un mundo grotescamente ridículo, donde nada realmente importa. Porque si al final hasta el instructor, por alguna razón nuestra única esperanza de racionalidad, termina peleando con un árbol muerto, ¿qué más podemos hacer sino reír incómodamente mientras nos vemos, también pequeños, en la pantalla?

Lo grotesco de este mundo creado por Herzog no sólo está en la condición humana alegorizada a través de la pequeñez física, sino también en el mundo natural que la rodea y la forja. El pollo que se come a otro que lucha inútilmente contra el canibalismo, los cerditos que siguen bebiendo la leche de su madre muerta, los agujeros infinitos en las rocas volcánicas, son imágenes grotescas que nos empujan al mismo vacío por donde todavía debe de estar cayendo el carro. Este mundo gigante y violento, que rechaza a los enanos tanto como ellos lo rechazan a él, no es tan diferente del mundo de afuera de la pantalla.

Esta inutilidad de la humanidad frente a sus circunstancias no podría estar mejor representada que con los dos enanos ciegos, quienes se pasan toda la película caminando con palos blancos ridículamente intentando caminar, intentando defenderse. La actitud de los demás enanos frente a estos dos ciegos la podemos relacionar directamente con la imagen del pollo: una especie que se autodestruye, la línea que separa lo animal de lo humano desapareciendo ante nuestros ojos. ¿Qué más nos queda hacer frente a todo este espectáculo? Reír, igual que Hombre, que no por casualidad ha de llamarse así, en la cara de lo ridículo que es estar vivo ahora o de ver cómo un camello no puede pararse y se termina cagando, que al final termina siendo lo mismo.

Copias del Abandono de Sandra Calvo

¿Podrías platicarnos en qué consiste el proyecto? ¿De dónde surge la idea de la pieza?

Copias del Abandono es un proyecto comparativo sobre las viviendas de migrantes mexicanos: las casas residenciales donde trabajan (Casa modelo), el lugar donde viven (Casa habitada), y las casas que construyen con sus remesas en México (Casa soñada). La idea de la pieza surge precisamente de esa comparativa; el proyecto busca evidenciar la tensión que existe entre estos tres espacios, así como la constante lucha de los migrantes por tener una casa propia —viviendo hacinados en cuartos de hotel, sótanos, o casas-tráiler; mientras construyen palacetes inspirados en las mansiones donde trabajan, una arquitectura de la migración. 

La comunidad con la que se trabaja proviene del estado de Tlaxcala, México, establecida ya desde hace varias generaciones en la ciudad hermana de Jackson Hole, Wyoming (EE.UU.), donde realizan actividades de construcción, carpintería, limpieza, servicios alimentarios, entre otros; indudablemente, gran parte de la fuerza de trabajo de la ciudad y del estado de Wyoming. 

Su condición de migrantes les imposibilita hacerse de un patrimonio en Estados Unidos; subyace en ellos un sentimiento de arraigo con su país de origen, donde construyen el que podría ser su futuro hogar a su regreso. 

Las casas modelo son las casas residenciales de Jackson Hole, mansiones millonarias que permanecen vacías once meses al año, sólo se ocupan dos semanas durante el verano y una semana durante el invierno. Casas que aún cuando están vacías cuentan con constante mantenimiento, calefacción y servicios de limpieza a lo largo del año. 

Las casas habitadas son los remolques, cuartos de motel o sótanos, donde viven los migrantes, lugares donde los espacios y las amenidades son precarias: destinadas a cubrir las necesidades más básicas, sitios provisionales donde se llega a residir casi permanentemente. Las personas por lo general comparten el espacio entre dos o tres familias o con compañeros de trabajo, con quienes en muchas ocasiones se rotan la cama. Asentamientos irregulares bajo la constante amenaza de desalojo, lugares concebidos como temporales que se convierten en sus casas a largo plazo; viviendas inestables, donde las rentas son altas y representan la mayor parte de sus ingresos.

Las casas soñadas, son las copias abandonadas que se construyen con las remesas que los migrantes mandan a sus familias. Casas que recrean, utilizando materiales locales, los prototipos arquitectónicos de las mansiones de Wyoming: escaleras curvas, techos a dos aguas, arcos, columnas, garaje y jardines. La construcción de la casa soñada puede durar décadas, de modo que la mayoría de estas casas quedan inacabadas, en obra negra y/o abandonadas por diferentes razones: sus dueños no pueden volver a México, los recursos son insuficientes, las casas se encuentran en zonas aisladas, ocupadas en ocasiones por el narco, o han sido saqueadas. No cuentan con servicios públicos cercanos y el uso de suelo donde están ubicadas es de escaso valor. El ideal de una casa que quizá nunca lleguen a habitar, pero cuya construcción les motiva y les complace.

La pieza integra distintos elementos o soportes más allá de lo que conceptualiza, es decir, se enfrenta un problema mediante una forma, ¿cómo llegaste a ello?

Anteriormente he trabajado con videoinstalaciones similares —piezas que desdoblan la imagen en distintos planos o ejes; y que por lo general se componen de un montaje abierto semiacabado, análogo a la naturaleza propia de la autoconstrucción, utilizando materiales específicos para remitir a espacios físicos. Copias del Abandono surge de la misma intención, pero a diferencia de otros proyectos, transita por tres sitios altamente contrastantes entre sí. Un cine expandido que proyecta el intercambio entre la precariedad real que se habita, la aspiración por construir un patrimonio, y la carga simbólica que conllevan las mansiones en las que trabajan por años. 

La videoinstalación como tal, busca expandir a un plano físico el contraste de las imágenes. Cada uno de los paneles remite a un espacio, estos espacios a su vez no sólo se “tocan”, sino que además se “atraviesan”, o son atravesados por el migrante que los habita y los construye. La vida de los migrantes transcurre en su mayoría dentro de cuartos de motel o las casas-tráilery las mansiones donde trabajan, por dicha razón los materiales que representan estos dos espacios son “sólidos”, —los espacios habitados. Mientras que la casa soñada está representada por el cristal, el único que no está atravesado, y que representa el imaginario, la aspiración, del migrante. El lugar que rara vez llega a ser habitado, un espacio altamente simbólico, que se construye con remesas, pero que no llega a concretarse como tal.    

La videoinstalación se compone así por tres pantallas interconectadas, las cuales remiten materialmente a los espacios físicos donde se desenvuelve la vida y el trabajo de los migrantes. La casa modelo se representa con un panel de OSB, material común en la construcción de las mansiones de Jackson Hole, Wyoming. La casa real, está representada por un panel de MDF, con un recubrimiento de espuma de poliuretano y una lámina de pintro —haciendo alusión a las paredes de las casas-tráiler. Mientras que la casa soñada, se representa con un vidrio templado haciendo referencia a los palacios soñados, que permean el imaginario de sus constructores. 

Hay una intención crítica muy notoria en el trabajo ¿Crees que el arte puede incidir en la realidad? ¿Se pueden atacar problemas concretos mediante una pieza?

No creo que una pieza como tal pueda atacar un problema concreto, sin embargo creo que el arte (comunitario o no)  incide de distintas formas en la realidad. Sí, a través de la visibilidad que le da a ciertos temas dentro de un espacio público, como lo es el museo; pero también generando un diálogo, cuestionamiento, afectación, curiosidad. 

Copias del Abandono es un proyecto de largo plazo, que se encuentra en su segunda fase, y que se conforma además de videoinstalación —de planos, bocetos y testimonios realizados en colaboración con un grupo de migrantes y arquitectos. No sé con certeza cuál será la siguiente etapa, pero por experiencia sé que proyectos como este rara vez culminan del todo —pues se reconstruyen y transforman con el tiempo, con lo que me atrevería a decir, su incidencia es también mutable. 

¿Cuál ha sido la circulación de la pieza?

A pesar de que el proyecto inició con la Residencia Arte en traducción. Derivas para la memoria de un encuentro en Center for the Arts, Jackson Hole , Wyoming. EE.UU, la pieza como tal se ideó a finales de 2017, se concretó en el verano del 2018 y se inauguró en la XVIII Bienal de Fotografía del Centro de la Imagen el mismo año. Aún no sé cuál será su siguiente salida al público y bajo qué formato. Pero para mí es  importante mostrar el proyecto en plataformas donde pueda existir una activación, un programa público, talleres, y otros elementos necesarios para la discusión y la retroalimentación. 

¿Tienes idea de quiénes han sido tus espectadores? 

En 2017 me pareció muy interesante y necesario mostrar la investigación artística en el Centro de las Artes de Jackson Wyoming. Casi todos los migrantes que participaron en el proyecto estuvieron presentes. Varios de ellos no habían visto a detalle sus casas en México, y pudieron escuchar los testimonios de familiares, amigos y vecinos que no ven desde hace quince, veinte, treinta años. 

En 2018 estuve tanto en la inauguración de la Bienal, como en una visita guiada de la misma; en ambas ocasiones fue bastante diverso el número de espectadores. Creo esa es una de las grandes ventajas de la Bienal, su amplia convocatoria. He recibido también, bastantes reacciones positivas y críticas constructivas de las personas que la visitan, por lo que sé la han visto otros artistas, curadores, críticos de arte, académicos, estudiantes, turistas y público en general. 


Colaboradores migrantes y familiares 

Abraham Hernández Bautista, Blanca Hernández González, Lucia Bautista García, Julio Mauro Hernández, Blanca Estela Olvera, Evaristo Montiel, Domitila Montiel, Felipa Montiel, Ana Laura Robles, Alex Robles, Pedro Popocatl, Arnulfo Popocatl, Narciso Popocatl, Alberta Díaz, Vianey Tzompa, Elizabeth Tzompa, Juana Tzompa, Julio Tzompa, Efraín Tzompa, Axel Martínez, Mireya Susano, Hugo Morillón García, Ángel Gabriel Beristain, Efraín Pérez Díaz.

Vídeo:

Copias del Abandono. LARGO1080HD from Sandra Calvo on Vimeo.

Instalación: 

Copias del Abandono. INSTALACIÓN 720HD from Sandra Calvo on Vimeo.

Media isla vale más que mil palabras, parte siete: Jaime Guerra

“Media isla vale más que mil palabras” es una serie de entrevistas realizadas a fotógrafos y fotógrafas dominicanos con la idea de intentar describir la insularidad (la propia y la geográfica) desde los discursos que genera la fotografía por si misma. ¿Podremos saber por qué miramos como miramos?


Tienes que cambiar tu cara por un retrato, ¿cómo se ve tu nuevo rostro?

Tu cámara ha decidido que sólo se abrirá para una luz, ¿qué luz quisieras que fuese?

Un correo te llega desde muy lejos para pedirte una foto que también sea un poema, ¿qué imagen iría adjunta en tu respuesta?

Se han borrado todas las fotos de tus discos duros, se han quemado todos tus negativos, ¿cuáles fotos te dolerían más?

Alguien te pide una foto para una cápsula del tiempo que abrirán en el año 3000, ¿cuál foto enterrarías?


Jaime Guerra (Santo Domingo, 1975) es director de fotografía y fotógrafo. Es docente en la Escuela de Cine de Altos de Chavón. Publicó el libro de fotografía “Imágenes a la deriva” (Ediciones Cielonaranja, 2017) y ha trabajado como director de fotografía en cuatro largometrajes. Puedes ver más de su trabajo aquí.

Imagen por: Jaime Guerra

La condición humana: hacer la guerra para escapar de la soledad

En 1911 cayó la Dinastía Qing, la última de China. ¿Qué sigue cuando un sistema político de más de 2 mil años termina? El caos, evidentemente.

Muchas propuestas querían ser la siguiente en imponerse. Estaban los señores de la guerra, personajes que tenían de facto el control militar y poder político en ciertas áreas del país. También las potencias coloniales –Francia e Inglaterra– querían aprovechar la falta de gobierno para hacerse con más poder. Pero dos fuerzas tenían más probabilidad de instaurar un nuevo sistema: los comunistas, grupo integrado por obreros, campesinos y población marginada, y el Kuomintang, un partido demócrata integrado principalmente por la burguesía china.

En ese contexto se inscribe La Condición Humana, novela publicada en 1933 y ganadora del prestigioso premio literario Prix Goncourt. Malraux es un escritor muy hábil y aunque la política es el trasfondo del argumento y la tinta que tiñe toda la trama, es capaz de elaborar personajes con personalidades mucho más profundas que su afiliación ideológica. Quizá porque el hilo que guía a la novela no tiene que ver íntimamente con la política, sino con el espíritu humano.

Y por ello vale la pena reparar en lo ambicioso del título: ¿en qué consiste la condición humana? Sin duda tiene que ver con la desgracia humana de no ser Dios. Gisors, un personaje de la novela que es un viejo sabio japonés, lo explica con estas palabras:

“En un mundo de hombres, el hombre quiere ser más que un hombre. Aspira a escapar a la condición humana, todo hombre sueña con ser Dios. Sin embargo, un dios puede poseer, mas no conquistar. El ideal de un dios es convertirse en hombre sabiendo que así recuperará su poder; el de un hombre, es convertirse en Dios sin perder su personalidad.”

Es uno de los pasajes más reveladores del libro, pues nos deja entrever algo que podríamos denominar la moral de la guerra. Una característica exclusiva de la especie humana es que un hombre que sólo tiene una vida está dispuesto a perderla por una idea. Y esto –la nobleza de espíritu, el abanderar una causa hasta sus últimas consecuencias– elevaría al hombre por encima de un Dios, que no puede sacrificarse por un ideal.

Pero cada hombre tiene sus razones para morir. Tchen, el militante comunista radical que busca el sentido de la vida en el terrorismo y la autoinmolación. Ve en la muerte una liberación de la angustia que lo posee, y no concibe el vivir una ideología que no se transforme inmediatamente en acción. El terrorismo es acción, y Tchen tiene la esperanza de que esa acción –morir él ahora para que la causa popular triunfe después– genere un mundo diferente y, al mismo tiempo, lo libere de sus odios y su desazón. Es el fascinante (anti)héroe trágico.

Kyo, compañero de Tchen y líder de la insurrección, es un tipo de héroe completamente opuesto. Su actuar heroico es fruto de la disciplina, no la justificación de su vida. Kyo eligió –premeditada, intelectualmente– la acción. Lo mueve la fraternidad, y su mayor aspiración es devolverle a los obreros y campesinos la posesión de su propia dignidad. A diferencia de Tchen, no tiene motivaciones individuales para estar en la lucha; sus razones son estrictamente comunales.

Conocemos también a Katow, el soviético, que parece ser un hombre de lucha inconmovible hasta que, en el momento próximo a su muerte, rechaza tragar su pastilla de cianuro antes de ser torturado para regalarla a dos soldados chinos que no tienen la fortaleza ante la muerte de la que él se sabe poseedor.

Todos estos personajes son fascinantes porque contrastan el debate ideológico colectivo con la aventura existencial particular a cada uno de ellos. Hacia el final de la novela, el Kuomintang traiciona su alianza con el partido comunista, provocando la matanza de Shanghái de 1927. Poco importa el hecho histórico para la esencia de la novela: en el fondo, lo que une a los personajes no es un ideal político, sino la dolorosa necesidad de darle un sentido a sus vidas para escapar del absurdo y la soledad. La guerra no es sino una máscara –una honda y pesada– para cubrir la fragilidad del ser humano.


Gabriela Solis Casillas (@ellaesprufrock), Ciudad de México, 1987. Maestra en Literatura Latinoamericana por la UNAM. Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la disciplina de novela y ganadora del concurso de cuento “Punto de Partida” de la UNAM. Publica una columna digital mensual en Think Tank New Media.

Rosalía y El mal querer

Resulta sorprendente que a estas alturas del partido haya tanta controversia en torno a una cantante como Rosalía. Su presentación en la entrega 33 de los premios Goya desató una polémica que no tiene sentido. Qué más da que ella sea catalana y no gitana. Qué importancia tiene si se transgrede un género musical, en este caso el flamenco. ¿No es justamente eso lo que mantiene vivas las cosas? ¿No preferimos el agua fresca, la que corre, a la estancada? ¿No hizo eso mismo Isamu Noguchi con la escultura y el diseño?

La diversidad es absolutamente necesaria y hay que defenderla. La pureza es un concepto que resulta cuando menos cuestionable. Gracias a la defensa de la pureza han habido genocidios por decir sólo un ejemplo de su poder destructor. Por otro lado, la diversidad enriquece al mundo. Juan Rulfo le dice a Clara, su mujer, en una carta, que “es en la diferencia donde reside el gusto por las cosas”. Y esto es aplastantemente cierto.

Por otro lado la diversidad supone transformaciones positivas. Se ve hasta en la biología. Las razas finas de perros sufren deterioros genéticos, enfermedades de todo tipo. Los perros mestizos refuerzan con cada generación su especie. La “pura mezcla” dice Oliverio Girondo en su famoso poema de Enlamasmédula. Y es que eso también puede observarse en lo mejor de la literatura. ¿La Celestina a qué genero pertenece?

Edward Sapir en su libro El lenguaje explica y describe que cuando la escritura se aproxima e incorpora el habla siempre cambiante surgen obras como la de Shakespeare. La mezcla es absolutamente necesaria. Es pulsión de vida y Rosalía y Pablo Díaz-Reixa Díaz, El Guincho, productor y autor de algunas letras de la canciones del exitoso polémico disco El mal querer, consiguieron una obra singular, excepcional. La fusión de flamenco y trap, no es sólo afortunada, es potente. La voz de Rosalía es intensa y sutil cuando debe serlo.

Frases como “mucho más a mí me duele de lo que a ti te está doliendo”, demuestran inmediatez y verdad porque surgen de lo que todos renovamos cuando hablamos. Y si observamos con cuidado, en esta oración hay palabras muy cortas, monosílabos que reproducen el dolor, la imposibilidad de articular nada, y sin embargo esas palabras expresan, describen.

Y decir que la mezcla es exclusivamente entre el flamenco y el trap es en realidad demeritarlo. Hay siglos de música que atraviesan esas canciones. En “De aquí no sales”, la cuarta canción del disco (y esto es relevante porque el disco cuenta una historia de una pieza a otra) se suman, sí, flamenco, pero además música medieval y ruidos de la calle. Y esa música del medievo es a su vez la suma del mundo árabe y la tradición de la música occidental.

Still del video “De aquí no sales” dirigido por Diana Kunst y Mau Morgo y producido por O Creative Studio.

Los videos de las canciones que pueden verse en YouTube poseen mucho magnetismo y son también elaboradísimos, una síntesis de muchas cosas. Las coreografías repiten algunos lugares comunes, pero lo que las vuelve atrayentes es su energía, algo que no siempre se logra. Los videos son en general visualmente complejos. Juegan con colores muy contrastantes, ediciones vertiginosas que intercalan detalles y movimientos en cámara lenta que acompañan de modo inseparable la intensa y amplia voz de Rosalía y la música de ella y El Guincho.

El disco dialoga con el Roman de Flamenca, una novela del siglo XIII que se escribió en occitano, la lengua de los trovadores, según nos cuenta Jorge Carrión, escritor español, en un artículo publicado en Ñ, suplemento del diario Clarín. La novela es sobre un marido celoso que maltrata a Flamenca. Algo, por supuesto, de hoy. El machismo ha existido y continúa. En el horizonte del arte contemporáneo, digámoslo sin más, hay mucha charlatanería. El mal querer no es eso, por el contrario es una obra que viene de un lugar inesperado. Si es o no un producto del capitalismo tampoco importa, hoy todo se encuentra atravesado por el dinero.
El mal querer produce preguntas para todos y, por su belleza, genera y generará goce, algo que muchas veces nos negamos.

Imagen por: AFP

Media isla vale más que mil palabras, parte seis: Máximo Del Castillo

“Media isla vale más que mil palabras” es una serie de entrevistas realizadas a fotógrafos y fotógrafas dominicanos con la idea de intentar describir la insularidad (la propia y la geográfica) desde los discursos que genera la fotografía por si misma. ¿Podremos saber por qué miramos como miramos?


La refracción de una luz te regaló una foto, ¿cómo se ve?

¿El cielo del hemisferio sur se ve diferente al que te vio crecer?

¿Qué se esconde en las sombras?

Un río te trajo una piedra y esa piedra te trajo una imagen, ¿qué viste?

¿Qué tan lejos se puede estar de casa?


Máximo Del Castillo (Santo Domingo, 1980) se enfoca en atesorar los momentos que luego serán memorias. Diseñador por conveniencia, fotógrafo por manía. Puedes ver más de su trabajo aquí y aquí.

Imagen por: Máximo Del Castillo

El lenguaje de la cocina

Para gran parte de nosotros los calentanos, las afinidades más importantes con nuestra zona tienen relación con el lenguaje, y luego, casi enseguida, con la comida. Lenguaje y comida están profundamente ligados porque hablan de lo más inmediato de nuestros hábitos: nos reunimos con familiares y amigos y conversamos alrededor de los alimentos, sin prisas, atentos por escuchar al otro. A esa conversación, a los sabores y olores de la comida, se integran otros elementos sutiles pero que difícilmente pasan inadvertidos: sonidos de animales que vienen desde nuestro patio o más allá de la cerca, desde la casa del vecino, entre los que colindan, también, airosos, corongoros y ciruelos, y, en sus ramas, cucuhas y chiscuaros. Confirmada la reunión de todos esos elementos, más el calor y la humedad, adquirimos la sensación de un espacio íntimo, de pertenencia, y sólo entonces nos disponemos a comer.

Como cocinero, mi escuela más importante respecto a la valoración de la cocina y sus ingredientes, fueron sin duda aquellos días que, junto a mi abuelo y tíos, almorzábamos en el potrero. Recuerdo el burro o la mula que, montados por algún familiar y cargados con el morral de comida y tortillas, llegaban a nosotros pasado un poquito después de las nueve de la mañana. Separados en grandes frascos de vidrio, mi abuela enviaba combas, huevo en salsa martajada, longaniza frita, aporreado, salsa de molcajete y una bolsa nayla repleta de semillas tostadas.

Comíamos bajo la sombra de la ceiba, junto al manantial que cruza el potrero y donde llenábamos el guaje. Aunque fatigados, la aparición de estos alimentos, reunirnos alrededor de ellos, en cuclillas, creaba una festividad silenciosa e incluso una disposición a la cordialidad en nuestro diálogo. Estos platillos ―la rigurosidad con la que fueron elaborados― nos obligaban a ser solidarios e influenciaban, por decirlo de algún modo, la forma de observar el potrero y las montañas: el aire se percibía distinto, más apacible, y nos señalaba las luces que, lentas y transitorias, cruzaban con las nubes. De la milpa extendida y alta ―y tan verde― que observábamos, provenían nuestros alimentos.

Fotografía tomada por el autor

Recuerdo que mi otra familia ―de la Costa Grande de Guerrero― admiraban que yo había nacido en Tierra Caliente, y decían, despectivos, que allá mis paisanos andan con huaraches y sombrerudos. Pero yo, distante de mi tierra, añoraba mi casa, la perfecta coincidencia de la sombra de los árboles con el lenguaje de mi abuelo. Quien, al decir pinzán, encierra, en esa sola palabra, un mundo íntimo y privado. Yo advertía, en el lenguaje de mi familia calentana, una relación cuidadosa ―y hasta amorosa― con el entorno que sólo he visto en muy excepcionales regiones.

Se trata, sin más, de un lenguaje elemental, que nombra y atrae cosas inmediatas y que tienen relación, por lo general, con el trabajo y la cocina. Este lenguaje, en apariencia parco, no se distrae en lo innecesario; en consecuencia, todo ―incluso las cosas más pequeñas― tiene un nombre y un orden destacado en los quehaceres del día. La expresión dura, por ejemplo, de alinear a la vaca o llamar al toro, es la misma expresión rigurosa del cuerpo con la que se cosecha o se pizca el campo. Sin embargo, detrás de ello ―me daba cuenta― hay un gesto auténtico de dulzura y cariño por el animal. Los árboles que nombramos, esos mismos donde ponemos ―bajo la sombra de la rama― la silla, la hamaca o la mecedora, se han adherido a la familia, y cuentan de nuestros años y también los de la casa. Los frutos nos hablan del mes del año, y señalan, temporada tras temporada, cuál será la receta del día. Nombramos y esperamos pacientes, como quien va a llegar, las ciruelas, el florecimiento de la calabaza en el potrero, las tormentas que nos dan chipiles y quelites.

Vamos al cerro a veneadear, a cazar iguanas, a cortar nanches, y esa expresión, la de ir al cerro, contiene, en realidad, la emoción alegre de combatir con la propia tierra. Pero también nuestro lenguaje tiene tonos profundos de silencio, esas mismas prolongadas pausas de la tarde en las que sólo se escuchan la vibración del corongoro y el canto del chiscuaro. En lo personal, me atrae el carácter reflexivo en el lenguaje de mis abuelos, su preocupación por no hablar de más y desperdigarse en tonterías. De ese modo, cuando hablan, lo hacen con la verdad, interesados porque cada palabra sustente una visión personal que han elaborado con los años. Lo que emana de ahí, de esas voces, cuando las escucho, es la sensatez.