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Mecha de enebros

Clayton Eshleman
Traducción del inglés: Hugo García Manríquez
Editorial Aldus
México, 2013

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Como parte de un proceso de trabajo y colaboración desde hace varios años, tanto por la editorial Aldus, como por el traductor y poeta Hugo García Manríquez, circula ahora en las librerías de México, Mecha de enebros de Clayton Eshleman (Indianápolis, 1935). A García Manríquez le debemos, también publicado por Aldus, una importante versión de Paterson, el largo poema-río de William Carlos Williams. Las propuestas de traducción de García Manríquez no son de ningún modo eclécticas ni sencillas. Por el contrario plantean un punto de vista consistente y decidido a ampliar las lecturas y la literatura en donde sus versiones se publican.

Clayton Eshleman, poeta menos conocido que Williams, ha sido sin embargo, un destacado editor y traductor. Publicó dos de las revistas seminales en la poesía norteamericana del siglo XX: Caterpillar y Sulfur. Ahí aparecieron versiones suyas de César Vallejo, Antonin Artaud y Aimé Césaire, entre otros. Mecha de enebros, es el primer estudio sobre las cuevas paleolíticas escrito desde la posición de la poesía. El libro se acompaña por lo mismo de una buena dotación de poemas que amplían los planteamientos que durante más de tres décadas Eshleman fue articulando. Los poemas apoyan o contrapuntean ideas, pero no abandonan su lenguaje apretado y en muchos casos enfebrecido aun en su aparente sencillez descriptiva como puede observarse en esta estrofa de “Silencio delirante”:

 

Vacían sus frentes entre carbones y corrales

ondulantes por el aire nocturno¾

los animales arreados franquean

una colosal vulva labrada sobre el pórtico,

el poder ahí emanado era un paraíso, el poder

que nos ha legado el Cro-Magnon:

hacer de nuestras gargantas un altar.

 

Mecha de Enebros lleva como subtítulo: “La imaginación del paleolítico superior & la construcción del inframundo”. Lo que podría confundirnos en cuanto a las motivaciones del libro. Es sin duda un estudio, pero a pesar de su armazón académico, el libro es más bien un ensayo sembrado de intuiciones. Algo que hay que celebrar, pues al final lo que leemos es literatura en el mejor de los sentidos y por lo mismo, lo que recibimos a cambio de pasar las páginas, es placer, además de la invitación a desplegar la imaginación y activar nuestra mente.

La prosa por lo mismo, no es pesada ni erudita: “Si el espacio del Cro-Magnon es una interrelación multidireccional continua sin marco o distinciones entre lo sagrado/secular, tal vez la experiencia provista en tal espacio lo sea también.” Mecha de enebros acumula un caudal de referencias que utilizan el verso y el párrafo, pero también la fotografía, el dibujo o el diálogo feliz y estimulante entre todo esto.

El libro se publicó originalmente en la editorial californiana de Wesleyan University Press en el año 2003. Hoy podemos leer este estupendo ensayo en español, y estoy seguro que poco a poco se convertirá en una lectura indispensable para todo aquél que le interese la poesía, más allá de los márgenes convencionales.

Imagen por: Jonathan Carreon

Proust contra la decadencia. Conferencias en el campo de Griazowietz.

Jósef Czapski
Traducción: Mauro Armiño
Siruela, 2012

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El pintor polaco Jósef Czapski (1896-1993) expuso en 1941, ante sus compañeros de encierro en el campo soviético de Griazowietz, una conferencia sobre la obra y vida de Marcel Proust. Griazowietz fue la última parada de una deportación que incluyó antes los campos de concentración de Starobielsk, Kozielsk y Ostachkov, aproximadamente 19.000 personas en total, cifra que se redujo a 400 instaladas finalmente en Griazowietz. Para combatir la desolación del encierro, el grupo organizó charlas sobre diferentes temas: arte, historia, arquitectura, alpinismo. Czapski se encargó de algunas charlas sobre pintura y literatura francesa. El libro transcribe las que ofreció a sus compañeros sobre A la recherche du temps perdú, una reconstrucción precisa sin más recurso que el puro recuerdo de su lectura.

Como buen polaco de aquellos tiempos, nacido en una familia aristocrática, Czapski había pasado una temporada en París a partir del año 24. De primera fuente evoca, entonces, los libros y autores que circulaban en aquél momento en la capital francesa. Luego su relato se hunde en los acontecimientos del libro y la relación con su autor. Estamos frente a un discurso en un campo de concentración. Sobre los oyentes, a 45° grados bajo cero, se ven los retratos de Marx, Engels y Lenin. Soportar la catástrofe considera la resistencia por algún medio. Darse clases significó que el dolor rutinario no podía asumirse como única experiencia. La transmisión de conocimiento asomó aquí como opción legítima de evasión, como terapia contra la decadencia. Ejercitar la imaginación en medio de la inmovilidad.

Czapski es un excelente conocedor de Proust y su obra. Sus conferencias son notables por señalar puntos claves del arte proustiano: la profundidad de las impresiones -y no su mera exteriorización; su relación con la filosofía de Henri Bergson, de quien recuerda su tesis principal: “Éste afirmaba que la vida es continua y nuestra percepción discontinua. Nuestra inteligencia, por tanto, no puede formarse una idea de la vida que sea adecuada. No es la inteligencia, sino la intuición lo más adecuado a la vida.”; el ejercicio del pastiche; su “naturalismo con microscopio”; cierta objetividad aplicada a fenómenos sociales o individuales, entre otros.

Este último aspecto pone a Czapski en la ruta de una crítica al didactismo o tendencia a las escrituras puestas al servicio de dogmas de cualquier tipo. Discute ejemplos de la tradición francesa, polaca y rusa sobre este punto delicado de la creación artística, frente al que la historia pone constantemente al sujeto ante sus retornos y cuestionamientos. El caso de Proust en este plano le parece a Czapski un ejemplo de imparcialidad a favor de la obra y su potencia cognitiva: “Encontramos en él una ausencia tan absoluta de prejuicio, una voluntad de saber y de comprender los estados de alma más opuestos entre sí, una capacidad de descubrir en el hombre más bajo los gestos nobles en el límite de lo sublime, y reflejos bajos en los seres más puros, que su obra actúa sobre nosotros como la vida filtrada e iluminada por una conciencia cuya precisión es infinitamente más grande que la nuestra.”

Destacar este aspecto de la obra proustiana, en el contexto de un encierro que responde a cuestiones ideológicas, significa afirmar la libertad artística a condición que se realice bajo criterios de la propia obra, y nada más. Si la obra se moviliza por un afán didáctico o tendencioso, moral, político o religioso, se verá disminuida en cuanto pieza de arte. Es lo que ocurre con Resurrección de Tolstoi, según Czapski. Me parece que este acento en la imparcialidad artística se justifica cuando los elementos ideológicos de la obra, incluso los estéticos, se ordenan bajo la línea de una búsqueda incondicionada. Establecida ésta como única norma de creación, atrayendo hacia sí toda la incertidumbre del proceso artístico, lo que aparezca como contenido de cualquier índole estará bajo el ángulo crítico de la libertad artística. El mismo Proust decidió en un momento incorporar el affaire Dreyfus, viéndose interpelado por asuntos personales y morales, en juego en este conflicto político-social, que lo identificaban profundamente (judaísmo, sentimiento de justicia, relaciones mundanas), pero ante todo este acontecimiento histórico funciona en la obra como un pretexto para explorar regiones de la existencia humana ensayables en un discurso literario. El affaire Dreyfus cobra un valor simbólico que el hecho histórico desnudo no tiene más que a través de la mirada de otro.

Imagen por: Agra Art

El espacio del ensayo: la ciudad

Paradoja fértil, el ensayo como género (aquel que Montaigne inauguró) no nace en las arterias y en el ruido de la ciudad, sino en la soledad de una torre del convulso siglo XVI. Más que una simplemente casualidad histórica, el hecho es un orificio por donde se vislumbra la esencia de este ejercicio de sagacidad y libertad que es el ensayo. Ello no significa negar la dificultad para abordar un tema donde los polos temáticos son la Ciudad y el Ensayo. No obstante, este género de escritura es uno de los pocos móviles intelectuales que podría adentrarse y salir exitoso de tal tarea, tanto por su “hibridez” (como se la ha calificado hasta el hartazgo) como por su vital osadía para abordar -desde una reflexión íntima que se va desenrollando hasta llegar al horizonte exterior de quien escribe para después encogerse y volver a su origen subjetivo- cualquier objeto o tópico que hay en el mundo. Nada, o casi nada, ha escapado a al filo del ensayo, y en esta ocasión la ciudad no es la excepción.

Se podría plantear una primera idea. No obstante la paradoja donde se concibió el ensayo, entre éste y la ciudad existe una afinidad: ambos son productos de la modernidad. Esto es, ellos contienen los elementos imprescindibles que han permitido al ser humano sentirse parte de una historia, de una línea en constante ascenso; un proceso que, como herramienta campirana, va abriendo un surco en el pasado para sembrar ideas de futuros promisorios. De ahí que tanto a la ciudad como el ensayo se les pueda ver, como a tantas cosas de la modernidad, como máquinas demoledoras, aplanadoras. En esa característica se resume una parte de la esencia de la ciudad y del ensayo. Por otra, ambos son estructuras, que vistas de cerca, provocan admiración por la inteligencia, la vertiginosidad y la propuesta que las atraviesa de a cabo a rabo. Las ideas sostienen su forma; la provocación los mantiene en nuestra memoria. Su secreto es despertar la imaginación de nuevos mundos. En este punto me refiero a textos de imprescindibles ensayistas (Benjamin, Steiner, Hazllit) y a grandes ciudades capitales ( Pao São Paulo, ciudad de México, Nueva York).

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Sin ese doble cometido (de ir contra la tradición y de despertar la imaginación de un mejor devenir), el humano no se entregaría apasionadamente a construir ciudades y a escribir ensayos. Quizá sea precisamente por ello que ambos objetos son un vivo reflejo de la naturaleza humana; de su tendencia a quebrar el cascarón y salir a la aventura; de su intempestiva necesidad de cuestionar hasta el último ápice de sí mismo; de aniquilar todo cuanto sea necesario para edificar un hábitat. De esta cuestión se desprende la debilidad de las ciudades y los ensayos: su artificialidad. Los dos son sublimes cuerpos en vilo; un despliegue de toda las fuerzas del humano por impulsarse; pero no para perdurar, no para quedarse. El destello de su genialidad es proporcionalmente el mismo al de su fugacidad; su intención inconsciente no es dejar testimonio, sino incitar a la renovación, al avance. Podemos quedarnos con algunas palabras de un ensayo, con la idea cimentada, concretizada en una ciudad, pero ello sería sólo un atesoramiento, un acto de anticuario. Todo ensayista y urbanista es empujado por un antecedente; un tremendo sentimiento de abrir aún más el panorama, de seguir experimentando.

¿Qué nos puede decir sobre ello el hecho de que el ensayo haya nacido en el aislamiento de la torre de Montaigne? ¿Por qué este moderno huía de la modernidad (la ciudad) para producir aquellos textos por los cuales lo recordamos? La pregunta no es retórica si se observa que la ciudad y el ensayo terminaron por mezclarse (algo que suele suceder en los hábitos humanos, como el cigarro y la bebida que, no obstante ser actividades de origen diferente, hoy en día son parte de un mismo ritual social). Una probable respuesta se revela si se ve a la torre como un símbolo. ¿Pero de qué? De un ensayista a carta cabal, sin calificativos. El ensayista, no obstante su condición de aventurero en los mares del conocimiento y la intuición, es un intimista; alguien embrujado por voz de la conciencia que, sin embargo, ha optado por verter en una hoja blanca, no solamente sus conclusiones, sino todo el mapa de su periplo interior. Faena que requiere ensimismamiento, ojos abiertos en la sangre de la corazón y no únicamente en la luz de la razón; una catadura de improvisación lo suficientemente pequeña como para no perder la seguridad de andar por buen paso sin disipar tampoco la luminosa niebla de los pensamientos.

Ahora que observo una imagen de la torre donde Montaigne escribía, esa es mi idea. Monolito amplio para divagar, de ventanas pequeñas para no asfixiarse demasiado, incrustado en un parque en el campo para no distraerse: espacio para el regocijo del ego. Sin la torre no hay ensayo. Entonces ¿es posible olvidar toda la analogía entre el ensayo y la ciudad que acabamos de apuntar? ¿Qué hay en la ciudad, como espacio, que pueda ser semejante a lo que ofrecía la torre del francés, para que hoy en día el ensayo pueda ser aparentemente inseparable de aquélla?

Quizá el ensayo sea más que una manida hibridez de escritura poética y reflexiva, ora narrativa, ora analítica, y la palabra que capte un poco mejor su complejidad sea “camaleónico”. La escritura del ensayo bien puede ser algo que se adapta a cualquier entorno (desde una torre alejada de la ciudad hasta la mesa de un establecimiento de café comercial color verde). Pero si es así, entonces no existe algún tipo de cordón umbilical entre la ciudad y el ensayo (la principal cuestión que interesa plantear en este escrito).

Camaleónico es un adjetivo pretencioso, pero puede iluminar algo del tema tratado, de una manera muy diferente a como se acaba de plantear. Si el ensayo exige alejamiento, y si esto es imposible en cierto momento, entonces ocultarse resulta plausible. El camaleón está ahí donde casi no se ve. Su motivo es la sobrevivencia, por eso cambia de color, pero sin dejar de ser el mismo. Si es así, entonces el ensayista puede estar camuflado en cualquier parte del repertorio de lugares que ofrece la ciudad. Como ya se sugirió, el ensayo se puede adaptar al contexto, ello conlleva que no posea un espacio propio, pues ninguna patria les ajena. El ensayista quiere ocultarse y en su aparente pasividad ejercer la libertad de construir, de continuar cultivando la modernidad. La ciudad como ente puede servir como figura para explicar tal situación. Desde un punto muy lejano, el bullicio y el crecimiento de la ciudad no se escucha ni se ve, pero ello no significa que sus objetivos y proyectos no existan. Precisamente, el ensayista es una ciudad solitaria en el universo; un laboratorio debajo de la tierra; quizá un río subterráneo que a cada momento quiere emerger. En su silencio busca la profundidad de todo lo que le rodea. Baja, pero para alentar la salida, para subir.

En esa encrucijada está la incomodad que el ensayista provoca en la ciudad. Oculto detrás de sus reflexiones, explaya la inquietante luz de quien toma un respiro y se detiene a pensar en medio del vaivén urbano. Pero no únicamente en el aspecto físico, sino también en el plano intelectual. Su proyecto (donde emanan todas sus apuestas) es un recogimiento que no deja de observar la marejada de noticias donde se encuentra inmerso. Sí, quizá una buena metáfora para explicar ese estado sea “el ojo del huracán”, porque el ensayista se mantiene sin aspavientos entre tanto movimiento humano que lo apresa. Sin embargo, ese estancamiento es, como ya se apuntó, un momento de combustión interna, un abismo de elucubraciones con cara de mar sereno. El ensayista pareciera que fuera un muerto entre zombies; no obstante, su plan de escritura se asemeja bastante al de la ciudad como idea.

Por lo tanto, ¿cuál es el arcano que une a la ciudad con el ensayista? Por una parte, el proceso de la modernidad, ya abordado aquí, a lo cual se puede añadir una conclusión: hoy en día la ciudad es el hábitat natural del ensayista; una premisa que sirve para tratar la otra cara de la cuestión. La ciudad es un espacio imbuido de espacios que se conectan mediante del ir y venir de la gente; ese es su aparato respiratorio. En sus entrañas las personas gozan de las virtudes de lo considerado civilizado. Pero no cabe duda que la ciudad también es un lugar ordenado para que cada uno de sus habitantes sea vigilado y se apegue a la ley. Para quien la vive, es posible pensar en la ciudad como en una suerte de privilegio despótico. En ese concepto es donde la tarea del ensayista encuentra su elemento.

Entre el crucigrama de calles y edificios, parques y avenidas, cafés, bares y sucedidos, el ensayista es el guardián de la pureza citadina: la libertad. El ensayista se camufla en el orden urbano para mantener encendida la bandera de la intuición. Si el vaivén de la ciudad es el aparato respiratorio, entonces nuestro personaje se encarga de su fotosíntesis. Es decir, el ensayista dota a la ciudad de su principal función: ser el origen de la modernidad. Tal vez esa esa la razón por la que importantes escritores (como Walter Benjamin, Raymond Williams o Lewis Mumford) analizaron la ciudad por la vía del ensayo. Quizá por ello mismo, el ensayo y la ciudad son objetos que se entrelazan y se exponen inmejorablemente en la trama del libro, ya clásico, Todo lo sólido se desvanece en el aire, del norteamericano Marshall Berman.

Berman es un ensayista, esto es, alguien inmerso tanto en la reflexión como en la fuerza de las palabras. Hay en el ritmo de su escritura un dejo de panfleto (de indudable raíz marxista), pero también un tono que hace recordar lo versátilmente profundo que puede llegar a ser un historiador si se entrega sin miedo a la escritura ensayística (algo que heredó de su maestro Isaiah Berlin). En ese aspecto, el libro de Berman es un testimonio de que hoy en día el ensayo y la ciudad conviven fraternalmente como nunca antes. Pero no es solamente una cuestión académica por la cual el ensayo y la ciudad resultan un binomio de reflexión profunda en este libro. Ello porque su autor es también un apasionado de la caminata urbana. Su libro se alimenta, por lo tanto, de conocer y vivir plenamente los acontecimientos que reverberan en la ciudad (sobre todo los ligados a las causas progresistas).

Por lo mismo, se puede proponer que Berman es el arquetipo del ensayista como ese guardián de la libertad (causa y fin de la ciudad) que se describió líneas arriba. En su libro, después de exponer sus ideas en torno a las ciudades (como San Petersburgo, París) y la literatura decimonónica, Berman escribe en el último capítulo sobre Nueva York y el Bronx (barrio donde nació), donde la forma del ensayo va moldeando la imagen de un recuerdo: la destrucción y la renovación de la ciudad por parte de las máquinas y el dinero. Aquí las citas y los pies de páginas no cuentan tanto, o mejor dicho, son el complemento de la voz de la experiencia que palpita en una prosa que marcha al ritmo de querer hablar de memoria y, a la vez, proyectar la esperanza con todas sus novísimas consecuencias.

Es por ello que quizá la obra de Berman se pueda proponer como el resultado de siglos años de evolución escritural, en que la ciudad y el ensayo, después de un nacimiento distanciado uno de otro, fueron poco a poco estrechando sus proyectos, hasta comulgar en una forma que hoy nos parece de lo más natural.

Imagen por: 4ever

La viva lengua de Piñera

Antonio José Ponte escribió en El libro perdido de los origenistas lo siguiente: “Asimismo, Piñera nos legó un repertorio de frases que decir en el ómnibus o en las paradas por donde éstos no pasan, en las casas de huéspedes y en el bar, en la esquina y en el patio de butacas, en la antesala del dentista y en la funeraria, en el parque y en la carnicería, en la barbería y en la cola del pan, en la crónica social y en la policíaca, en el secreteo y en grito de solar. Como personajes suyos hablamos en Piñera clásico, hemos caído en la lengua de Virgilio.” Decir algo así de un escritor es mucho. Y si Ponte lo sostiene es porque Piñera, el gran escritor cubano, inventó con su literatura un idioma y un mundo originalísimos, cargados de humor.

Hace unas semanas el mismo Ponte señalaba en “La versión caribeña del estalinismo”, un artículo publicado en Ñ, el suplemento cultural del diario argentino Clarín, algunos casos de censura en Cuba. Mencionaba una película desaparecida sobre el sobre el funeral de Lezama Lima, pero sobre todo reflexionaba sobre un registro fílmico del famoso caso del poeta Heberto Castillo. Detalles al margen, lo cierto es que progresivamente se van revelando terribles sucesos de la todavía vigente censura cubana.

Anton Arrufat, compañero fiel de Piñera, termina su testimonio sobre el grandísimo escritor cubano, Virgilio Piñera entre él y yo (Ediciones Unión, Cuba, 1994) diciendo que más allá de todo, al visitar después de mucho tiempo la casa de Piñera que: “La casa era otra, y mi vida otra vida. Sentí entonces esa extraña experiencia exclusiva del hombre: saber que se tiene un pasado.”

Virgilio Piñera

La dictadura cubana podrá borrar muchas cosas, pero la lengua de Virgilio, colada en las más finas partículas del mundo, seguirá indeleble resistiendo toda envestida porque lo que se ha escrito con pasión demorada, resiste toda embestida. Los poemas de Virgilio Piñera, sus narraciones, sus cuentos, sus obras de teatro, son columnas de la literatura latinoamericana, que al igual que Juan Rulfo o Juan Carlos Onetti, tienen ya su lugar, en la más alta cima de la literatura universal. He aquí uno de sus cuentos.

*

Natación

He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogando de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.

No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.

Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas.

Imagen por: http://vse-svobodny.com/

La invención necesaria

William Carlos Williams
Prólogo, selección y traducción del inglés: Juan Antonio Montiel
Universidad Diego Portales
Santiago de Chile, 2013

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Cada tanto aparecen libros que se destacan sobre otros. La invención necesaria es uno de ellos. El volumen es una sustanciosa antología preparada por Juan Antonio Montiel, excelente traductor mexicano, y traductor de Williams (Cuadros de Brueghel, Viaje al amor y La música del desierto, todos publicados por la editorial Lumen) desde hace ya varios años.

La invención necesaria contiene una suma de ensayos sobre poesía y poetas, una buena muestra de poemas, además de cartas, el prólogo a Core en el infierno y una densa entrevista sostenida en los últimos años de la vida del poeta norteamericano con Walter Sutton. Toda esta batería de textos acercan al lector en español a una poética poco conocida en nuestra lengua y que aún hoy supone una de las reflexiones más interesantes en torno a la poesía. El ejercicio de escribir poemas, para Williams se acompañó siempre de un interés por comprender que implicaciones había al organizar palabras sobre una página blanca.

Contrariamente a lo que se piensa, Williams no era un sencillo médico de pueblo que escribía poemas. Quizá el equívoco al respecto de esto, lo generó el mismo Williams al oponerse en distintas ocasiones a la erudición y la poesía de T.S. Eliot. Williams insistió mucho en la apropiación de una lengua, lo que llamaba “el idioma norteamericano”, muy distinto en coloración, ritmo, entonación, etc., al inglés de Inglaterra: “Y, sin embargo hay un idioma nuevo e inesperado que, según tratan de hacernos creer, se habría desarrollado por ósmosis, pero que en realidad se debe al poder de quienes, como Whitman han apostado por sus congéneres y por el orgullo de una raza emergente, la suya propia. Nuestros académicos han hecho a un lado ese idioma; lo han abandonado, como ratas, para buscar la salvación en sitios más seguros. No podemos culparlos: ¿quién podría asegurar que sobreviviremos para implantar nuestros genes en un mundo nuevo?

Debemos avanzar, sin embargo. Con incertidumbre, quizá, pero con todo el coraje del que podemos echar mano. Debemos tener la certeza de que en la poesía, como en las matemáticas, la medida es ineludible; así que, en oposición al pie fijo del verso antiguo, incluido el isabelino, debemos plantear una alternativa que no puede ser otra que el pie variable, que hemos comenzado a vislumbrar con el advenimiento de Whitman.”

La cita es larga pero jugosa y da una muestra del lenguaje llano con que Williams se expresó siempre a pesar de tratar muchas veces asuntos realmente complejos. En la cita también pude observarse el carácter polémico de un pensamiento reacio a aceptar las cosas como han sido. En ello hay un empeño por renovar la poesía. Para Williams el hombre del presente no era el mismo del pasado. La poesía por lo tanto no podía ser la de antes y formas de expresión nuevas requerían y requieren ser creadas.

Williams fue una de las mentes más inquietas de su tiempo. Fue además un hombre generoso que escuchaba a los jóvenes y los alentaba a encontrar sus propios caminos. Sostuvo una abundante correspondencia en donde también intentó explicarse el oficio más intimo de su vida, el de ser poeta. En una carta a Ezra Pound incluida en La invención necesaria, cuenta lo siguiente: “Volviendo a la escritura de versos, que es lo único que de verdad nos preocupa, después de todo: ciertamente no hay sino seguir adelante con una música cualitativamente compleja y procurar que las imágenes sean cada vez más exactas (notas de una escala); el resto (indefinible salvo en ciertos poemas en particular) sería una música que sólo podrá tener alguna autoridad si nosotros…”. La carta termina así: “Ya es media tarde en este día de junio. No hay novedades, qué más quisiera yo.”

Los poemas del libro son pocos pero suficientes para darse cuenta de lo que Williams consiguió y de lo que eso significó para muchos poetas que vinieron después de él. Su influencia se dio principalmente en los Estados Unidos, sin embargo, en español, ha sido menos notoria, lo que no quiere decir que no ha existido.

Por último debo mencionar que el prólogo de Montiel es muy recomendable para entrar en el pensamiento y la obra de uno de los más grandes poetas del siglo XX y de todos los tiempos. En éste, Montiel explica algo que comparto: “Para Williams, ‘la existencia misma de la poesía’, dependía de la capacidad de ésta para dar forma a la experiencia del mundo partiendo de la lengua hablada, que al fin y al cabo constituye la experiencia fundamental de la lengua; justamente esa experiencia, conformada con ayuda de los poetas, es la base misma de la cultura: es la cultura. Así, lo que Williams rechazaba era la idea de la ‘cultura universal’, que desestima las experiencias particulares en vez de construirse a partir de ellas.”

Imagen por: Phenell

El trabajo del sueño

Jerome Rothenberg
Traducción del inglés: Mercedes Roffe
Hilos Editora
Buenos Aires, 2013

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Mucho le debe la poesía mundial, y no exagero, a Jerome Rothenberg (Nueva York, 1931). Desde que apareciera su famoso ensayo Technicians of the Sacred (1968), hasta su prestigiosa antología de Poems for the millenium, Rothenberg ha hecho un esfuerzo mayúsculo por resaltar aquellos elementos que a su entender y sin discriminar su procedencia, han hecho de la poesía una de las más vigorosas experiencias de la expresión humana.

Paralelamente a su trabajo de revisión, reflexión y recapitulación, Rothenberg ha escrito una larga lista de libros de poemas, algunos de ellos de una gran riqueza formal y espiritual. Se pueden mencionar por ejemplo, That Dada Strain (1983), Khuburn and Other Poems (1989), A Paradise of Poets (1999) o más recientemente Triptych (2007).

En los últimos años, algunos libros suyos han empezado a traducirse a nuestra lengua. En México apareció hace años Un cruel nirvana (El Tucán de Virginia, 2001), una antología de poemas con traducciones de Heriberto Yépez y Laura Jáuregui. También con traducciones de Yépez, se publicaron 25 caprichos a partir de Goya (Calamus, 2011) y Ojo del testimonio (Aldus, 2010), una importante recopilación de reflexiones sobre poética y poesía.

Como parte de ese esfuerzo aparece ahora, pero en Argentina, El trabajo del sueño, una generosa propuesta de la poeta y escritora argentina Mercedes Roffe, a quien le debemos también una excelente traducción y el prólogo del mismo libro. La selección opta por poemas breves y ajustados, que funcionan como fantasmas en la carretera. Son guías de una poética construida a lo largo de más de cincuenta años. Las versiones de Roffé son atrayentes y ponen a bailar en español algo del registro pacientemente organizado por Rothenberg en cada uno de sus libros, como sucede en “Poema al tiempo” de White Sun Black Sun (1960): “En el ojo de la aguja / cobraron vida las cosas / un perro, un pueblo, / un mar. // De las rosas nacieron tigres / y alguien me salpicó de lluvia la bufanda. / Del otro lado de la luna se oía / la voz del presidente / clara como una campana de iglesia, / simple como el éter: // bajo los naranjos se instaló / un verano sin polillas.”

Imagen por: Aldon Lynn Nielsen

Después de la música

Diego Fischerman
Eterna cadencia
Buenos Aires, 2011.

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Diego Fischerman ha escrito ya varios libros sobre música. Ha tocado temas que abarcan la música popular y la música culta con igual profundidad. Sus conocimientos son muy amplios y ha conseguido encontrar un lenguaje, un vocabulario, que le permiten hablar de asuntos complejos y hacerlos accesibles a un público no necesariamente especializado. Sus libros se plantean, me parece, como aventuras que pueden ser compartidas. Pero citemos un párrafo del comienzo para ejemplificar esto de un modo más claro:

“La música es dirección. Transcurre en el tiempo y, aun cuando su apariencia es estática, siempre se manifiesta con respecto a la expectativa de movimiento. La música, inevitablemente, es transcurso. Podría pensarse que es presente continuo, o que, por el contrario, no tiene presente. En realidad, se han llevado a cabo muchas más investigaciones a partir del producto (y de la producción musical ) que sobre su percepción, pero se podría asegurar que en la escucha de música todo es recuerdo –pasado: los sonidos son ya transcurridos, ese tema que se evoca, el ritmo que aún resuena en la mente- y expectativa –futuro: es que, a partir de lo evocado, la mente se prepara a oír.”

Y así con palabras sencillas, Fischerman va planteando preguntas y delineando respuestas a partir de compositores como Stravinsky, Shönberg, Berg, Webern, Varése, Boulez, Nono, Feldman o Cage.

Después de la música –hay que decirlo- es una edición revisada de La música del siglo XX (Paidos, 1998), en donde el autor argentino, como ya he dicho, hace un recorrido de la música culta del siglo XX, ese período intenso que para muchos queda atrapado bajo el nombre de música contemporánea y que implica un número grande de compositores y propuestas que llega de algún modo hasta nuestros días.

Al final del libro hay una propuesta discográfica muy interesante que funciona como guía auditiva para quien considere ahondar en esa música muchas veces, por desgracia, todavía desconocida.

Imagen por: Andrade Claudio

Recurrencias

Rae Armantrout
Traducción del inglés: David Ojeda
Ediciones sin nombre
México, 2013

 

En el año 2010, Rae Armantrout ganó el prestigioso Premio Pulitzer. Poco después fue invitada al Festival de Literatura de San Luis Potosí. Como resultado de su visita, David Ojeda preparó junto con la autora una antología personal, la primera de sus poemas en español.

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Recurrencias reúne 60 poemas que registran una voz inconfundible, un tono firme que deambula por distintas zonas de la experiencia humana pero desde lo autobiográfico. Los poemas de Armantrout son sin duda densos, lo que no significa que carezcan de transparencia y luz. El carácter autobiográfico, es un elemento que atraviesa buena parte de la literatura norteamericana y que se ha desarrollado hasta alcanzar un refinamiento especial como sucede en Pedazos de Robert Creeley o más recientemente en Mi vida de Lyn Heijinian. Esto ha sido señalado con bastante precisión en El arte de la vida (Ediciones Nuevo Mar, 1979) del investigador Mutlu Konuk Blasing, quien recorre la tradición de la literatura norteamericana desde este punto de vista, a través de las obras de autores como Whitman, Thoreau, Henry James, William Carlos Williams o Frank O’Hara.

Los poemas de Armountrout son sintéticos, y esto no sólo por su brevedad. Poseen distintos estratos de sentido que se manifiestan en planos materiales y de significados. Nótese, por ejemplo, el trabajo con las consonantes -la elaboración de un chasquido y la sensación entrecortada que producen las “t”- en el siguiente fragmento del poema “Sway” (Balanceo): Caught up / in the leaf, / entranced, / the carbon atom / gets a life – / But whose life is it? Que en la traducción de Ojeda queda así: “Atrapado en la hoja / embelesado, / el átomo de carbón / se hace de una vida. / ¿Pero de quién es esa vida?”

De un modo más sutil pero no menos relevante, el sentido se proyecta en el dibujo de los poemas sobre la página, que en general parecen casi siempre pinceladas delgadas, de arriba abajo, y que se interrumpen por pequeños puntos. La continuidad la establece por lo tanto el lector. Para Rae Armountrout pareciera no existir lo fijo. Su trabajo se articula a partir de trozos y astillas que han sido lanzados desde un lugar desconocido. Nada está completo ni carece de movimiento. Por lo mismo los poemas no son conclusivos ni explicativos, son apenas sondeos e impresiones, mínimas descripciones o comparaciones que a veces resultan un tanto humorísticas.

La aparición de libros como Recurrencias no son desafortunadamente un lugar común. Leer a una poeta como Armantrout en español, es sumar un caudal de recursos y efectos que enriquecen el panorama de nuestra propia poesía y literatura. La traducción de David Ojeda es precisa, pulcra, y consigue en muchos cosas la concisión y luminosidad del complejo lenguaje de la poeta norteamericana.

Imagen por: Natalia Carbajosa

Costa da Morte

La película, documental o ficción poco importa, Costa da Morte de Lois Patiño, se construye básicamente de planos muy abiertos o panorámicos, donde el hombre es apenas un punto en el espacio. Es decir, el hombre es paisaje y las imágenes, los paisajes, sin embargo, no quieren ser sólo convencionalmente bellos. Narran desde la distancia la invariable contundencia de la naturaleza.

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Galicia es España, pero no exclusivamente. Es un lengua, una cultura -incluso una literatura que va de la poesía galaico-portuguesa a la narrativa de Manuel Rivas-, es además un territorio habitado por hombres que desde el tiempo más remoto, han establecido una continuidad con el entorno. Costa da Morte describe así una relación de intercambios, de sincronizaciones. Hombres y mujeres recogen ostras, talan árboles, pescan, cazan zorros, apagan fuegos, despliegan su mirada desde piedras encimadas mar adentro, la despliegan también desde la turbulencia de las olas hacia las costas sembradas de niebla. Y de todo esto quedan unas cuantas palabras, algunas anécdotas de naufragios y linajes, de guerras y leyendas que brotan de la geografía.

Con pocos elementos (sutiles movimientos de cámara, sonido ambiental), Patiño consigue conquistar un lenguaje capaz de evocar un mundo primitivo y ponerlo en contacto con el mundo presente. La caza se realiza ahora con rifles y con perros, con radios que ponen en aviso a los cazadores sobre la ubicación de la presa. Se explotan cerros para sacar arena. Hay grúas que levantan la tala, molinos de viento que producen energía eléctrica, y sin embargo, las actividades humanas se ajustan a los cambios de las estaciones. Hombres se abrazan entre sí y se aferran a las rocas para evitar las embestidas del mar, o tiran en grupo, con sus cuerpos y sus manos un caballo al piso para domarlo.

Costa da Morte recuerda algunos de los mejores momentos del cine: pasajes marinos evocan la apreciable Drifters (1929) de John Grierson; hay una atmósfera general, distante formalmente pero no de modo sustancial de Las Hurdes (1933) de Luis Buñuel; incluso cierto vacío que al igual que en Cinco de Abbas Kiarostami, hace una especie de borrón y cuenta nueva que nos permite ver lo real otra vez.

Costa da Morte obtuvo el premio a la mejor película en el pasado FICUNAM. Pero esto es apenas anecdótico. Patiño nació en Vigo en 1983. Costa da Morte es su primer e invaluable largometraje.

Imagen por: Ivan Villarmea Alvarez

Habitar el tiempo. Una propuesta de Michel Blancsubé

El viernes 7 de marzo se inaugura al público la exposición Habitar el tiempo en el Museo Jumex. Dicha exposición está articulada por Michel Blancsubé (Vanves, 1958), francés afincado en México y curador de la Colección Jumex desde hace varios años.

Habitar el tiempo está conformada por 28 piezas de artistas diversos entre quienes se encuentran Francis Alÿs, Carlos Amorales, Jean-Michel Basquiat, Louise Bourgeois, Moyra Davey, Jenny Holzer, Donald Judd, On Kawara, Joachim Koester, Gonzalo Lebrija, Richard Long, Gordon Matta-Clark, Jean-Luc Moulène, Rivane Neuenschwander, Steven Parrino, Robert Rauschenberg, Dieter & Björn Roth, Robert Ryman, Robert Smithson, Rosemarie Trockel, Franz West y Hannah Wilke, entre otros.

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Las piezas en su mayoría no han sido expuestas en México, aunque esto no es algo que resulte en realidad relevante para Blancsubé, quien comenta que aunque ha buscado incluir en sus exposiciones piezas inéditas de la Colección Jumex, no le interesa tampoco hacer de esto una regla.

La exposición es la segunda que organiza el Museo Jumex desde su reciente inauguración. La primera estuvo realizada por Patrick Charpenel, director del museo, el pasado 16 de noviembre. Esto resulta significativo pues demuestra el dinamismo que la institución busca proyectar.

La curaduría de Blancsubé es sencilla y sugerente y no modifica el espacio de la arquitectura del museo salvo por la pieza de Rivane Neuenschwander, artista brasileña, que divide el espacio en dos. Las piezas se encuentran colocadas sobre el piso o los muros sin ningún tipo de apoyatura, por lo que el espectador tiene la oportunidad de acercarse a ellas y circular con bastante libertad.

Para Blancsubé es importante no inducir al espectador ningún tipo de interpretación, por lo mismo la exposición contiene solamente algunas cédulas informativas y un breve texto introductorio. Para quienes deseen informarse más extensamente sobre las piezas de la exposición y las intenciones de ésta, existirá un libro-catálogo con textos amplios de artistas como Daniel Buren, Ricardo Caballero y Carol Goodden, además de poemas de Henri Cole, un ensayo “boligráfico” del artista Jean-luc Moulène, un texto de la historiadora del arte Corinne Diserens, así como citas y anotaciones personales del curador de la exposición.

Con humor, Blancsubé acota que una de los propósitos de Habitar el tiempo consiste en que el espectador establezca una relación entre su vida corriente y las piezas a través del cuerpo humano. Hay, cuenta, una articulación dentro de la exposición que se da a partir de los conceptos micro y macro, que le fueron sugeridos, por ejemplo, a partir del trabajo de Robert Smithson. En la obra del artista norteamericano, sucede que al recorrer sus piezas, como en su famosa espiral, uno tiene una visión macro del paisaje, pero desde el cielo, la pieza se ve como una diminuta ameba.

Otra de las ideas que inspira la exposición, es la teoría de Alois Riegl, la cual señala que las culturas y las civilizaciones oscilan entre dos concepciones de espacio: la “óptica” que funde los objetos en la continuidad del éste, y la “háptica” que los aísla. Bajo esta premisa Habitar el tiempo contrapone fragmentos -las piezas- que involucran las dos perspectivas.

Para Blancsubé resulta importante que el espectador vacíe su “maleta” de conocimientos, de referentes y se enfrente directamente a las piezas. Antes de aprovechar la materialidad, la forma, nos dice el curador francés, el espectador se aproxima a las piezas estableciendo relaciones con lo que conoce y no se atreve a dejarse seducir o rechazar la obra sin otro elemento de por medio que los propios sentidos. Habitar el tiempo, por lo tanto, busca que las piezas se presenten a sí mismas.

A pesar de lo austero de la curaduría, las piezas en general poseen cierto carácter “trash”, rudo o áspero que plantean un punto de vista parecido. Esto aunado a otros detalles como el color amarillo de algunas piezas, indican una continuidad que acentúa o evoca justamente el tiempo, que desde una selección de piezas, de individualidades, Blancsubé, con una mirada lúdica, quiere hacernos experimentar.

Imagen por: Baby Solís Serrano