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Había una vez un pájaro: Alejandra Costamagna

 

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Había una vez un pájaro
Alejandra Costamagna
Editorial Cuneta
Santiago, Chile, 2013.

En un tono nostálgico la escritora chilena Alejandra Costamagna realiza un ejercicio de reescritura de su novela En voz baja, publicada veinte años atrás, que da como resultado el cuento Había una vez un pájaro. En él, Costamagna parte de cero para concentrarse en la relación entre dos hijas y su padre, quien durante la dictadura en Chile, es llevado a prisión, hecho que reconfigura la relación familiar entre ellas y su padre, al que sólo pueden ver una vez a la semana en prisión y una madre que de pronto comienza una relación con otro hombre.
Costamagna, forma parte de una generación de destacadas escritoras chilenas, que como Nona Fernández lo hace con su novela Space Invaders, abordan el tema de la dictadura desde la mirada, no del adulto, sino de los niños que se ven orillados a crecer, madurar y procesar el dolor y la desgracia desde muy temprana edad.

Acompañan a este cuento dos textos más, Nadie nunca se acostumbra y Agujas de reloj. Ambos sirven también como ejercicios de memoria centrados en hijos inmersos en familias fragmentadas y figuras paternales totalmente desdibujadas o ambiguas. En la primera historia, una niña de doce años debe enfrentar la separación de sus padres y emprender un viaje con su padre, para visitar a la hermana de su madre y descubrir una terrible verdad. En el segundo, de nuevo un personaje femenino trata de definir lo que significa una familia, así como las figuras del padre y la madre. La separación, el engaño y la admiración por la figura paterna son constantes en estas tres historias.

En las descripciones hechas por los personajes más jóvenes de cada historia y quienes guían los relatos, se percibe un tono de rebeldía y rechazo por el entorno. Hay también un anhelo de escapar de aquel horror en que se ve inmersa una sociedad silenciada, víctima de abusos y que se ve forzosamente reconfigurada. Aquella realidad social irrumpe en los hogares para destruirlos y despojar a los más pequeños e inocentes de un entorno familiar y sustituirlo por sentimientos de desamparo, incertidumbre y desilusión.

En lugar de narrar situaciones violentas, Costamagna decide hablarnos de las consecuencias de la dictadura, familias fragmentadas, padres que son enviados a la cárcel, madres e hijas que deben someterse cada semana a revisiones de los policías para poder visitar a sus familiares presos, la traición y dolor entre sus familiares y los susurros, engaños y el intento de los padres por ocultar verdades mediante mentiras a los hijos quienes han dejado de ser niños para verse obligados a espiar y descifrar aquellos códigos.

Sin duda Había una vez un pájaro es, al igual que Space Invaders de Nona Fernández, una excelente forma de acercarse a la narrativa chilena que ofrece esta generación de escritoras.

Naturaleza muerta con brida

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Naturaleza muerta con brida
Zbigniew Herbert
Traducción del polaco: X. Farré
El Acantilado
Barcelona, 2008.

El ensayo muchas veces queda relegado en relación a otros géneros literarios. Sin embargo, desde Montaigne hasta el día de hoy, existe una larga lista de volúmenes dedicados a “vagar” de aquí para allá. El ensayo permite ir por todos lados y como escribiera Robert Musil, permite “en un terreno en que se puede trabajar con precisión, hacer algo con descuido… O bien… el máximo rigor accesible en un terreno en el que no se puede trabajar con precisión”.

El poeta y ensayista Zbigniew Herbert lo demuestra felizmente en su libro dedicado a Holanda. Cualquier cosa es digna de atención para el escritor polaco: una pintura, un comentario sobre Spinoza o el quiebre de la bolsa por la especulación con tulipanes. Naturaleza muerta con brida responde a un entusiasmo infrecuente que se contagia al pasar cada una de sus páginas.

Herbert además nos permite ver en Holanda a un país que ha sido especial a lo largo de la historia. Su rica pintura, su sana vida cultural y social, el carácter democrático y negociador de sus habitantes, su cosmopolitismo. Herbert lo capta todo con el ojo de un observador curioso y al mismo tiempo con enormes conocimientos. Su prosa, por otro lado, es engañosamente sencilla, pues logra transmitir de un modo directo, una gran cantidad de información sin ser pesadamente didáctico. Esto lo hace también, con un tono amigable que por momentos simula una conversación. Pero que sea él mismo quien se exprese:

“He aquí la historia de una de las locuras humanas.

No trata de un incendio que arrasa una gran ciudad al borde de un río, o de la masacre de un pueblo indefenso; tampoco de una llanura inundada de luz matutina, o de caballeros que, al atardecer para demostrar cuál de los dos comandantes merece un modesto lugar en la historia, o un monumento de bronce o, en el peor de los casos, dar su nombre a una calle de los suburbios pobres.
Nuestro drama es modesto, carece de patetismo; está lejos de las célebres hemorragias históricas. Porque empezó inocentemente, a partir de una planta, de una flor, de un tulipán que -¡realmente resulta difícil de imaginar!- desencadenó incontrolables pasiones colectivas. Y lo que es más, para quienes se ocuparon de este fenómeno el hecho más sorprendente fue que aquella locura afectó a un país ahorrativo, sobrio, trabajador. La pregunta es: ¿cómo es que en la ilustrada Holanda, y no en algún otro lugar, la tulpenwoede [la fiebre de los tulipanes] alcanzó dimensiones tan alarmantes, sacudió los fundamentos de la sólida economía nacional e involucro en un enorme juego de azar a representantes de todas las capas sociales?”

¿No son acaso estas preguntas una invitación a continuar con la lectura?

Juan José Saer

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Hoy se cumplen 10 años de la muerte de Juan José Saer. En este último tiempo han aparecido una buena parte de sus Cuadernos, material inédito en su mayoría y que, sin duda, modifica algunos de mis puntos de vista sobre el texto que comparto a continuación y que escribí dentro de un homenaje que organizó la revista El poeta y su trabajo en el año 2005, el mismo del fallecimiento del escritor argentino. Saer ha sido y es un referente ineludible de la narrativa contemporánea. Sus libros, sin embargo, circulan poco. Por lo mismo este aniversario es una ocasión para darnos la oportunidad de leerlo o releerlo, de compartirlo y discutirlo, de seguir aprendiendo de un hombre y una obra que jamás cedieron a presiones de ningún tipo salvo el de la mayor exigencia formal y estilística.

Como una anécdota al margen, quiero contar que al leer el volumen de sus Cuadernos dedicado a la poesía, el tercero publicado por Seix Barral, descubrí varias elegías, esas viejas y persistentes lamentaciones por la perdida de un ser amado, dedicadas a “G.L”. Los especialistas especulan sobre a quien fueron dedicadas. Sin embargo, todo apunta a que esa “G” corresponde al nombre de Gloria, y la “L”, al parecer, pertenece al apellido Latavani. Luego de leer los poemas y las notas, recordé que en alguna ocasión el poeta Hugo Gola, amigo de Saer de toda la vida y también de aquellos años de su ciudad Santa Fe, antes del exilio voluntario en Francia, me relató un encuentro amoroso de Juan José Saer con una mujer mulata, brasileña (hay indicios en lo poemas de todo esto), a la cual visitaba en un lugar de no muy buena reputación para verla bailar. Ahí, la esperaba hasta el amanecer para luego volver a su casa, según me contó Gola, maltratado por la noche larga. Saer en broma decía a sus amigos en aquella época que él aspiraba a la “Gloria”, refieriénsose no a su obra literaria sino a aquella mujer, lo que confirmaría de algún modo, como Gloria Latavani gravitó en la vida del narrador argentino al grado de hacerlo escribir versos como el siguiente : “Tu causa era el olvido y su accidente principal mi sosiego.”

 *

Existe en México en algunas celebraciones ―cumpleaños, posadas, fiestas populares― la costumbre de romper una piñata. Para esto, es necesario llevar a cabo un “ritual” que puede variar según los distintos usos locales o familiares, aunque generalmente se repiten eventos como el de vendar los ojos de quien con un palo intentará quebrar el bulto de barro o periódico vestido de papel. Quien intenta romper una piñata, se somete a una dinámica envuelta de misterio y emoción, que rodeado de personas entusiastas y expectantes, se encuentra solo frente al hecho ineludible de avanzar hacia un vacío que no promete nada. Sin vista, ni orientación precisa, uno se mueve en una zona de indeterminación en donde se abre la posibilidad de abandonarse a la intuición. Muchas veces, leyendo a Juan José Saer, he pensado que me adelanto, como al querer romper una piñata, cerrado en mí, hacia una realidad densa, contundente y múltiple, pero imprecisa. Cada “narración” ―no voy a utilizar la palabra novela, que él reiteradamente rechazó―, cada ensayo, cuento o poema, o mejor, cada desarrollo o proceso de escritura, es como la piñata que encierra un universo acotado, una estructura que se desenvuelve en un presente, y que cada lector tendrá que enfrentar abierto, sin miedos, ejerciendo sus facultades intelectuales, emocionales, y aún físicas.[1]

En Saer, esta estructura, se encuentra sometida bajo una conciencia filosa,[2] que también vinculo a la definición de forma —y a la práctica poética— que Robert Creeley, a mitad de los años sesenta, precisó sobre cierta poesía en la escueta frase “forma es lo que sucede”. Digo esto por dos ideas que intentaré formular. La primera, la estrecha relación del trabajo narrativo de Saer y la poesía; la segunda, el ejercicio de narrar como un proceso, y para dar un ejemplo preciso, habría que recordar, los innumerables detenimientos que aparecen en su narrativa, sobre los momentos en que los personajes realizan el acto de escribir:

Ahora que estoy escribiendo, que el rasguido de mi pluma y los crujidos de mi silla son los únicos ruidos que suenan, nítidos, en la noche, que mi respiración inaudible sostiene mi vida, que puedo ver mi mano, la mano ajada de un viejo, deslizándose de izquierda a derecha y dejando un reguero negro a la luz de la lámpara, me doy cuenta de que, recuerdo de un acontecimiento verdadero o imagen instantánea, sin pasado ni porvenir, forjada frescamente por un delirio apacible, esa criatura que llora en un mundo desconocido asiste, sin saberlo, a su propio nacimiento.[3]

Es decir, que lo que se narra, aparece, en el presente, insisto, en el proceso mismo de escribir. La verdad o no de eso que se narra, es ciertamente otro de los núcleos, me parece, del trabajo de Saer. En este sentido, la descripción, surge como una de sus herramientas indispensables, pero no como explicación del mundo, sino como disección de lo material, como una inmersión en la complejidad. Y aquí, quisiera ligar también, la cuestión de la poesía dentro de la labor narrativa del escritor santafecino.

Durante algunos años, entre la década del cincuenta y el setenta del siglo pasado, un grupo de amigos artistas de distintas edades y en distintos momentos de su experiencia de trabajo, frecuentó con asiduidad, admiración y cariño, al poeta de Entre Ríos Juan L. Ortiz. Este hecho simple, aunque inolvidable, fecundó —y existen muchos testimonios al respecto— los procesos artísticos y de vida de personas como Hugo Gola, Francisco Urondo, Marylin Contardi, Raúl Beceyro, o Juan José Saer —entre muchos otros. Menciono esto, porque esa poesía “rara”, o debiera decir muy personal, de Juan L. Ortiz —incluso desde sus rasgos tipográficos—, forjó, como su amado río Gualeguay, brazos diversos, en el caso de Saer —y ésta es tan sólo una hipótesis— inquietudes que derivaron en conflictos y problemas de escritura.

La primera vez que leí el poema “Entre Diamante y Paraná”, sin entender realmente como se articulaba el texto —aunque existía en el título la promesa de un viaje entre dos sitios precisos—, la detención en cada objeto que aparecía ante los sentidos del poeta, que a su vez progresivamente se sobreexcitaban, terminaron extraviándome. Juan L. Ortiz daba un paso y se distraía con vehemencia en detalles cada vez más pequeños que impedían el desplazamiento entre las ciudades, pero trazaban en cambio una ruta hacia el interior de la materia. Después entendí, con sucesivas lecturas, que el poema diseccionaba la realidad mediante la descripción —una herramienta convencional de la prosa— o al menos un modo de ella, que antes de explicar o adjetivar, extendía la realidad, la “problematizaba”, y entonces pensé en Saer y en sus procedimientos narrativos.[4] Tengo la impresión, de que es justo este uso de la descripción, lo que articula una gran parte de sus narraciones.[5] No creo que sea tan sólo el afán de controlar o acotar un universo, sino que asumiendo su irreductibilidad, busca dejarlo ser —dejar— como en la escritura de Francis Ponge, que las cosas hablen por sí mismas. Se introduce también, con todo esto, una contaminación, o mejor dicho, una rebelión contra los géneros o las estructuras dadas con anterioridad por los hombres y escritores de otras épocas. Si la poesía tiende tradicionalmente a condensar, y la prosa a distender, la narración para Saer, inseminada por elementos poéticos, es corrompida en sus “usos regulares”. Esto no significa que Saer intente escribir una “prosa poética”. Es más, pienso que esto lo horrorizaría, sino que intenta lo improbable: distender el acontecimiento poético, como una banda elástica que se estira hasta su máxima tensión, al igual que Juan L. Ortiz lo intentó en su “Entre Diamante y Paraná”. Prueba de estos planteos, serían las narraciones de La mayor y Nadie nada nunca,[6] en donde la anécdota no es más que una astilla dentro de otros fragmentos de acciones —tomar una infusión, o un nadador que cruza un río— que se repiten incesantemente en un intento desesperado (u obsesivo) por congelar el presente y penetrar los distintos planos que articulan el mundo, o la realidad, o la materia, o lo que sea que estas tres cosas signifiquen…

Para Saer, una narración, es un avance dentro de la oscuridad y ambigüedad del mundo, y ahí está, ahí sigue su “entenado”, en esa vida que “resulta saber difícil si ha tenido realmente lugar”. Es una pregunta, que no busca respuesta, pues cualquier conclusión aniquilaría la escritura. Sus ensayos críticos y literarios[7] —herencia de la modernidad y las vanguardias históricas, de Macedonio Fernández y Borges, del Nouveau Roman, Adorno y Benjamin— en este contexto, cobran una relevancia fundamental; ya que no sólo acompañan el proceso de la escritura, sino que además, colaboran en la indagación formal, pues nacen igualmente de una necesidad creativa.[8] Considero esto de suma importancia también, para entender sin equívocos la animadversión que producía la modalidad inquisitiva de Saer cuando emitía sus juicios literarios. En él, no había rodeos nunca en ese sentido. Si algo no le gustaba, lo decía, y exponía sus razones con plena libertad. Daba nombres. Esto sin duda, en un mundo en donde “todo-debe-ser-políticamente-correcto” —yo diría, “todo-debe-ser-estúpidamente-incorrecto”— escandaliza. Saer era estricto, me parece, porque no le gustaban los malos entendidos, ni las mentiras, ni las adulaciones. Su obra quedó muchas veces al margen, porque repitiendo sus propias palabras dedicadas a Juan L. Ortiz:

…deberíamos preguntarnos si esa inexistencia (oficial) no es representativa del lugar marginal que ocupa la poesía en nuestra sociedad, no únicamente en lo relativo al cuadro de honor expuesto en los paneles de los ministerios y la distribución de la prebendas, sino también en cuanto al circuito comercial del libro, en el que la expresión poética debe resignarse a cederle el paso a mercancías literarias de consumo más inmediato.[9]

Y lo oficial va más allá de los marcos reconocidos por cualquier tipo de institución. En México, nuestro Juan, Juan Rulfo, al ser tocado por el rey Midas de lo “oficial”, ha quedado, de alguna manera, condenado también a la marginalidad. Cuando se pide en las escuelas secundarias y preparatorias —e incluso en la universidad— que se lean, el Llano en llamas y Pedro Páramo, la prosa genial de Rulfo, se pierde en el estercolero de la ignorancia, el poco amor por la literatura, el aburrimiento, la reducción obsesiva a los esquemas con que una gran mayoría de profesores —siempre existirán excepciones— destruyen cualquier posible deslumbramiento. No me desvío más.

Detenerme en aspectos específicos de la obra de Juan José Saer ―quizá esto sería lo único verdaderamente significativo― me parece un propósito desmedido, al menos para mí. Quizá debiera decir algo sobre sus poemas. Me gusta Vecindad de Logroño, o este otro por ejemplo:

 Los higos de Lacoste

Mal maduros, los higos,
en la proximidad
de las ruinas, secos desde
dentro, blandos pero duros
al mismo tiempo por fuera, enanos,
van cayendo, uno a uno,
hacia la tierra imposible,
inútiles,
antes de su estación.[10]

O quizá tendría que desarrollar algunas intuiciones relacionadas con el español que utilizó en sus narraciones, localizado en Santa Fe, Argentina, con el que quería, a partir de lo particular, alcanzar lo universal —aunque eso él ya lo hizo y por supuesto mucho mejor que yo, en algunos de sus ensayos de El concepto de ficción y La narración-objeto. Quizá también valdría la pena hablar sobre el placer que se obtiene al encontrar después de años, de algunas páginas y libros, el hilo de una narración interrumpida por algún personaje o determinada concatenación de eventos. O el sentimiento de intimidad —casi amistad— que producen muchas veces, el reencuentro con Tomatis, Leto, Pichón Garay, el Matemático…, pero no lo haré.

Quisiera tan sólo referir, por último, lo siguiente. Hace algunos años, visité París y lo llamé por teléfono. Tenía por un lado, un gran entusiasmo de conocerlo y conversar con él; por otro, sentía miedo, pues no eran pocas la historias en las que con breves diálogos, Saer sometía a sus interlocutores, que en algunos casos, como el de Pierre Bordieu, eran inteligencias enormes. Sin embargo, después del telefonazo, unas horas después, estaba ya ―junto con un amigo, Germán Martínez― en el bar del hotel, frente al edificio en donde se encontraba el pequeño departamento donde vivió Saer con modestia los últimos años de su vida. Lo digo de este modo, no porque su situación fuera lamentable, sino porque, justamente, Saer había elegido vivir de ese modo, sin grandes lujos ―a pesar de haber manejado con astucia el dinero de sus derechos― más allá de una habitación y una mesa donde pudiera concentrarse en su escritura depurada. (Un cuarto propio, pedía Virginia Woolf como requisito indispensable, para pensar, leer y escribir). Cuando llegamos, Saer ya estaba allí, abrazado por el canapé, y frente a una mesita. Después de los saludos, iniciamos el diálogo, si se puede llamar a ese intercambio disparejo, en el que Germán sumido en un silencio rotundo, y yo, bajo la influencia de los nervios, nos vimos atorados. Saer, amable y festivo, al darse cuenta de nuestras limitaciones, comenzó un relato a partir de una vieja que entraba en ese momento por el mezanine del hotel. La mujer alta y flaquísima, muy bien vestida eso sí, fue el detonante de una tormenta de descripciones meticulosas, que nos arrastraba hacia una “zona” de narración limpia y totalmente atractiva. Los detalles fueron tantos, que sería absurdo intentar repetirlos. Si la mujer era o no, una manejadora de putas finas, era lo de menos. El asunto estaba en la aparente facilidad de esa narración que nos envolvió, en la felicidad de aquellas palabras, en la armonía que a veces nos saca del tiempo ―me refiero a la convención del tiempo, al tiempo convencional― y nos permite detenernos en una fracción de lo que sucede —en esa situación de las cosas— que como en algunos poemas, algunos encuentros, nos colocan en un presente infinito.

Saer pagó la cuenta, y nos pidió que lleváramos sus saludos afectuosos a Hugo Gola, gracias a quien fue posible conocerlo. Al salir, nos dimos un apretón firme y nos alejamos hacia distintos destinos de la calle. Eso fue todo, y hoy que me abruma saber de su muerte, saber que se encontraba en plenas facultades, escribiendo ese libro que llamaba La grande, y que ya muchos esperábamos, no puedo decir otra cosa, que está de la chingada, que perdimos una isla, un refugio, que se nos fue uno de veras importante…

 (Verano 2005)

 

[1] Obsérvese la importancia que Saer da a la relación de la escritura y el cuerpo, en la entrevista que Gerard de Cortezane le realizó, y que aparece en su libro de ensayos El concepto de ficción, Buenos Aires: Ariel, 1997.

[2] Cada narración representa un problema y un desenvolvimiento distintos, como los diferentes puntos de vista que construyen Cicatrices, o la forma de “muñeca rusa” de La pesquisa, donde se suceden narraciones que se contienen una dentro de otra.

[3] Saer, Juan José. El entenado. Buenos Aires: Seix Barral, 2000.

[4] Evidentemente la descripción es sólo una de las herramientas utilizadas por Juan José Saer en su narrativa. Existen otras, como los puntos de vistas, o la repetición de frases en tiempo presente, sin embargo, quiero enfocarme en este elemento constructivo.

[5] La descripción, también implica haberse decidido por una literatura real y no “realista” o representativa ni de ideas, ni de imágenes, ni de momentos históricos precisos, sino real, en la tradición del Ulises de Joyce, en donde se integra una unidad coherente pero múltiple en la narración, es decir, que se intenta penetrar los diferentes estratos que conforman la realidad, a partir de los distintos y complejos mecanismos sensoriales, e intelectuales que excitan nuestro cuerpo, además de incorporar los sedimentos culturales, sociales, económicos, tecnológicos e históricos de nuestro infranqueable entorno.

[6] “Entre Diamante y Paraná” es uno de los últimos poemas de Juan L. Ortiz, que murió en 1978. Vale decir, que probablemente cuando Saer leyó este texto, se encontraba ya en “la selva espesa” de La mayor (1976), uno de sus libros más experimentales, junto con el posterior Nadie nada nunca de 1980.

[7] El río sin orillas, un libro trabado impecablemente, puede incluirse dentro de la tradición de libros híbridos —quizá de origen americano— como el Facundo de Sarmiento, Los sertones de Euclides da Cunha, o incluso Moby Dick de Herman Melville, que no sólo son estimulantes en la lucidez de sus ideas o las sensaciones que despiertan, sino también en la energía y precisión de su prosa.

[8] Cito: …ya sabemos que la crítica es una forma superior de lectura, más alerta y más activa, y que, en sus grandes momentos, es capaz de dar páginas magistrales de literatura. En consecuencia, la frecuentación del género con la esperanza de lograr algunas de esas páginas no es un proyecto demasiado inútil por parte de un escritor: la obtención de una sola de ellas lo justificaría. (Saer, Juan José. La narración-objeto. Buenos Aires: Seix Barral, 1999).

[9] En el prólogo de la Obra completa de Juan L. Ortiz, Santa Fe, Argentina: Universidad Nacional del Litoral, 1996.

[10] Saer, Juan José. El arte de narrar. Poemas 1960-1987. Buenos Aires: Seix Barral, 2000.

Entrar en la materia del lenguaje/ o en torno a El terreno en disputa es el lenguaje

El terreno en disputa es el lenguaje
José Ignacio Padilla
Iberoamericana/ Vervuert
Madrid, 2014

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Hacedores de símbolos, presentaos desnudos en público y sólo entonces aceptaré vuestros pantalones.

Hacedores de imágenes, devolved las palabras a los hombres.

                                              Cesar Vallejo

 

Ya lo dijo José María Arguedas, “Vallejo era el principio y el fin”, y aunque José Ignacio Padilla no hace una revisión de la obra de Cesar Vallejo en su libro El terreno en disputa es el lenguaje, las apuestas y alcances de la poética vallejeana, sobre todo de Trilce, le sirven para señalar coordenadas distintas desde dónde leer la poesía. Padilla se lanza sobre ese terreno que es el lenguaje en busca de “nuevas articulaciones”, en busca de una “nueva sensibilidad”, siguiendo de cerca en esto la postura de Vallejo quien en “Poesía nueva” escribe:

Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras “cinema”, “avión”, “jazz-band”, “motor”, “radio”, y en general, de todas las voces de la ciencia e industrias contemporáneas, no importa que el léxico corresponda o no a una sensibilidad auténticamente nueva […] pero no hay que olvidar que esto no es poesía nueva, ni vieja, ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el artista y convertidos en sensibilidad. (Cesar Vallejo, 435)

En su libro El terreno en disputa es el lenguaje José Ignacio Padilla lo puntualiza así: “se necesitan nuevas articulaciones del lenguaje, que a su vez recorten nuevas formas de experiencia” (117). Cesar Vallejo traza el problema alrededor de los años veintes del siglo pasado, y Padilla lo piensa al inicio de este siglo, casi cien años después. Sin embargo, aunque distinto, el problema es similar, incluso podría decirse que aquello que vio/vivió Vallejo se ha agudizado en la actualidad. En “La vida como match”, texto de 1927, Vallejo hace sonar una alarma: “El récord, como criterio de vida, nos viene del sport. El alma filosófica de este criterio, la cantidad, nos viene de los Estados Unidos, de aquella cultura de ‘standars’ […] La vida, como match, es una desvitalización de la vida […] una cosa es el record de la vida y otra cosa el triunfo de la vida” (Poesía y poética, 31). Al leer este texto advertimos que algo nos ha sido arrebatado y pareciera que eso que se nos ha arrebatado es la vida, en palabras de Vallejo, o la experiencia, en palabras de José Ignacio Padilla, quien también hace sonar una alarma en su libro: “(…) quiero hablar de la relación entre la significación totalizante y la experiencia, considerando que el modo predominante de significación de la modernidad deja fuera de juego flujos materiales y de sentido que nos constituyen. [así que] Una manera de nombrar el empobrecimiento de la experiencia sería: reducción de los flujos semióticos y materiales” (77). La vida como match se encuentra hoy de frente con esa experiencia-mercancía. Un mismo fenómeno que se ha acrecentando al paso del tiempo: de la competencia capitalista al mercado neoliberal que intenta apropiárselo todo.

José Ignacio Padilla* en una conferencia, a propósito de Vallejo, cita un texto de éste (transcribo un fragmento): “Quiero perderme por falta de caminos […] Odio las calles y los senderos, que no permiten perderse […] En el campo y en la ciudad, se está demasiado asido a rutas, flechas y señales, para poder perderse […] Uno está ahí indefectiblemente limitado, al norte, al sur, al este, al oeste. Uno está ahí irremediablemente situado” (Cesar Vallejo, 493) A partir del texto de Vallejo, Padilla hace una reflexión importante: “La modernidad impone mapas recorridos sobre el terreno rugoso del mundo”. Padilla propone entonces des-situarnos, romper las coordenadas que determinan nuestra existencia, abandonar los mapas, ya que éstos no nos permiten tocar las diversas texturas de esas rugosidades del mundo. La experiencia para Padilla estaría entonces en ese terreno rugoso, ahí estaría también, tal vez, la vida para Vallejo.

En su libro El terreno en disputa es el lenguaje José Ignacio Padilla delimita el problema así: “vivimos un vaciamiento del lenguaje que se experimenta a partir de la confluencia entre simbolización y capitalismo” (15). Desde el principio Padilla pone al descubierto la alianza entre capital y comunicación, entre capital y legibilidad. Pero, ¿qué tiene que ver con esto la poesía? Todo el libro de Padilla muestra de manera lúcida y contundente que la poesía está también implicada en ese sistema y que la única forma de salir de él es a partir de prácticas poéticas críticas que desafíen la simbolización, practicas poéticas de resistencia, lo cito:

Mi punto de partida es muy sencillo: si el uso del lenguaje es absorbido por la dinámica del capital, concentrémonos en las desviaciones de ese uso. Con la salvedad de que a la vuelta del camino, las desviaciones resultan no ser tales –el lenguaje resulta ser muchas cosas y arrastrar otras tantas, más allá de comunicar, decir, operar, producir. (17)

José Ignacio Padilla en El terreno en disputa es el lenguaje va en busca de ciertas prácticas poéticas que muestren precisamente esas desviaciones: poéticas que reintroducen el error, la aberración, las disonancias, los quiebres gramaticales, el ruido, las borraduras, la opacidad, los residuos, los restos, es decir, todo aquello que la norma lingüística deja fuera. Padilla, a la manera de Borges en “Kafka y sus precursores”, lee el pasado desde el presente; comienza así con las poéticas de Mario Montalbetti (Perú), Martín Gubbins (Chile) y Andrés Anwandter (Chile), para, desde éstos, sentar las bases de su lectura y seguir hacia atrás con el proyecto de Jorge Eduardo Eielson (Perú) y las poéticas, diversas e incluso contrapuestas, que se desprenden de la propuesta de la Poesía Concreta (Brasil). Hacia el final Padilla hace una excelente revisión de la vanguardia, poniendo en el centro las figuras de Vicente Huidobro (Chile) y de Alberto Hidalgo (Perú). Las pesquisas de Padilla abren, por un lado, nuevas lecturas de la vanguardia, de la poesía concreta y del proyecto de Jorge Eduardo Eielson, (problematizando a partir de éstos, entre otras cosas, las relaciones entre imagen/texto), y por el otro, iluminan algunas líneas de las poéticas latinoamericanas actuales.

A lo largo de su libro, Padilla deja en claro tres aspectos que me parecen esenciales para todo aquel que quiera hoy leer un poema: 1) Lo importante no es tanto lo que dice un poema sino lo que hace un poema, 2) contra lo legible lo ilegible como lo que puede movilizar al lenguaje y a la experiencia y 3) para llegar a la materia (a ese terreno rugoso que los “mapas” no toman en cuenta) hay que abandonar la significación. Padilla pone en el centro lo que la norma pone en el margen: lo in-significante, lo no-significante, la materialidad. Pero Padilla no está solo en esta búsqueda, a lo largo de sus ensayos dialoga con otros críticos, otros poetas, otros pensadores: aquí quiero destacar dos nombres que están muy presentes en la discusión que José Ignacio Padilla pone en juego en su libro: Mario Montalbetti y William Rowe; de hecho, uno de los puntos de partida del libro, como lo afirma al inicio el mismo Padilla, es la postura crítica de Montalbetti, quien propone hacer una crítica de la “economía política estética” (15) , que supone, entre muchas otras cosas, escribir/leer contra el signo, contra la identidad, contra la unidad lingüística, nacional y territorial: contra todo aquello que intente homogeneizarnos, uniformarnos, domesticarnos. La propuesta de Mario Montalbetti se toca también con la de William Rowe, quien insiste, en sus muchos libros y conferencias, en la necesidad de hacer una crítica al lenguaje, de desconfiar de la continuidad que la articulación gramatical suministra para pensar el mundo, poniendo precisamente entre comillas lo lingüístico-centrista para así abrir otras perspectivas que suspendan el nivel discursivo, el nivel simbólico del lenguaje. En una entrevista William Rowe propone: “Que las palabras laceren la página (Michaux), creo que esto nos permite entrar en una zona en que sentimos lo otro del lenguaje, su extrañeza, sentir las palabras desde el otro lado” (Cesura ,23).

José Ignacio Padilla al final de su libro sugiere: “Si la realidad es una suma de representaciones, la palabra debe rasgar la realidad” (262). Esta es, quizá, la propuesta central de El terreno en disputa es el lenguaje: rasgar la realidad para abrir fisuras desde donde poder ver. La pregunta que queda por contestar es: ¿qué tenemos que ver?, ¿qué es lo que estas poéticas críticas nos permiten ver? Si entiendo bien, un eje para esta respuesta sería que lo que estas poéticas nos muestran es precisamente “el anclaje no-significante del lenguaje” (90), y nos lo muestran porque, según la intuición de Padilla, estas poéticas operan una reificación o vaciamiento crítico del lenguaje, es decir, muestran “el carácter de cosa de las estructuras que portan la subjetividad” (89), nos muestran la dimensión material del lenguaje sin fetichizarlo, nos permiten, no trazar significados trascendentes, utópicos, sino entrar directamente en lo concreto, en la materia del lenguaje:

Cualquiera sea el contenido del lenguaje o del poema, estos no abandonan nunca su carga material: sea la vibración en el aire, sean los patrones de sonido, sea el envío perpetuo entre la imagen y la letra, sea la tensión entre el plano virtual y la superficie real, sea la vibración de un objeto contra el espacio energizado: esta carga material opera en ellos contra la significación, contra lo que explícitamente dicen, sin que ello sea obstáculo para el movimiento perpetuo del sentido. (89)

Del vaciamiento del lenguaje operado por la confluencia entre simbolización y capitalismo, Padilla nos lleva al vaciamiento crítico del lenguaje operado por la poesía, y subrayo la palabra crítico porque ahí se desliza la diferencia. A lo largo de El terreno en disputa es el lenguaje el binomio poesía y crítica es indisoluble: no hay poesía acrítica. Todo poema supone un ejercicio crítico desde donde poner al descubierto “la alienación y el fetichismo [que] forman el tejido de la realidad” (90). Queda claro entonces que no hay posible salida del lenguaje, como bien lo señala Padilla, así que la apuesta ética del poeta es trabajar desde el lenguaje, pero contra el lenguaje. Este trabajo crítico, desestabilizador, es lo que permite, y aquí vuelvo a Vallejo, romper el cliché, “cristalizar un gran disparate” (Cesar Vallejo, 495).

Sólo resta decir que, aunque dentro del ámbito de lo académico, los ensayos que componen El terreno en disputa es el lenguaje, son anti académicos. En algunos de sus ensayos Padilla refuta lecturas ya aceptadas por la tradición, por la academia, para desmantelarlas y poner al descubierto otros ángulos de lectura. José Ignacio Padilla no abusa de la teoría, no la pone en primer plano, más bien la utiliza como una herramienta para alumbrar su recorrido, para mostrarnos las rugosidades del terreno. Padilla ensaya en el sentido abierto de esta palabra, es decir, ejercita su pensamiento y el nuestro: nos invita a pensar.

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Padilla, José Ignacio, El terreno en disputa es el lenguaje. Madrid: Iberoamericana/ Vervuert, 2014. Impreso.

Rowe, William, “Hacia una poética radical, (entrevista)” en Cesura 3. México: UIA, 2014

Vallejo, Cesar, Ensayos y reportajes completos. Perú: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2002. Impreso.

Vallejo Cesar, “La vida como match” en Poesía y poética 10. México: UIA, 1992

* Seminario que tuvo lugar en la Casa de las Américas (Madrid), organizado por José Ignacio Padilla “Cesar Vallejo: la poesía como vivencia de nuestro tiempo”.

Adieu au langage


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La edición del Festival de Cannes del 2014 galardonó al director francés Jean-Luc Godard, de 84 años, con el Premio del Jurado, por su más reciente filme Adieu au langage, reconocimiento que el más experimentado cineasta compartió con el realizador canadiense de 25 años, Xavier Dolan, director del filme Mommy (2014).

Adieu au langage, que compitió por la Palma de Oro en Cannes, es el primer largometraje en el que Godard experimenta con el 3D. Previo a éste, el director francés había comenzado a jugar con el cine 3D en el segmento Les 3 Désastres, que formó parte del tríptico 3x3D (2013) en el que también participaron los realizadores Peter Greenaway, con el segmento Just in Time, y Edgar Pêra con Cinesapiens y fue presentado en Cannes 2013.

El filme de 70 minutos Adieu au langage escrito y dirigido por Godard es el séptimo de su larga carrera que participa en el Festival de Cannes. Godard se hace valer de la tecnología para explorarla y plantear, justamente, cuestionamientos sobre ésta. La cinta no se vale de una narrativa lineal, sino que salta de un punto a otro. La sinopsis es la siguiente:

El punto de partida es sencillo. Una mujer casada y un hombre soltero se encuentran. Se aman, se pelean, llueven los golpes. Un perro vaga entre el campo y la ciudad. Las temporadas pasan. El hombre y la mujer se encuentran. El perro se encuentra entre ellos. El otro está dentro del uno. El uno está dentro del otro. Y son las tres personas. El exmarido lo rompe todo. Comienza una segunda película. Igual que la primera. Pero no. De la especie humana pasamos a la metáfora. Todo acabará en ladridos. Y gritos de bebé.

Señala el crítico inglés Peter Bradshaw en su reseña: ¿Y qué es todo esto? Tal vez se trate de sentido agónico de la humanidad – que empeora a medida que se acerca la muerte – que dar sentido a las cosas es imposible, que el lenguaje, el arte y el acto del amor ofrecen una unidad que es una mera confección transitoria. A menudo, los lentes de la cámara de Godard me parecen como la lente de una futurista y potente telescopio. Él lo ve todo desde una distancia muy grande y vasto desprendimiento, en un planeta propio, y sus comunicaciones son ilegibles y agotadas de ser transmitidas a distancias intergalácticas. Adieu au langage es caótica y loca, con “longeurs” (longitudes). Pero tiene su propia integridad desconcertante y una apasionado pero contenido pesimismo.

Godard no acudió a la premiere mundial de su filme Adieu au langage en Cannes, en su lugar envió una carta filmada dirigida a los directores del festival Gilles Jacob y Thierry Frémaux con una duración de nueve minutos y que a continuación compartimos.

Una poética paradójica. Arkadii Dragomoshenko

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Descripción
Arkadii Dragomoshenko
Editorial Mangos de Hacha
México, 2015

Descripción resulta un título provocador para un libro de poemas. Si el acto de describir, entendido como “representar a alguien o algo por medio del lenguaje, refiriendo o explicando sus distintas partes, cualidades o circunstancias” (RAE) corresponde, en términos de Roman Jakobson, a la función referencial del habla, la que brinda información sobre el contexto o el entorno de hablante, el poema, como objeto lingüístico, se encontraría en sus antípodas, en la función poética, con la cual se busca emplear al lenguaje con un propósito estético, ornándolo, acicalándolo, ataviándolo, maquillándolo, embelleciéndolo, torciéndolo, etc., para causar un efecto positivo en el receptor, sin importar mucho la información sobre el referente.

Y sin embargo, lo que elabora Arkadii Dragomoshenko (nacido en Rusia en 1946 y muerto en 2012) en Descripción, primer título de este autor publicado en Estados Unidos, y que ahora llega por primera vez a nuestra lengua en la versión de Tatiana Lipkes, publicada por Mangos de Hacha[1], son precisamente descripciones, o más bien, pseudodescripciones, de una especie de planta llamada nasturtia, de un estado de ánimo no muy bien documentado conocido como “accidia”, de la isla de la sirenas, de cómo “la quitina de las hojas del año pasado deja fisuras en la escarcha”, sobre la forma en que un perro “lamiendo un hueso pelado aúlla en un tiradero de hule quemado” o acerca de “una nube intrincada” que “pasó por el jardín de la cocina”. Y digo “pseudodescripciones” si se considera que en una auténtica descripción existe una convencional adecuación entre el objeto y las palabras que lo representan, es decir, una concordancia entre un lenguaje cabal, justo y adecuado y la restringida cosa que se busca representar. Sin embargo, para Dragomoshenko, el lenguaje “es perenemente incompleto”. Ahí radica uno de los principales horizontes de esta poética, en la paradoja de un lenguaje fragmentario, a veces en prosa y en ocasiones en verso, que reconoce y explora sus límites, pero cuya voluntad permanente es atraer al mundo. Como se ve, el ánimo que moviliza esta escritura no es uno complaciente que desee cultivar las más bellas flores del jardín, sino una vocación crítica, inquisitiva, desafiante, para la cual el poema es más un acertijo o una conjetura que una concreción exacta. Cuando Luis de Góngora, en el siglo XVII, comenzaba la Primera Soledad, poema eminentemente descriptivo, con “Era del año la estación florida” sólo estaba utilizando palabras distintas para decir que era “primavera”. El lenguaje y el objeto de representación estaban perfectamente calzados, por más artificios literarios que alojara la aljaba del poeta. En Dragomoshenko, la armonía entre el mundo y sus palabras es imposible porque existe un reconocimiento de la insuficiencia del lenguaje para asir una realidad, parcialmente vedada y velada.

Sin intentar describir el alcance y la dimensión de la filosofía del lenguaje practicada por Dragomoshenko en su poesía, o la filosofía lingüística bordada en los poemas de este autor, me limitaré a dar cuenta de siete fragmentos de Descripción que llamaron mi atención.

 

1.
Lo que
Está siendo escrito no está escrito, se acerca al término
Lo que está escrito –está incompleto, perenemente
Acercándose al término

Los versos subrayan el carácter de incompletud de todo lenguaje. Lo que caracteriza la poesía de Dragomoshenko, al igual que la de varios poetas estadounidenses asociados con la tendencia L=A=N=G=U=A=G=E, como Charles Bernstein o Lyn Hejinian (quien fuera amiga y traductora de Dragomoshenko, y de quien Tatiana Lipkes tradujo para Mangos de Hacha Mi vida) es la conciencia sobre la incertidumbre de la significación de las las palabras. Dragomoshenko, más que admitir este hecho, hace de éste el motor de su búsqueda.

 

2.
Yo me quedo
Siempre y cuando la descripción que transforma al árbol en experiencia aquí en la tarde.

Las experiencias no pueden ser entendidas como hechos diferentes del lenguaje, sino como sus sombras. Las experiencias son experiencias gracias a lo que de ellas hay de testimoniable. La experiencia árbol y la palabra árbol son experiencias en tanto que lenguaje.

 

3.
Cuando
“los poetas lo eran todo” sin embargo…

Evidentemente, en una escritura así de suspicaz el lugar de quien escribe también es puesto en entredicho. También en la poesía de Dragomosenko, y en estos versos en particular, es puesto en entredicho quien pone en entredicho el lugar de quien escribe. La serpiente se muerde la cola.

 

4.
La pregunta es una celosía de cristal—
La respuesta es un marco transparente

No sé cuál sea el significado de estos versos pero dan cuenta de la importancia de lo abierto en la poética de este autor. Esta apertura, que en Rilke distingue al animal (“Con todos los ojos/ ve la criatura/ lo abierto”) del hombre quien tiene los ojos “como invertidos”, es para Giorgio Agamben la agnoia, el no-conocimiento. Una pregunta puede ser conceptualizada como el mecanismo que activa la apertura de una compuerta y una respuesta es el dispositivo que la obstruye nuevamente. Sin embargo, en Dragomoshenko preguntas y respuestas permanecen ocluidas en su propia transparencia, en su no saber sabiendo.

 

5.
No me interesa un estallido de información
Sino la distribución del estallido en el tiempo—conservación.

Si existe un protagonista en la poesía de Dragomoshenko es el tiempo. Sin embargo, no se trata del tiempo histórico por el que se deslizan los acontecimientos formando cadenas de víctimas y victimarios. Tampoco es el tiempo de la información inmediata que confecciona hechos consumibles para cuando se lee el periódico o se bebe el café matutino, sino el de la duración del mínimo e irreductible instante de la cosa.

 

6.
Hay que romper
El espejo
del lenguaje

Escritura antimimética, refractaria del pacto que homologa el objeto con la palabra objeto. Culturalmente está inoculado en nosotros buscar siempre el reflejo automático del mundo en cada representación. La voluntad ética de este autor fue siempre advertir de esta trampa del lenguaje.

 

7.
La procesión intacta de las formas

Y lo indescifrable del mundo radica precisamente en que su ser se revela como un permanente cambio de disfraces, rebelde al ojo, insubordinado ante el lenguaje. ¿Qué busca la poesía frente a un mundo que la desborda? Dice Dragomoshenko: “La poesía es un gasto de lenguaje “sin un propósito”.

 

 

Texto leído en la presentación de Descripción, de Arkadii Dragomoshenko el 21 de mayo de 2015.

[1] Esta versión es a su vez una traducción de la traducción del ruso al inglés de Lyn Hejinian y Elena Balashova, publicada en 1990 en Estados Unidos por Sun & Moon Press.

Los elementos terrestres

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Los elementos terrestres
Eunice Odio
Editorial Costa Rica
San José de Costa Rica, 2013

Eunice Odio Boix y Grave Peralta (San José de Costa Rica, 1922-Ciudad de México, 1974) hoy es quizá una poeta, ensayista y narradora costarricense poco recordada. Sin embargo en su juventud, cada aparición suya causaba revuelo. Su belleza era muy conocida y fueron muchos los que buscaban pretenderla. Entre aquellos hombres se encontró el gran poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas, quien escribió un poema entrañable en el que planteaba la dificultad de escribir sobre la belleza describiendo al mismo tiempo a Eunice Odio: “He tratado de decir como eres; / de ponerte de nuevo delante de mí / oh muchacha desnuda! forma! perfección! Porque aunque a menudo te vimos / apenas nos percatamos de ti. / Hablamos mucho de tu gracia porque eso distraía / pero ¡qué poco sospechamos bajo el cariño de la piel / y entre el ir y venir de tu sangre atareada!”

Sin embargo, no es de la belleza ni de los encantos de Eunice Odio sino de su poesía de lo que quiero hablar. Salvo algunos poemas sueltos no conocía prácticamente su obra poética. Había leído también, hace años, el cuento El rastro de la mariposa publicado en México por la editorial Finisterre y dedicado al pintor Rodolfo Zanabria, con quien vivió por desgracia, a pesar del talento de ambos, un tormentoso matrimonio. Leyendo ahora esta reciente reedición de Los elementos terrestres puedo darme cuenta del delicado trabajo con que Odio escribió sus poemas. Desde 1945 empezó a publicarlos y en 1947 recibió el Premio Centroamericano de poesía por este mismo libro.

Los elementos terrestres contienen ocho poemas de extensión variada. El proyecto tiene cierto carácter dramático, pues se desenvuelve a partir de tres voces ¾la del amante, la del amado, y la de la poeta¾ que dialogan sutilmente. Este recurso recuerda por supuesto “El cantar de los cantares” de la Biblia y “El cántico espiritual” de San Juan de la Cruz. Y al igual que las líneas de estos famosos poemas los versos de Eunice Odio reiteradas veces conducen una fuerte energía que entra en tensión por su sugerente erotismo: “Tu sexo matinal / en que descansa el borde del mundo / y se dilata”.

Esta reedición de Los elementos terrestres pone en circulación una poesía que hoy resulta urgente por su espíritu abarcador y por su hondura.

Bartleby y la desquicia. Un sistema paralizado por el autismo.


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“En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.”

[…]

“Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta”.

(“Bartleby, el escribiente”, Herman Melville)

 

Preferiría no hacerlo, Bartleby el escribiente
Herman Melville
Editorial Pre-Textos, España 2000

 “I would prefer not to” es la frase que caracteriza al personaje de Bartleby y convierte el lenguaje de su creador Herman Melville en estilo único. En palabras del filósofo francés Gilles Deleuze se trata de una “breve fórmula correcta pero no lógica, que inclina el lenguaje al silencio”. La enunciación de Bartleby denota una preferencia, pero en un aspecto negativo, al anular completamente cualquier acción. Sin embargo “Bartleby no se niega, solamente niega algo no preferido”, es decir, plantea únicamente la imposibilidad de efectuar cualquier acto que no sea preferido por él.

La breve historia creada por Melville sobre un amanuense de aspecto extraño que un día es contratado por un viejo abogado para realizar copias de documentos de carácter legal en una pequeña oficina, dibuja a un personaje que desequilibra todo en aquel lugar productor de papeles. Bartleby, de apariencia “¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada”, viene a turbar la vida en aquella oficina. Porque es en el autismo de Bartleby donde se encuentra la desquicia de un sistema cuyo único fin es la producción en serie. Para los amanuenses de esta historia trabajar con el viejo abogado significaba tan sólo cumplir con las copias necesarias que demanda la oficina y recibir una remuneración a cambio.

Como primer característica de gran importancia en el relato, se tiene la ubicación que le es asignada en la oficina, ya que desde el inicio, por ser percibido como un ser extraño, se le excluye a un rincón que da a una ventana sin vista, separado del viejo abogado por un biombo, pero al alcance de su voz, en donde para Bartleby “se aunaban sociedad y retiro”, como una forma de acentuar su exclusión debido a su forma silenciosa de actuar y su raquítico aspecto. Pese a ser un empleado más, la separación hecha señala su gran diferencia con los demás amanuenses.

Al comienzo Bartleby resultaba ser un trabajador eficiente, mecánico, silencioso, características plausibles para un sistema capitalista en el que la fuerza laboral funciona como aquel impulso que permite que la maquinaria siga en movimiento, pero que derivaban en trabajo exhaustivo.

Sin embargo, Bartleby también representa en este sistema una diferencia que perturba, sobre todo al viejo abogado, quien intenta darle sentido a las acciones de su amanuense. Bartleby es puro deseo de nada, autismo que se adhiere a la vida de los copistas, bajo el acuerdo de ser tan sólo un amanuense más, a la sombra del viejo abogado en aquel biombo. En su desesperación ante el primer “Preferiría no hacerlo” de Bartleby, el viejo abogado intenta encontrar una explicación para tal reacción. Recurre a libros que le ayuden a comprender, enunciar y catalogar a quien no parece un loco, cómo entender aquel pronunciamiento “suave y firme”, pero a fin de cuentas negativo.

Ante la constante y única respuesta de Bartleby, dice Deleuze, “no queda más que el enmudecimiento del otro”. Porque desquicia, Bartleby no se reprime a sí mismo sino que frena la producción y eficiencia de la oficina y de los demás a su alrededor. En su no desear nada suspende, ya que no afirma ni niega, por lo que no puede haber castigo ni rechazo, y en ello la postura del viejo abogado es muy comprensible, dice “Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él”.

En otro sentido, Bartleby es puro ahorro, el sueldo recibido ni siquiera es integrado en gasto a la economía lo cual altera completamente la lógica capitalista. Se mencionan en la obra sólo los biscochos, y en algún momento un pedazo de queso que permiten a Bartleby existir, y que denotan su poco interés por la vida, y el desapego hacia su propia persona. La expresión de Bartleby es siempre reducida, cortante, sobria, y su actitud aunque aparenta ser dócil y apacible, en realidad tan sólo evidencia su rebeldía y separación con el mundo que le rodea. Es por ello que en el sistema de enunciación imperante en aquella sociedad no hay forma de integrar o domesticar, de hacerlo obedecer. Y conforme el viejo abogado descubre algo nuevo sobre su amanuense, se afirma como un burgués comprensivo, caritativo, que no es capaz de despojarse de aquel hombre desamparado. Su primera conclusión es atesorar a Bartleby, por la sensación agradable a la conciencia, al creer que sólo él puede comprenderlo. A ojos del viejo abogado, Bartleby no es malo ni insolente, y su comportamiento es entendido como involuntario, una enfermedad que lo domina.

Sin embargo, este interés se torna en una obsesión por comprenderlo, por conocerlo, y todas las ideas y conclusiones a las que llega lo hacen experimentar distintos sentimientos muy encontrados hacia el amanuense. En cada razonamiento hecho por el abogado parece como si tuviese que existir una forma de catalogar esa diferencia en Bartleby, su no ser loco pero sí extraño, siempre un ente no integrado al mundo por lucir distinto a los demás y existir tan sólo en su rareza. El viejo abogado representa el sentido y la interpretación de su entorno, hay un exceso de curiosidad sobre las acciones de aquel hombre, porque hasta el momento de su llegada, todo parecía claramente ordenado y simple, incluso con sus otros dos amanuenses, que también eran algo peculiares, uno iracundo por las mañanas, el otro indigesto por las tardes, pero incluso en Turkey y Nippers hay una simetría, que de nada altera la situación de la oficina.

Pero los esfuerzos del viejo abogado por darle sentido a su peculiar amanuense no rinden frutos porque Bartleby no desea nada, está entregado a la pura melancolía que se refleja en sus preferencias, que resultan subversivas para los demás. Al comienzo el viejo abogado piensa que ha adquirido a un ser autómata, que trabaja sin parar, idea que se quebranta en el momento en que traiciona las condiciones de contratación y solicita a Bartleby realizar actividades extras no estipuladas en el acuerdo inicial, el cual consistía en copiar cual máquina, acción que Bartleby realizaba con eficiencia y sin cuestionamientos. Pero al pretender alterar el estadio inicial, hay una firme negativa al cambio.

El refugio inicial en la mente del viejo abogado es justificarse en una “naturaleza filantrópica y caritativa” del hombre, en la cual resultaría reprochable moralmente expulsar a un ser indefenso, ya que ello significaría un acto de maldad y daño contra Bartleby, pero también contra el abogado mismo quien ha creado un lazo con el que considera de su propiedad. El viejo abogado establece entonces una relación de “amor” hacia Bartleby, se convierte en aquel objeto que le produce satisfacción al reafirmarlo como un “hombre moralmente bueno”. Su destino es alojar a Bartleby y ampararlo. Sin embargo viene de pronto la confrontación con la sociedad que no aprueba al hombre apostado frente a aquella ventana sin vista “entregado a uno de sus sueños frente al muro”, sin producir, sin accionar absolutamente nada. Qué de bueno puede ver la sociedad en amparar a quien se ha catalogado ya como un vagabundo (que jamás vaga). Viene entonces el rechazo social hacia el viejo abogado, quien se da cuenta de que el reconocimiento no está en amparar a Bartleby, lo que genera en él una disyuntiva entre su sentir y el juicio externo.

Es por ello que le resulta tan complicado deshacerse de Bartleby, no hay forma de correrlo, porque teme quedar como un “canalla” frente al triste y desamparado Bartleby. Así que llega a la conclusión de que el amanuense “tenía el alma enferma y yo no podía llegar a su alma”. Además de que su locura comenzaba a esparcirse en toda la oficina, al utilizar el verbo “preferir” como una enfermedad contagiosa entre todos los que rodeaban a Bartleby. Por lo que decide abandonar a su amanuense, no sin antes mostrarse caritativo y ofrecer su ayuda a quien considera incapaz de valerse por sí mismo y por ende, dependiente de su buena voluntad.

La culpa que siempre persigue al viejo abogado es que aceptó a Bartleby bajo un pacto, el de trabajar como copista, pero este trato es violado y en ello hay una traición, que al ser reconocida no puede superarse, y las preferencias de Bartleby, sumido en su autismo, se reducen hasta llegar a la última posibilidad que es su muerte.

El viejo abogado jamás deja de adorar aquella figura “indefensa” que reconfigura su esquema al mostrarle un hombre que está por encima de todo sistema, que responde a preferencias y no a deberes, que no es propiedad de nadie y que representa un lugar posible de vaciamiento, de negación y suspensión en donde la ausencia de códigos reconstituyen la percepción moral del viejo abogado.

 

Bibliografía:

  • Ricouer, Paul, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo Veintiuno Editores, México 1985, pp. 483
  • Melville, Herman, Preferiría no hacerlo, Bartleby el escribiente, seguido de tres ensayos sobre Bartleby de Deleuze, Gilles, Agamben, Giorgio, Pardo, José Luis. Versión Castellana de José Luis Pardo. Editorial Pre-Textos, España 2000, pp. 193.

 

 

To Be Kind, de Swans

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Existe algo extraño en la portada (imágenes de bebes de publicidad Gerber) y el título del décimo tercer disco de Swans, To Be Kind. ¿Cómo puede el ruido ser amable? Hace un par de años Michael Gira involuntariamente dio una descripción inmejorable sobre Swans. Sentado, con su actitud de vaquero punk, narró a un periodista las dificultades de componer o ensayar en casa: «Mi hija no soporta mi música». La obra de Gira, inmersa en los territorios inestables, es una mezcla de música de concierto, ruidos industriales, grabaciones lo-fi, armonías crípticas y folk gótico que intimida a la primera escucha. Música apocalíptica la han llamado algunos.

Desde su aparición en la escena neoyoquina en 1982, Swans ha resultado una propuesta incómoda frente al zeit geist musical reinante: no pertenecían a la onda new wave, new romantic, synth pop; tampoco decidieron ubicarse en la onda de Sonic Youth. Así, en cada disco (de su debut Filth, de 1982, hasta el ominoso The Seer, de 2012) hemos presenciado encarnaciones diversas, todas siempre en búsqueda un sonido vivo, vital. Esta actitud tiene mucho que ver con las diferentes configuraciones que ha sufrido Swans, en las que pese a algunos hiatos, se ha convertido en referente de la música experimental contemporánea. Conocidos por su equipo poco usual para una banda de rock (campanas, dulcimers, gongs, mandolinas, arreglos orquestales), la banda ha llevado las estructuras del post-punk a territorios peculiares, que van de las atmósferas circulares del post-rock tipo Mogwai o Sigur Ròs al folk de tintes oscuros, todo bajo una actitud DIY.

Desde entonces su música ha intrigado a muchos, al tiempo que gana nuevos adeptos. Con su reestructuración de 2010 y la publicación del monolítico The Seer, Michael Gira y compañía parecen no dar paso a líneas melódicas suaves, al contrario. En To Be Kind todo es abrasivo. Las caóticas “A Little God In My Hands” y “Oxygen”, la esotérica “She Loves Us” y la épica y maldita “Bring The Sun/Toussaint L’Overture” advierten en tres o cuatro acordes repetitivos y tensos (abundan los dominantes y los disminuidos) que este no es un disco para descansar. Hay otros temas más reflexivos, como “Kirsten Surpine”, inspirado por el filme Melancolía de Lars Von Trier (hablando de mentes perturbadas), en el que podemos apreciar la hermosa voz de barítono de Gira. En medio de stacattos envolventes y un bajo en contrapunto la pieza evoluciona. El bajo emula las pisadas de un gigante, el drone insistente aparece y los arpegios dan una sensación de desesperación. Sin embargo, es uno de los temas más bellos de toda la carrera de Swans.

Durante casi dos horas vemos el talento de los músicos para orquestar sonidos como si fueran animales salvajes para, finalmente regresar al orden. En ese collage infernal encontramos varios invitados de primer nivel, desde la talentosa Annie Clark (alias St. Vincent) hasta Cold Specks y Little Annie. En suma, Swans nunca ha sonado tan subversivo y a la vez tan personal. Sin temor a errar, nos encontramos ante uno de los dos o tres mejores discos que dará 2014.

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¿El declive de la edad creativa es acaso una mentira? A lo largo de la historia de la música popular vemos cientos, miles de casos, en los que los músicos viven un momento crepuscular. Pero siempre hay exponentes que desmienten esa imagen del autor decrépito viviendo de sus glorias pasadas. El caso de Gira es similar al de Robert Fripp y Scott Walker, músicos que pasan de los 60 años, continúan experimentando y llevando sus sonidos al límite. El primero reclutó (vaya coincidencia) a Bill Rieflin, integrante de Swans desde 2009, como uno de los tres bateristas del renovado King Crimson; en tanto, el segundo dio un giro inhóspito a su carrera en los 90 hacia atmósferas más inquietantes y terroríficas. Tilt, The Drift y Bisch Bosch documentan esos riesgos.

Los trabajos de Gira también han endurecido su pellejo en el nuevo siglo. Pongamos como ejemplo a la mencionada “Oxygen”, una pieza de dos acordes en constante tensión tocada con una vitalidad punk que la convierte en un madrazo al oído. Los metales, los coros marciales y las vocalizaciones maniáticas de Gira aderezan la composición, dando como resultado un brebaje sonoro irresistible.

¿Cuál será el nuevo el nuevo límite de Swans? Hasta ahora este álbum representa un nuevo pico en su insólita carrera. Gira sabe en donde está parado: «Supongo que todos nos encontramos en una cierta edad donde estamos aferrados a la roca de un acantilado; está desmoronándose y estamos a punto de caer en el abismo, pero nos mantenemos y esperamos no caer demasiado pronto.» Ese, el abismo, es un gran impulso para crear.

 

 

El cine y la moda: Wes Anderson & Prada

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El cineasta estadounidense Wes Anderson, cuyo más reciente filme es The Grand Budapest Hotel, colaboró de nuevo con la firma italiana de moda Prada. El reconocido director de filmes como Moonrise Kingdom (2012) y Fantastic Mr. Fox (2009), escogió a uno de sus actores favoritos, Jason Schwartzman para protagonizar el cortometraje titulado Castello Cavalcanti.

Ubicado en la Italia de los años cincuenta, Schwartzman (Hotel Chevalier, 2007, The Darjeeling Limited, 2007) interpreta a Jed Cavalcanti, un piloto de autos de carrera, quien queda varado en un pequeño poblado luego de chocar su vehículo contra una estatua. No es la primera vez que Anderson colabora con la casa de moda italiana Prada. A inicios de año, Anderson y su productor Roman Coppola, hijo del director Francis Ford Coppola, crearon la serie web Prada: Candy, protagonizada por la actriz francesa Lea Seydoux (La vie d’Adèle, 2013).

Con el estilo que lo caracteriza, Anderson sigue la tradición de directores como Darren Aronofsky, Sofia Coppola, Baz Lurhrmann, Spike Jonze, Kathryn Bigelow, Frank Miller, Martin Scorsese, entre otros, quienes han colaborado con numerosas firmas y marcas.

Les compartimos el cortometraje de 8 minutos.