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La responsabilidad de la arquitectura con el paisaje

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En la arquitectura, el paisaje es el elemento más importante para quien práctica este oficio, un lienzo en blanco con infinitas posibilidades de ser trabajado. El paisaje tiene el mayor significado y puede establecerse una relación entre el lenguaje arquitectónico y la cruda naturaleza. La estructura no es una construcción si no se encuentra en armonía con él, tiene que ser parte de y hay que trabajar con simplicidad y humildad para que se vuelva uno solo.

La Isla de Fogo, en Newfoundland es una región subártica en la parte norte de Canadá. Este paisaje se ha mantenido alejado de los cambios, perdido en el tiempo y es un tesoro en la conciencia de los habitantes que viven en el abandono único de esta zona.

Su paisaje es una serie de elementos vernáculos, llenos de soledad y silencio donde el hombre y la naturaleza conviven entre sí. En la quebradiza y aislada belleza de este lugar sopla un viento polar y la tierra es austera, posee una valiosa quietud donde el tiempo transcurre a paso ligero y realza la grandeza elemental de los lugares de esta pequeña isla. Las vistas son blancas, cubiertas de hielo, con el mar congelado la mayor parte del año. Es un paisaje tranquilo y a la vez poderoso y violento.

Todd Saunders, es un arquitecto que se caracteriza por respetar el paisaje y hacerlo parte de la esencia de su trabajo. Realizó una serie de estudios para los artistas de la zona, cada uno ubicado en diferentes lugares de la Isla de Fogo, donde su principal preocupación fue dejar el paisaje del modo más natural y prístino posible.

Para trabajar este espacio se necesita tener una estrecha sensibilidad entre el diseño contemporáneo y el paisaje. Para ello tomó la arquitectura del lugar y la reinterpretó para que no fuera el resultado final del proceso, sino un elemento importante en el papel de crear un “lugar”. Usando formas, materiales y texturas se crearon memorias de la interacción de sus habitantes con la isla. El contexto natural se volvió el sitio para hacer una arquitectura atemporal, que tuviera una conexión y un respeto con la tierra.

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Los edificios, resultaron simples, sin detalles y con la madera como principal material, recordando así, la tradición de los botes que se construyen en el lugar. Respetaron todos los elementos naturales, consiguiendo entrar en armonía con el paisaje.

Para Saunders, existe una responsabilidad como arquitecto. Primero está la naturaleza y después la construcción, de esta manera se suman vida e historias al paisaje. El trabajo arquitectónico para este lugar fue una filosofía traducida a la arquitectura, que tuvo como impulso la inspiración en el paisaje. Con su trabajo redescubrió y reinvento la esencia de la alguna vez perdida Isla de Fogo.

Rafael Cadenas

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Con ese texto Mula Blanca quiere brindarle una felicitación a uno de los más grandes poetas de nuestro continente por resultar ganador de la duodécima edición del Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca.

Rafael Cadenas recibió en México en el año 2009 un importante premio que lo reconocía como una de las voces más destacadas de la poesía escrita en nuestra lengua. Ahora en 2015 recibe el prestigioso Premio García Lorca. En México, como consecuencia de este reconocimiento, apareció publicado por el Fondo de Cultura Económica una nueva edición de su poesía completa. A la edición anterior se agregaba solamente una breve sección con algunos poemas nuevos. Había leído a Cadenas con provecho y con gusto hace años y ante la aparición frecuente en los medios de nuestro país de su figura y sus comentarios sentí el impulso de volver a leerlo. Tras la lectura de sus libros lo primero que puede distinguirse es su interés compartido por lo que llamaré un registro amplio del fenómeno de la poesía. Para Rafael Cadenas la escritura abarca dos planos fundamentales que podrían denominarse: poesía y poética. Por un lado, Cadenas se ha dedicado a escribir poemas de extensiones y formas diversas, pero al mismo tiempo, ha publicado libros de notas o propiamente de ensayo, en donde ha reflexionado sobre el trabajo de quien escribe poemas, lo que en el entorno de la poesía latinoamericana no suele ser un ejercicio frecuente y por lo cual hace del poeta de Barquisamento, un caso destacado y sobre el cual es pertinente indagar. Otros ejemplos de este despliegue paralelo, en realidad muy escasos dentro del panorama del español, sólo podemos encontrarlo en poetas como Vicente Huidobro, Emilio Adolfo Westphalen, o el extraño caso —por la lucidez de sus trabajos de poética—, en el poeta argentino Edgar Bayley. Más recientemente recuerdo solamente a Eduardo Milán y a Mario Montalbetti. Considero importante evidenciar este asunto por ser un elemento que se ha venido enfatizando desde el romanticismo y que constituye uno de los esqueletos de la poesía moderna. A estas alturas, es reiterativo por la cantidad de trabajos al respecto, demostrar la relevancia del proceso de la escritura, incluso por encima del resultado. Sin embargo, en el caso de Cadenas, habría que agregar que no es sólo la reflexión sobre el proceso de los poemas, sino además, una tentativa mayor o zona más abierta de intereses, lo que ha motivado sus investigaciones.

En En torno al lenguaje las preocupaciones de sus ensayos se centran en las posibilidades y limitaciones del lenguaje, más allá, incluso, de su capacidad poética. La particularidad del libro consiste en que las consideraciones expuestas entienden el lenguaje como estructura fundamental humana. Cadenas de algún modo establece que el lenguaje es una piedra de toque desde un punto de vista ontológico. La idea nada despreciable de la palabra como herramienta para el conocimiento interior, y por tanto, de los vínculos para nuestras relaciones con el mundo y nuestros semejantes, es tratada de un modo obsesivo y desde mi parecer un tanto imparcial. Digo esto en función de sus planteamientos sobre la pobreza expresiva con que se habla en la actualidad —ya Deleuze y Guattari nos demostraron como Kafka empobreciendo el alemán con que escribió, hizo lo que hizo—; algunos de sus comentarios resultan “puristas” —que si las groserías simplifican, o si el vocabulario promedio que se utiliza en la actualidad es escaso—; tampoco veo que la lectura sea únicamente la solución para el mejoramiento de la educación y el desarrollo humano. Comparto en cambio sus puntos de vista sobre lo que tendría que ser la enseñanza de la literatura por sobre la cortina de aburrimiento que la crítica despliega. Sí, el ejercicio simple y gozoso, no por esto ingenuo, de leer un libro, o la visión del lenguaje como uno de los últimos bastiones reales para el ejercicio individual de la libertad. Desde luego se puede o no estar de acuerdo con sus ideas. Sin embargo, lo que queda claro, es su preocupación real, su “verdad”, por el acceso a una expresión simple y llana de la expresión poética. Esto también puede notarse en sus notas de Literatura y realidad: “¿Qué se espera de la poesía sino que haga más vivo el vivir?”; en sus Anotaciones o en su hermoso libro Apuntes sobre San Juan de la cruz y la mística.

Este último libro, me parece, debe merecer una atención especial, pues Cadenas elabora con sutiliza e inteligencia extrema, sus ideas y tentativas, mediante la escritura de fragmentos y anotaciones que permiten una precisión que desde un modo aparentemente disperso, construyen un concepto de lo que es la poesía mística, la mística y el armado de una poética:

Me cautiva el lenguaje de los místicos, especialmente, desde luego, el de los españoles. Tienen el don de acuñar expresiones indelebles para comunicarnos un saber, que más bien, en última instancia, es un no saber. La prosa de San Juan de la Cruz, más poeta que Santa Teresa, no tan buen prosista como ella, está llena de frases insustituibles. De ambos y hasta del escueto Molinos suelo copiar las que más me gustan, aunque ellos no escribieron para deleitarnos lingüísticamente. ¿Es ésta una deformación de alguien que degusta el idioma, lo bien dicho, la expresión como troquelada para siempre? Tal vez; ellos se prohibían tanto que no sé si disfrutaban del inofensivo placer de sus prodigios verbales. Los lectores sí lo gozan, y saben que los decires de los místicos, no sólo por su belleza formal, sino por hondos los acompañaran siempre.

No incluido en su obra completa, el libro titulado Walt Whitman. Conversaciones, básicamente una recopilación de fragmentos de diversos diálogos que sostuvo el poeta norteamericano, Rafael Cadenas realiza igualmente una labor curiosa y significativa. El libro es una selección breve, notable. Es un ejercicio de traducción en donde el material seleccionado de escasa difusión, permite también la posibilidad de ampliar nuestras ideas sobre la escritura poética. En momentos de incertidumbre y reciclaje de conceptos como en el que actualmente vivimos, las ideas de Whitman pueden incitarnos la discusión y el interés sobre algunas cosas que de pronto perdemos de vista. El libro es tan interesante que invita al lector a repasar los célebres versos de Las hojas de hierba, bajo una perspectiva más abierta. El hombre bárbaro que Whitman hizo de sí mismo, en la selección de Cadenas, aparece como un hombre de gran vida interior: “Otros poetas han formado para sí una idea que no tiene que ver con la vida positiva y son desdeñosos hacia ella, pero en cuánto a mí no pido nada mejor o más divino que la vida real, aquí, ahora, uno mismo, su trabajo, la construcción de casas, remar en un bote, cualquier fábrica, y digo de todo hombre y de toda mujer que él o ella pueden recibir de todo eso divinos crecimientos, frutos”.

También puede entenderse a partir de la lectura de Conversaciones, como los gérmenes característicos de la gran poesía norteamericana, están presentes y fluyen con vigor desde el trabajo de Walt Whitman. Ezra Pound, William Carlos Williams, y las generaciones posteriores —Zukofsky, Oppen, Rakosi / Olson / Creeley, Snyder, Ginsberg, entre muchos otros—, resultan una continuación de los elementos de libertad formal y temática que Whitman desarrolló.

El ejemplo de un poeta como Rafael Cadenas puede evidenciar una solución diferente con respecto a cierta poesía neoclásica imperante en el mundo de este momento, pues la utilización de las formas breves y el verso libre han constituido el desarrollo de sus poemas. Cadenas, por cierto, no desprecia a los clásicos castellanos, pero los utiliza de una manera que considero la más viable, que es también la que Ezra Pound promovió: tomando lo mejor de su expresión: tratar directamente la cosa ya sea de un modo subjetivo u objetivo; prescindir de cualquier palabra que no contribuya a la presentación; y la composición mediante la secuencia análoga a la frase musical. Además, habría que agregar que en la poesía de Cadenas coexisten otras tradiciones, como la del haiku japonés, de la cual, por cierto, pienso que provienen algunos de sus textos más logrados:

Hundo mis manos
en el agua
de un arroyo;
busco lo que perdí,
esto es:
nada.

(De Memorial, 1977)

Curiosamente es en el empleo de estas características que Pound enunció, que los que me parecen los mejores poemas de Rafael Cadenas, utilizan. Esto es muy notorio si se piensa sobre todo en una poesía tan exuberante e influyente como la de Pablo Neruda, que tantos epígonos ha tenido, o en todos los movimientos “barrocos” que han surgido y siguen apareciendo en nuestro continente (Lezama Lima, Carpentier, los “neobarrosos argentinos”).

Los poemas de Cadenas por el contrario, se articulan con lo menos. Carecen de adornos, y cuando el poeta se apoya en la realidad concreta para decir sus emociones o pensamientos, creo que consigue sus mejores efectos expresivos:

Al despertar

¿Qué sé yo de razones?
Mi pensamiento es esta mañana que se eleva
sobre la ondulación del cerro,
la niebla que envuelve
algunos pájaros,
la bulla
del mercado, los gavilanes que todavía
se acercan a esta orilla de la ciudad,
la taza de café
antes de salir a la calle
cuando todavía no estoy conmigo.

(De Memorial, 1977)

Existen, sin embargo, otras inquietudes del poeta que vuelven menos efectivos sus poemas. Creo que en algunos casos, Rafael Cadenas es habitado de pronto por el deseo de enunciar ciertas ideas sobre distintos temas:

Matrimonio

Todo, habitual
sin magia,
sin los aderezos que usa la retórica,
sin esos atavíos con que se suele recargar el misterio.

Líneas puras, sin más, de cuadro clásico.
Un transcurrir lleno de antigüedad,
de médula cotidiana,
de cumplimiento.
Como de gente que abre a la hora de siempre.

(De Gestiones, 1992)

De nuevo encontramos una llaneza ejemplar y un trato directo en la presentación de lo que quiere describirse, en este caso, el matrimonio. La “ineficacia” del texto, en este ejemplo, se localiza me parece, en que la idea que articula al texto, carece de algún tipo de revelación poética o emoción específica. La organización de las palabras y las imágenes que representan, no alcanzan a cifrar la monotonía que busca enunciarse. Como en este poema, existen otros, que también permiten observar un afán que enturbia de algún modo los desarrollos o búsquedas de su poesía. Este afán que podría calificarse como una tentativa de transmisión de sus ideas, o de ciertos conocimientos o inquietudes, no aparecen del modo en que Williams planteó que podrían presentarse: “no ideas salvo en las cosas”. Por lo tanto, la aparición de ciertos rasgos didácticos, nublan lo mejor de sus facultades. Quizá exagero, pero existe en Cadenas cierta ingenuidad rebelde por transformar el mundo mediante sus poemas.

Empecé a leer a Rafael Cadenas cuando me encontré una pequeña antología publicada por la UNAM. Cuando la vi, recordé las notas y los poemas que había leído con entusiasmo en la revista Poesía y Poética y que me dieron, sobre todo las notas, el empujón para atreverme a escribir algunas inquietudes sobre lo que significa el intento de la escritura de poemas. He descubierto con gusto que muchos de los recursos de la poesía que Rafael Cadenas practica, es cercana a mis búsquedas, lo cual me ha dado cierta sensación de compañía que he disfrutado intensamente al repasar sus páginas. Quizá por esto mismo mi relación con la poesía de Cadenas oscila entre el amor y el desencuentro.

Con el tiempo logré leer muchos otros de sus libros. Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística, es un libro que quiero. De sus libros de poemas, me quedo con Amante, del que cualquier ejemplo, basta:

***

Cuanto hiciste
fue para propiciar
el encuentro.

Aparta pues de ti
la espera.

Ahora.

Sólo hay

aquí,

ya,

un aquí embriagado
en un ya de oro.

Te encontrarás de bruces
ante ella.

La vida a quemarropa.
Por fin.

En tu cuerpo.

La flor inmediata,
la única,
te esperó siempre.

(De Amante, 1983)

¿Vivian Maier?

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¿Vivian Maier?

Mujer oculta tras su lente, reservada, subversiva, cariñosa, violenta, obsesiva, dedicada, secreta, mujer de ciudad, de pueblo, loca, aficionada, artista, incomprendida, América y Europa, blanco y negro, perdida y encontrada. Anónima. Vivian Maier es todo eso a la vez y quizá mucho más. Es uno de esos casos, comunes en el terreno del arte, en que la fama llega demasiado tarde al artista.

Habitante de la ciudad de Nueva York, niñera de tiempo completo, Maier realizó más de 100,000 fotografías en completo secreto y nunca habló de su trabajo a nadie. Años después sería un hombre llamado John Maloof quien descubriría sus negativos y dedicaría su tiempo a intentar descubrir quién fue esta mujer y a mostrar su obra, llevándola a ser hoy una de las fotógrafas más importantes del siglo XX. Así, el misterio de ésta desconocida y la calidad de su trabajo han atraído la atención de galerías y amantes del arte en todo el mundo.

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¿Quién es Vivian Maier?

Es muy poco lo que se sabe de la vida de esta artista, y lo que conocemos es gracias al trabajo de Maloof, quien además de ser el curador en jefe y administrador de toda la obra de Maier, se ha dedicado a indagar sobre quién fue esta mujer y a reconstruir lo que ahora se sabe sobre ella en un documental titulado Finding Vivian Maier, en conjunto con el director y productor Charlie Siskel.

Revela que su encuentro con el trabajo de Maier fue un completo accidente. Cayó en sus manos en una subasta en Chicago al comprar un archivo fotográfico mientras buscaba información para un libro sobre la historia del lado noroeste de Chicago. Al descubrir la calidad de las fotografías que había obtenido, y al ver la popularidad que éstas tenían después de subirlas al sitio en internet, Flickr, se dio cuenta del tesoro artístico que tenía en las manos. Buscó y compró todas las demás cajas de negativos que pudo encontrar, sumando miles de ellas que a la fecha no han sido terminadas de revelar. A partir de ahí se dedicó a seguir los pasos de aquella mujer y a mostrar su trabajo, el cual fue reconocido por críticos de la talla de Allan Sekula.

Lo que encontró resultó más misterioso aún. Su madre provenía de un pequeño pueblo en Francia y su padre, quien la abandonó a muy temprana edad, era austriaco. Ella nació en 1926 y creció entre Nueva York y Chicago, ciudades en las que trabajó casi toda su vida como niñera. Sin embargo, los testimonios de las familias con las que trabajó revelan que siempre llevaba su cámara Rolleiflex al cuello con la que fotografiaba intensamente todo lo que veía. De su trabajo tenemos especialmente escenas urbanas y callejeras, tomas de personas, de niños, de mujeres y sus característicos autorretratos.

Dicen también que era una mujer de gran tamaño, que usaba ropa holgada y pesadas botas. Coleccionaba pliegos de periódico y guardaba pilas enormes de ellos. También tenía cajas y cajas donde acumulaba todo tipo de objetos de su vida diaria. En entrevistas con sus pasados empleadores, éstos cuentan que era una persona muy agradable, muy responsable y muy buena con los niños. Sin embargo, nadie jamás se imaginó que detrás de ella pudiese existir una gran artista.

Trabajó en varias casas como niñera y un día decidió irse a viajar sola por el mundo, donde conoció y fotografió países en África, Asia, Europa y América Latina. Al regresar retomó su trabajo habitual y después de su último despido, algunos de los niños que había cuidado de pequeños, ya mayores, le pagaron un pequeño apartamento en el cual pasó sus últimos años en las condiciones más lamentables. Algunos testimonios cuentan que pasaba sus días sola, sentada en una banca del parque, que la encontraron muchas veces hurgando o tirada entre los basureros y que no hablaba con nadie. Murió en el 2009, a los 83 años de edad, a causa de un golpe en la cabeza provocado por una caída sobre el hielo. Nunca mostró su trabajo a nadie, ni editó ni proceso ninguna de sus fotografías. Éste es otro de los grandes misterios del caso, ¿por qué nunca quiso mostrar su trabajo? ¿Sería ella una de los muy pocos artistas que verdadera y auténticamente hacen su arte solo para ellos mismos?

Lo más destacable de su obra es la manera en la que interactúa con sus sujetos, con total discreción pero intrusiva y desafiante a la vez. ¿Qué tanto puede uno invadir el espacio de una persona, qué tanto puede uno acercarse, para tomar una foto? Igualmente, su discreción al momento de entrar en contacto con el objeto enfocado le permite entablar con él una conexión, un diálogo, y exponerlo ante la cámara de la manera más reveladora y honesta. Su perfecta exposición y su sentido de la composición elevan su obra del plano meramente antropológico hacia el campo de lo artístico, de lo trascendental.

Desconocemos si estaba familiarizada con el trabajo de otros fotógrafos como Robert Frank, Diane Arbus o Garry Winogrand, quienes fueron sus contemporáneos. Sin embargo es indudable el parecido que encontramos entre sus obras. Cada una, desde luego, con sus cualidades particulares. Aunque sus fotografías pueden llegar a ser algo desconcertantes, ya que sus personajes son extraños y muchas veces, poco atractivos, lo que nos muestran realmente es una panorama de la vida diaria, de los pequeños detalles que conforman la vida humana y lo que vemos a nuestro alrededor.

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“Me la imagino como una versión femenina de Robert Frank sin una beca Guggenheim, desconocida y trabajando como niñera para salir adelante. También creo que mostró el mundo de las mujeres y de los niños de una manera casi sin precedentes,” ha dicho Sekula sobre ella. También es evidente que esta aura misteriosa que la rodea ha contribuido a su fama, pues está claro que estamos ante un caso muy peculiar en la historia del arte. ¿Fotógrafa extraordinaria? ¿Niñera incomprendida? ¿Quién es Vivian Maier?

 

Regalos peligrosos

 

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Las celebraciones se acumulan en el calendario. Recuerdo que, en mi niñez, las fiestas se reducían a cumpleaños y a las navidades. Conforme fui creciendo el mundo se amplió y también las oportunidades para participar en algún evento para convivir y, sobre todo, intercambiar regalos. Graduaciones, días inventados para mover las ventas, mesas de regalos para recién casados, reuniones laborales que aparecen de la nada; aquel compañero que se cambia de ciudad y que convoca a un último convite que genera, casi por inercia, un intercambio de objetos comprados a última hora y que, pensamos, le pueden servir en su nueva aventura. En la actualidad el regalo se ha convertido en un compromiso constante e ineludible. Ya no más afectos desinteresados. Lo que rige es un compromiso, una regla silenciosa en la que un regalo tiene que ser correspondido con otro. Uno de los mayores dilemas surge cuando no conocemos a la persona a quien le debemos comprar algo. Hay un supuesto importante: ambos regalos deben conservar un precario equilibrio, es decir, deben ser equivalentes en calidad y, sobre todo, en precio. ¿Cómo reaccionar cuando nos regalan algo demasiado fastuoso mientras nosotros, a veces por avaricia o porque simplemente no tenemos dinero, correspondemos con cualquier chuchería esperanzados de que las expectativas no sean muy altas? Si nosotros somos los espléndidos nos sentimos traicionados al recibir una cartera de plástico comprada en un puesto ambulante o una tarjeta de regalo con la mínima denominación. Extendemos los brazos y sonreímos lo mejor que podemos a los bienhechores mientras algo hierve en nuestro interior. Quizás, una de las ventajas de los intercambios navideños es que se pierde esa reciprocidad inmediata. Se reta a la suerte y se extrae de una caja un papelito con un nombre. Si nuestro regalo es mediocre queda la posibilidad de que nuestra víctima no haya invertido mucho en el suyo y la justicia impere. Si el destino es cruel no tendremos que enfrentar, al menos de inmediato, la amarga mueca del agasajado. Por eso, pienso, en el mundo moderno, en el que la despersonalización de internet y otras maravillas nos sumergen en una burbuja cómoda y aislada, podemos ir a una mesa de regalos en la tienda departamental y comprar el regalo más barato de la lista. Total, los festejados se enterarán después o, tal vez, es nuestro más ferviente deseo, estén tan ocupados con los preparativos de la celebración que apenas reparen en los objetos envueltos que se acumulan en la sala. Un día después, en una especie de juicio sumario, abrirán uno por uno los presentes y pondrán, a los que no cumplieron con las expectativas, en una lista negra.

Sin embargo, a pesar de todo este contexto, los peores regalos, los más peligrosos, son los que nos damos a nosotros mismos. Si el trabajo nos exprime o aparece en el horizonte una tarea demasiado ominosa, nos recompensamos con pequeños placeres, victorias efímeras que nos dan, aunque sea por un momento, una sensación de paz. Son los peores regalos porque funcionan como placebos. El acto arcaico de comprar una película o –su reemplazo– la suscripción a un proveedor de video por internet, funcionan como velos que ocultan aspectos de nuestras vidas que son incómodos. ¿Para qué pensar en aquella planeación que nos pidieron desde hace mucho en el trabajo si podemos concentrar nuestra atención en aquella camisa que nos tienta atrás de un aparador? Son esos regalos que se rompen de inmediato (alguna vez compré un reloj de pared–“made in China”, por supuesto– que funcionó un día antes de averiarse por completo), que pronto pasan de moda, que consumimos casi de inmediato, que permanecen por años en un rincón de la casa, acumulando polvo, estoicos y burlones, los que recuerdan nuestras miserias.

 

 

Cuestionario a Reynaldo Jiménez

 

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Aunque nació en Perú, la de Reynaldo Jiménez (Lima, 1959) es una vida de extranjero. No solo porque desde los cuatro años de edad vive en Buenos Aires, sino porque la poesía lo ha ligado con una búsqueda incesante a través de música, video, ensayo, perfomance, territorios capaces de mostrar la vocación de universo que reside en el arte.

Incluido en Medusario. Muestra de Poesía Latinoamericana (1996), Jiménez fue editor y director de la revista-libro y editorial tsé-tsé, entre 1995 y 2008. Es autor de dos docenas de libros que incluyen poesía y ensayo. Su labor como traductor lo ha llevado a trabajar libros como Catatau de Paulo Leminski o, Galaxias de Haroldo de Campos, entre otros.

*

1.- La poesía, en parte, está relacionada con un ejercicio constante de creatividad. ¿Existe alguna ética intrínseca a ella?

La ética de la corazonada. Algo instintivo que no es separable de esa misma pulsión que implica la inscripción poética. Respetarse a fondo esa urgencia en varios niveles, eso deseante implícito al escribir. Yo escribo poesía buscando, es muy raro que sepa de antemano “sobre qué” voy a escribir-cantar. Apenas a partir de una sensación afectiva, siempre facetada (así las emociones). Por eso al escribir no me impongo nada, trato más bien de colocarme en situación receptiva, sin la cual no habría simultánea donación. Para explayarme temáticamente me atrevo con el ensayo, eso sí marcado a fuego por las improntas que las propias palabras van proponiendo. Muchas veces contradiciendo lo “teorizado” con la sola densidad de su fraseo (los ensayos de Lezama y Martín Adán como maestros de ese culebreo con que me las rebusco). Digamos que pretendo que el concepto, si lo hay, se corrobore en el fraseo, parte de intensidad.

Ahora: tal vez ni siquiera escriba poemas propiamente dichos. Más bien serían inmersiones y emergencias en un flujo pulsional, propiciando una cierta entonación. Un escalofrío más o menos lento, una incandescencia del estremecimiento. La experiencia me imposibilita de dictaminarle un régimen a esa “ética”. Voy por donde las palabras corpóreamente me convocan. Esa convergencia de sentidos que cierto enhebrado verbal causa como desimagen al interior, ahora concavizado, de los signos y su cambiante significar. Al contrario de aquellos significados resabidos, sobreentendidos de apariencia consistente. Quizá el sentido más acá de lo que permitimos sea un andarivel estable o continuo con la suficiente inestabilidad (vibratoria de los afectos) como para asimilarse al hilo, por no decir la hilacha, por donde oscila, conducido por su ceguera traslúcida, conversando con la muerte y más aun con la ausencia, aquel funámbulo de Genet.

Ética, también, en el hecho deshechizante de ya no medir resultados, gananciales u otros, sin antemano, devenir uno mismo el proceso (procesar-obrar) que sería la experiencia poética como asunto portátil de tan compartible. Prestarle atención a lo que uno pueda llegar a entender como calidad de energía verbal mientras se transmite. Repreguntarse qué sería esa calidad de energía en cuanto un libro, un escrito pasan, una vez lanzados al mundo, de mano en mano. Una especie especial de responsabilidad ahí. No sólo se estaría tomando la palabra al componer el poema, sino que junto a ese obrar uno estaría poniéndose a disposición de esas palabras, no totalmente propias: partículas que constituyen el flujo pulsional. Para que advenga la cosa poética. O sea todo aquello que no es ya la identidad ni a ella remite aun si satelitalmente. Por ahí se consuma velocísima pero suficientemente convocante la propia otredad, el íntimo desconocido. Ése que lee, que al fin lee. Mientras aprende a leer es que lee: la poesía tiene esa exigencia y por eso admite genéticamente la múltiple lectura. Es solidaria con la infinita otredad, encarnada por supuesto en lo más nimio e inmediato, que es adonde se da el acontecimiento de la atención. Ese acontecimiento sería lo poético, para el cual el poema habrá servido como diagramandala.

Seguir el afloramiento poético, por así decirlo en relación a la pregunta por la poética, comporta un cierto nivel (o desnivel) de atención: uno se juega, está jugado en cómo (para qué) escribe. Prestar atención a lo que hacen las palabras, ellas, moviéndose ante la vista que dejó de estar anticipada por las prerrogativas de un comportamiento (¡la expectativa conductista de que las palabras sostengan comportamientos!). Lo que el poema hace con, en, desde y para ellas, variación micronésima del matiz, exige correrse una vez y otra de la presunción identitaria autocentrada, inculcada, inoculada, para, lo más despiertos posible de la más ínfima ilusión de algún dominio mediante, entrar en materia. Materia verbal, su cruda sutileza.

Me doy cuenta y acepto esta actitud medio devocional ante las palabras y sus potencias, exigentes como el maestro asistemático y continuo en lo cambiante del lenguaje. No es voluntario pero tampoco involuntario despertar siempre y cada vez de pronto a una porosidad en la propia atención. Un cierto amor en fuga de jardinero ante la biodiversidad materializante —es decir íntegramente afectiva— de las palabras y sus fraseos, sus tonos y el entonar. Ello implica reconocer, explorar y cultivar las herramientas articuladoras y los recursos expresivos. Tanto los heredados mediante el inmenso legado de la poesía llamada moderna y todas las tradiciones “anteriores” que la nutrieron, cuanto aquellos que uno pudiese “inventar”, si es que hay algo todavía que haya dejado de inventarse.

Ética, ahora, del hacer lugar, en vez del sobreentendido del mensurable a ser ocupado (y poseído). Escribir poesía es más bien estar poseído hasta por una impresión levísima relativa a nada poseer. Puede ser un goce de alcances irrevocables, por suscitar lo intraducible mismo en forma de imágenes verbales que la interpretación no reduce a un puñado de certezas opinables. Esa impresión incorpora una transmisión que transmuta. Por eso el haber llegado a sentir que se componía un extracto más o menos nítido de ese flujo poético, como si permitiera intuirle una unidad, núcleo expansivo o nódulo de sentido al menos íntimo, así como una cierta capacidad de resonar, también, es algo que no puede trasladarse como souvenir o tic a la próxima experiencia. Digo esto y de hecho me sé sonámbulo, aunque implicado me remito a un tipo de experiencia que siendo un proceso nunca se sabe si va a volver a darse.

Es poética la experiencia en lo que no se repite, ahí donde vuelve a ser distinta. Llevar lo encontrado a una serialización significaría capitalizar ese recurso que se inventó a sí mismo. Lo cual es muy habitual en el mundo de las artes más evidentes. Bram Van Velde, a propósito de Picasso, cuyo genialidad no negaba, habló sin embargo del “fabricante”.

Cómo especular así con una “carrera de pueta”. Espejismo casi diría proveniente del ilusionismo interpretante y supuestamente descifrador de las artesanías poéticas. Al entrar en materia, insisto, al tomar la palabra, vale la dicha el intento de sumar el rigor fluido (Perlongher) al uso de esas herramientas y recursos. Uso eminentemente mágico —no para entretener, adormecer o hipnotizar: para despertar la segunda atención— si es que hablamos todavía de un arte de la palabra en aras de una percatación. Lo cual no es compartido por todos los practicantes declarados de la versificación o los entronizadores del personaje público del autor.

La poesía se separa del discurso (y del sujeto que predica) en sentido transcategórico. Más que las enunciaciones (mías, de cualquiera) en torno a la ética, la ética de la escucha, ética del tercer oído. Ética cóncava: nos resuena el poema oyente de nuestra lectura.

2.- Miras la poesía como “esencial disidencia al interior de los significados”. ¿Por esa vía asoma un distanciamiento con la idea del arte como confirmación de la realidad?

El arte consistiría en desfijar la realidad. Consecuencia —no necesariamente propósito u objetivo— del razonado desacato de los sentidos con que se curtieron Rimbaud, su enunciador, y tantos otros. Las imágenes llamadas poéticas suelen no complacer las expectativas inmediatas del famoso “imaginario” (ese pretexto, coartada). Una imagen poética no es apenas un recurso legítimo de la expresión sino un entrenamiento en el desaprendizaje de la doctrina de turno de la mentalidad dominante. Por ejemplo, sólo para cierta mentalidad existe apoyatura histórica para la noción-consigna de un realismo naturalista. Esa idea del retrato fiel, de la representación. La postura a perpetuar del propietario en posesión de su persona, personaje o efémeride, siempre dentro de las importancias fomentadas por la mentalidad. Cualquier artista que nos haya conmovido de alguna manera tiene que haber modificado aquel estado nuestro de cosas, aun ligera o imperceptiblemente para los radares de la brain police o el rasero fáctico de este cerebro utilitario cuyo microchip llevamos implantado por inseminación cultural.

Cuando me referí a los significados, en la frase que tú citas, Víctor, quizá estuviera sopesando la distinción entre significado y sentido. Mientras los significados son portadores pasivos de una mentalidad, por ende generalizantes, en el sentido de unas “generales de la ley”, el sentido, sin mayúscula, no sigue comportamientos predecibles ni refleja preexistentes: ni representantes de esta o aquella fracción ideológica de la mentalidad homogeneizante que predomina detrás de esa polarización. La diferencia entre un realismo socialista o un naturalismo burgués es como se sabe de consistencia tópica. Ambos remiten al tema procedimental del figurante en su figuración, porque ninguno consigue (ni le interesa) siquiera captar el peso formativo y certificador del mismísimo dispositivo Tema.

El sentido, al contrario de los significados al uso, que tienden a reducir las posibilidades semánticas de los términos y aun de los recursos estéticos, no comporta un sitio de partida ni otro de llegada. No exime además de la tragedia, retenida tantas veces con verdadera violencia semántica en los significados, como si fuese lo más natural del mundo, como si el lenguaje fuese pura naturaleza. Pero si la trabazón tópica por una parte afirma esa naturalidad, por otra porta obturada la autoconciencia cultural. Negando la introyección de la propia cultura, como si fuésemos dueños de “nuestro ser”, se niega el aspecto indómito, o sea no totalmente manipulable, de esa contraparte de natura en que seguimos deviniendo cruda incógnita.

Pero el sustrato pulsional del hecho artístico puede resultar una catástrofe para el sentido común. O ser considerado algo así como un error artístico, delirio o extravagancia sin razón de ser a la luz de alguna línea excluyente o neotradición endogámica. El sentido en poesía no podría ser obviamente el sentido llamado común, ni en sentido lato, como de Diccionario De La Real, lo que facilitaría las cosas, al dejarlo en objeto de captura teórica.

Si la poesía es una práctica que puede asumir innumerables manieras, el sentido allí es un devenir. Y sólo se torna poético cuando involucra nuestra íntegra atención y ya no estamos “leyendo poesía” sino correspirando el fraseo, participando en esa modulación que se da sentido. Esa integridad altamente sensitiva y alerta es poética porque aviva, cuando la hay, la partitura-poema. Y el poema por el que eventualmente pasa la poesía servirá en todo caso de instrumento (inutensilio lo llamó Leminski) adonde proyectar la interioridad, afinar la atención.

Un buen poema es ese poema que era para uno (habrá suficientes poemas para cada cual). Redispone a una relación abierta con los seres y las cosas, empezando por esos seres-cosas a veces tan sinuosas o ariscas, a veces tan contundentes cuando plenificadas, vibrátiles de afectos, que son las palabras. El mundo o el sentido no responden mecánicamente a las enunciaciones discursivas que pretenden encarrilar lo que Bataille llamara la experiencia interior. El desconocido de sí que inscribió de súbito liga con el desconocido de sí que lee. A través de tal asociación conectiva, transmisión cantante, la realidad consagrada intuye de pronto la intensidad incalculable de otras potencias, otros posibles estares. En contextos represivos de la interioridad, el solo hecho de no subestimarla, reconocer su gravitación inquietante (y más si hablamos de conmoción poética) la libra al entusiasmo por las intensidades vinculares de toda especie.

3.- ¿Asentarse en un territorio alejado del mecanismo de espejo que tiene el significado, lleva al poeta a poner en crisis la idea de cultura en la que el arte se ve como valor de culto?

Cultura como sabemos también se relaciona con cultivo. El arte de la poesía (escribirla, leerla, encontrarla) no es una cosa fácil y para satisfacción inmediata, como pretenden los versificadores y declamadores variopintos que día a día van engordando los estantes con libros “de poesía”. Ya los libros en poesía son más raros. Suelen ser los raros, de hecho; le sucedió a César Moro tanto como a Nietzsche como a Lautréamont, Sousândrade o Jacobo Fijman o Emily Dickinson o José María Eguren entre los primeros que me vienen a la mente. El hecho es que una palabra convocante imanta a sus lectores, así sean uno o dos o diez. Ese manojo de manadas conversa con las obras, las interroga. Las va transformando también, ya que en ese vínculo receptivo-transmisor la poesía cambia según quien lee.

Al mismo tiempo los obrares particulares que se dan en las “obras” permiten esa variación de acercamientos adonde el sentido no está cerrado. No se clausura en una primera lectura porque permite y solicita varias: invita siempre a la relectura. La poesía montada sólo sobre los referentes de la cultura local, el tema cohesivo precediendo una coherencia, al no reclamar la intervención de la segunda atención, del margen propio de misterio, no nos coloca más que ante la supuesta completitud de un significado preexistente. Lo cual no le habla a nuestra integridad de artistas-de-nuestra-lectura, no llama a convivencia con lo desconocido, no propone la instancia multivincular. Redunda como el patrón del retrato.

Y volviendo al inicio de la respuesta, cooperar en un obrar poético en rol lector quizá tenga que ver con el cultivo de esa interioridad que impele a seguir aprendiendo a leer. Saber que la integridad, como la experiencia poética, son consecuencia de un insistir y de un explorar. No se trataría de situar a la poesía en un lugar impoluto, corroborando aquella discusión bizantina entre poesía pura y social, más cercanamente rediviva como (ficticia) oposición “del lenguaje”/“de la experiencia”. Polarización absolutista, pone al arte de la palabra en un sitial bastante escenográfico de la mentalidad, adonde proyectar nomás las intenciones estético-ideológicas del autor.

Ahora, si captamos a la poesía en tanto experiencia de desmentida-en-lenguaje, lenguaje que se experimenta, desaparecen los nimbos de importancia, prosigue, casi a pesar nuestro si se quiere, el descamino de interiorización. El lector en poesía se hace cóncavo, deviene resonador. Ante los preformateos culturales —aun sin olvidar que es a partir de la interiorización en las contradicciones adonde se macera el lenguaje común para la obtención de la palabra incomún— se da, por insistencia trabajada, una cierta desprogramación. Ahí dejaron de funcionar intactas las ideas sobre sí en que se podría autoprogramar o reciclar acríticamente una cultura.

4.- ¿Cómo se modifican los valores de la Belleza o la Dignidad, por ejemplo, si la relación de estas ideas-imágenes se reajustan con los símbolos que las materializan?

Pienso mucho en la noción de dignidad. Todos los días nos vemos obligados a revisarla, a manera de conjuro incluso. La dignidad no es sólo algo que nos merecemos, es algo que nos damos, es relación de reciprocidad. Puedo sentirme digno e incluso sentir digno al otro, pero si el otro o yo mismo no nos otorgamos el suficiente singular, esa dignidad disminuye junto al sentimiento recíproco. El cual no instala una simetría o una equidistancia justa como en la ilusión de las igualidades allanadoras. Es algo que no cubre las formas y que no se puede fabricar. Pertenece más a los climas interpersonales que a lo enunciable o decretable según grandes palabras o las mejores intenciones. Hay una dignidad como lector que ciertos autores nos otorgan, como cosa tácita, insisto, especie de confianza en nuestra propia potencia, capacidad asociativa, posibilidad inclusive de llevar un determinado poema o una cierta imagen allende sus intenciones originarias.

Sé que la dignidad no conforma una imagen, pero también que la poesía disemina valores que podríamos llamar poéticos. Algo de esto balbuceé en el libro de ensayos El cóncavo. Incluso con ánimo de irritar un poquitín a quienes abogan por un tipo de artista que no reconozca otros valores que los de su propia satisfacción personal o, peor aun, pro-fe-sio-nal. No es cierto que todo valga en poesía. Tampoco que haya un standard poético (seudolocal, además) que marque la hora exacta de la contemporaneidad artística. Esa alucinación de la pretensión de algún control que recubre a la noción de cánon, sobre todo aplicado a los (en todo sentido) raros acontecimientos poéticos.

No está lejos el sentimiento de la belleza. Palabra asimismo tan desgastada y a la vez tan despreciada, restringida de hecho a la categoría imaginal —no necesariamente a su internalización— en estas épocas de militancias y punkeidades en línea de producción. Contraconvenciones convencionalmente legitimadas con la permitida diferencia. Pero belleza no sería de hecho lo bonito o lo conciliador (aunque podría serlo también), aquello contra lo cual tanto afirma combatir la autoponderada línea dura de la poesía internacional coeva. Podría en cambio ser una sensación, que no necesariamente se deletrea o plasma en imago mundi.

En cuanto al símbolo —siguiendo a Cirlot y otros— tampoco quedaría en mero pasto (o pastiche) de interpretancia, puesto que su parte de realidad es el presente de algo que no cierra. La experiencia simbólica es desplazamiento. Lo que el símbolo materializa poéticamente es, un poco como quería Lezama, un mito (mirto, según Remedios Varo) que se pone en movimiento o a éste nos dispone. Una cualidad incondicionada que no ajusta un molde, una predeterminación, un pretexto cualquiera. Acaso la belleza no pueda sino sorprendernos hasta la perturbación, en nuestra mejor buena fe. En esa consistencia sensacionista y acaso extrahumana de la belleza, encuentro asimismo condición fecunda para seguir ahondando la dignidad.

El símbolo se mueve por imágenes, las cuales se modifican necesariamente en relación vincular con nuestros sentidos conscientes e inconscientes. No responde a una intención. Condensa diagramas móviles. Lo que no quisiera es remitir ambas —dignidad y belleza— a alguna definición opuesta a otras definiciones.

5.- ¿La búsqueda del sentido, por otro lado, abre la puerta para que la experiencia poética no se agote en el poema?

Quizá el sentido sea lo que nos busca. Quizá sean los poemas los que nos llaman, una vez abierto el canal del entusiasmo por indicios no confirmadores ni fijadores de una realidad preexistente. Y esto también en el sentido mismo de la poesía como experiencia. La experiencia poética no en tanto adorno verbal o resumen conceptual o desarrollo teórico o ilustración parlante de la realidad. Ni siquiera como su comentario supuestamente profundo, definitorio en alguna medida. No. Porque la experiencia poética es el devenir lector. Lo que el lector haga con lo que el poema hace con las palabras (y su silencio intersticial, punto no apenas “humano” del misterio-lenguaje) es experiencia poética.

Transmutación de la materia, movimiento de la conciencia, y de tal modo ampliación del registro de lo real. Y algo que suena a perogrullada: puede haber experiencia poética sin el objeto poema, pero no puede haber poema sin experiencia poética. Difiere esto del malentendido aproximadamente académico que sobreentiende ahí un “género literario”, resaltando cualidades de representación de lo habilitado por la historia o la socialidad, de habilidad e inteligencia compositiva, dominio técnico e información de una tradición en una lengua promedio en una época ultradeterminada. Pero hay desasimiento y hay intemperie sin fin, como quería Juan L. Ortiz. La exploración verbal es una crítica del lenguaje en sus tratos con Un Real, experiencia sin garantías de comprensión conclusiva en que la poesía vuelve a desmentirnos (revuelve).

6.- ¿Pueden ser vistos la música, el video o el baile como otras caligrafías que permiten mantener la atención alrededor de la poesía? ¿Y el cuerpo?

Sí, pues de la atención entregada de ciertas maneras, no siempre previsibles y nunca serializables, de hecho, depende que haya o no experiencia poética. Además, leer es incorporar, escribir es corporizar. De manera que toda caligrafía aun de lo invisible se deja leer y ello reclama vibratoriamente. La palabra enhebrada a otros lenguajes y materias acrecienta sus potencias evocativas, en verdad es un acrecentamiento recíproco en que ni la palabra representa una percepción (la constituye) ni los demás lenguajes ilustran a la palabra (la llevan o traen a nuevos lugares en la combinatoria). Por supuesto, el cuerpo en toda su evidencia mortal es misterioso. No sabemos todavía qué es el cuerpo. Tu pregunta me recuerda aquello de (Spinoza releído por Deleuze) “¿qué es lo que puede hacer un cuerpo…?”.

7.- Si la autoexpresión queda rezagada, bajo este contexto, como recurso para el oficio poético. ¿Se trata entonces de una poesía con un accionar más connotativo?

La autoexpresión sería un grado más bien restringido de las posibilidades de tratamiento de la materia verbal. Implica utilizar el lenguaje para servir a un desahogo, a una demostración de fuerza o queja o “confesión”, al espectáculo más o menos narcisista de los lindos o rudos sentimientos con los que suele afianzarse la identidad. Si en cambio partimos de la percepción de que toda identidad es una construcción que depende de diversos factores no siempre voluntarios ni siempre deseables, la posibilidad de autodeterminación más acá de las imposiciones de la socialidad —en definitiva asunto de micropolítica— permite concentrarse más y mejor en los materiales a fin de no manipularlos con una finalidad tan utilitaria como efímera, que además participa el desgaste connotativo de esos mismos materiales, a fuerza de mera denotación, la cual cumple una función, confirmar una experiencia en una sola dimensión. A lo sumo dos.

Ese accionar connotativo que mencionas podría ser un equivalente de la emanación afectiva, que no se restringe a la mostración de este o aquel sentimiento atomizado sino que implica velocidades y disparidades emocionales. Implica dejar venir aquello que no sabíamos, que no sabemos, dejar venir aquellas palabras que no sólo no son de nuestro dominio sino que nos desmienten el personaje de socialidad asignada. Salir de la mera denotación implica así enchastrarse gratamente en las sutilezas connotativas. Rendirse a las potencias de lo informe que las propias formas verbales pueden estar proponiéndose —librándonos de ciertos anzuelos ideológicos, de ciertas trabazones mentales— ante una capacidad de lectura no menos transmutante.

8.- ¿Se desestima de esta manera el papel de la inspiración?

Todo lo contrario, en tanto la lectura de un poema per se es inspiradora para el lector. La poesía es inspiradora. Suscita el entusiasmo. Y desde el punto de vista del autor también, apenas se coloca en el rasero de ese lector que él mismo es desde un inicio y aun después de haber escrito el poema. La disponibilidad. La entrega. La inspiración podría ser toda aquella instancia que abre al ser-estar, sin abastecer ni confirmar la identidad asignada.

9.- Si el poeta puede ser visto como un “conector de distintas fuerzas que pasan por el cuerpo”, como anunciaba Perlongher, ¿qué tiene que ver este con la entronización del personaje que ahora parece ser la condición para la existencia dentro de los “cánones”?

Un malentendido epocal respecto a Néstor Perlongher, creo, tiende a sostenerlo como figura de una serie de convenciones, a veces respetables, a veces repelentes (porque parten de ese vampirismo típico que suele rodear a los artistas fallecidos jóvenes con un cierto historial contracultural, como es su caso). Los atributos del personaje caen como anillo al dedo en las actuales circunstancias de instrumentación de la transgresión legitimada. Él no fue así ni fue eso. Ya en otras partes he tocado este tema, incluso en un ensayo recientemente publicado (“Ese destino de tías parlantes”, http://www.vallejoandcompany.com/ese-destino-de-tias-parlantes-luego-de-algunos-ohmenajes-a-nestor-perlongher/).

Sobre la idea de cánon también he articulado anteriores balbuceos, por lo cual me limitaré a reiterar aquí que se trata de una alucinación. No tiene el menor sentido ni reviste fundamento hablar de cánon poético. A no ser que nos atengamos a ciertas discutibles urgencias de inventariar un tipo de experiencia que de por sí desborda (y desmiente) cualquier inventario. En todo caso no está en el cánon quien no trabaja en ello. El cánon es una boca de expendio y simultánea ventanilla burocrática a la que se llega luego de aplicar y recibir la aprobación de los examinadores de turno. Esa adaptación suele implicar amputaciones. Reduce la aventura.

10.- La nutrición del poeta es múltiple y provisoria. Schlegel apuntaba a que en ella se enmarcaban además los mitos como sistemas simbólicos capaces de transmitir la experiencia del origen humano a la palabra. ¿Esa relación sigue vigente o se fragmentado?

No estoy seguro de que la palabra tenga origen humano. ¿Tiene origen humano el sentido del olfato? ¿Es humano el hígado? La palabra es una especie de órgano mutante. Asimismo una herramienta de equilibrios inestables. Una sustancia de acceso. Si atendemos el panorama de las poéticas actuales más difundidas (dentro de lo poco que está la poesía) es para desesperar. Se desviven en aras de una mentalidad que deplora los mitos sin atisbar siquiera la propia mitología en la que está inmersa y a la que mecánicamente responde, sin margen. Esa mentalidad se recicla en la falacia de un humanismo que se retroalimenta en el supuesto de una experiencia solo antropocéntrica, en relación apenas agresiva con lo extrahumano. Así, la noción de realidad que manejamos es, cósmicamente observada, concentracionaria. Nos obliga a no salirnos jamás del encarrilamiento de la mentalidad.

La enunciación de los mitos como sistemas simbólicos sugerirá algo cerrado, a menos que toleremos la posibilidad de que, como antes decía, los símbolos no se ejecuten por traducción unidimensional, como en los malos diccionarios de símbolos donde a tal imagen se le atribuye tales características fijas. Los símbolos, como ya dije, se desplazan con las sociedades y las experiencias individuales y transpersonales son las portadores del contagio simbólico, por decirlo así, que transforma los mitos en sistemas semovientes, para ya no glosarlos en sistemas cerrados. De todas maneras, como Perlongher señaló, uno, en todo caso, llega a los mitos; no parte de ellos.

11.- Incluído en Medusario, ha sido inevitable la asociación de parte de tu trabajo con la corriente neobarroca que actualmente se difunde en la región. Cuando Echavarren reflexiona sobre las características de la misma, la propone como un ejercicio que ya no apuesta por los métodos de experimentación de la vanguardia. ¿No se busca aligerar la carga del momento vanguardista desde ese punto de vista?

Algún escribiré mi celebración/ajuste de cuentas con el neobarroco. Mantengo con el asunto un sentimiento ambivalente. Me ayuda últimamente la indagación emprendida con verdadero fervor investigativo por el poeta y crítico peruano Rubén Quiroz Ávila, quien propone, a cambio, el atemporal transbarroco. El cambio del prefijo es tan elocuente que sólo me cabe resaltarle la sincrónica captación de una condición barroca que acontece dialécticamente en un enhebrado de influjos y manifestaciones mestizas, inconcluyentes, justo como parte extemporánea que atraviesa en un serpenteo nuestra historia continental. En todo caso bien lejos del imperativo de lo novedoso atribuible al prefijo neo, por demás antipático si encima adosado a un comentario sobre las superficies.

Cuando pienso en Lo barroco en el Perú, no lo encuentro tanto en los autores y temas tratados en ese libro por Martín Adán, como en esa sintaxis de exuberancia tan suya que nos zarandea semánticamente y sacude sensualmente el imaginario. Arborescencia sintáctica, en caso, cuyos frutos (y semilleros) son las imágenes irreductibles (intraducibles a una razón que la justifique) que culebrean su fraseo. Es así cómo el transbarroco, con un poco de buena fe, se percibe directamente. No atañe al supuesto entendimiento ni menos aun a define contenidos. Es incremento sensacionista, incluso “exageración”. En cuanto parte activadora de sentido no preexistente, proyección de potencias que en última instancia “se fijan, pero no definen”.

Creo que a ese rebrote transbarroco que eclosionó y se fue rebarajando hacia mediados de la década de 1970, se lo supuso nuevo porque se hizo patente como tendencia. No como movimiento de vanguardia, insistamos. Los autores incluidos en Medusario se conocían poco entre sí. No se los había observado en interrelación, en realidad, ya que de ese aglutinante que es una lectura equis consta cualquier “muestra de poesía latinoamericana”. Le hacemos flaco favor a Medusario y sus compiladores al atribuirle cualidades canónicas o, lo que sería peor, canonizantes. Es bastante suscitativo poder leer a Haroldo de Campos junto a Marosa di Giorgio junto a Wilson Bueno junto a Coral Bracho y Milán y Zurita y Becerra y tantos más sin necesidad de demarcar allí una coordenada pretextual que concluya, como parece ocurrir en tantos casos de observación apurada o prejuiciosa, con la etiqueta impidiendo leer las vetas singulares.

12.- ¿Cómo entender la relación entre la escritura neobarroca y el manejo preciso en el uso de las palabras que la poesía necesita y exige?

La precisión es necesaria pero no es necesariamente un atajo. Ni es exclusiva de escrituras sintéticas. Cada modo deberá encontrar su propio sentido de precisión. El desborde ocurre cuando es preciso. (En ambos sentidos de la expresión.) Veo entre las posibilidades transbarrocas la gozosa emergencia de los matices. “Perla irregular” que también se puede desplazar por el enhebrado sintáctico.

13.- Las traducciones de Galaxias, de Haroldo de Campos, y Catatau, de Paulo Leminski, que nacen de la búsqueda de un lector, terminan representando un viaje al interior del lenguaje propio. ¿Qué tensiones identificas al momento de relacionar con el castellano a las formas de escritura particulares de estos dos autores?

Me interesa al traducir obras tan elegidas por entrañables, la posibilidad de estudiarlas. Traducir en este sentido esas intervenciones al portugués, es aprender cómo trabajó el otro. Incluso te permite introducir términos o construcciones que jamás hubieran surgido desde tu escritura “personal”, modificándola de todas maneras. Es cierto que me interesa traducir aquellos textiles en que se dio ese viaje al interior del lenguaje y asumir ese desafío como lo haría un escalador o un surfista.

Me sentí convocado a traducir esos libros en particular (por otra parte fragmentariamente representados en Medusario, igual que el Mar paraguayo de Bueno, cuya edición argentina acometí) porque permiten hacer oscilar la frontera de ambas lenguas-sistemas, siendo tan cercanas, tan cosmovisionalmente diversas en toda la plenitud de los detalles. Sobre todo a nivel de la sintaxis, que es un tema crucial en cuanto al tratamiento poético de una lengua, donde se cifra, precisamente en clave transbarroca, si se quiere, en un sentido no excluyente sino al revés. Algo de la sintaxis-Haroldo o la sintaxis-Paulo me parecía fundamental atraer hacia este lado del prejuicio, sobre todo en los climas porteños actuales, tan dados a cierta rigidez de expresión (sujeto-verbo-predicado). Hablamos de obrares verbales aguzadamente políticos, en el sentido de que tanto uno como otro son maestros de la concentración silábica en su máxima expansión semántica.

14.- ¿En qué consiste la utilidad espiritual de la poesía?

Es interesante recalcar el cuasi oxímoron (¿cómo decirlo?) entre utilidad y espíritu. Pero básicamente y a partir de lo paradójico que también implica la experiencia poética, proceso incluyente de la inspiración (una inspiración convocada, incluso) como apertura al desconocido de sí. No al sujeto enmarcado nada más por la socialidad. Vale notar que las formas de la poesía materializan, a nivel de la percatación verbal, las potencias mismas de lo informe, o sea el alma, la posibilidad, la ninfa del ser a través de esos culebreos del obrar que se tornan manifiestos durante el recorrido del poema cuando es habitado. Eso que dice tanto como eso que no dice (diciéndolo doblemente) permiten afloramientos. Carnespíritu es un neologismo posible para expresarlo. El poema sería un diagrama móvil para la suscitación de esos afloramientos.

El Ojo del siglo, Henri Cartier-Bresson

MEXICO. 1934.

Henri Cartier-Bresson. México. ©Magnum Agency

“La fotografía en sí no me interesa. Solo quiero poder capturar una parte ínfima de la realidad”.

Henri Cartier-Bresson

Henri Cartier-Bresson ha sido muchas veces calificado como un hombre multifacético, un reformador, un aventurero. Su obra hace el recuento de la historia universal en el siglo XX a través de la lente de uno de los más grandes fotógrafos de todos los tiempos. Sus recorridos por el mundo y su relación con las grandes personalidades le permitieron plasmar en su trabajo la memoria de los sucesos más trascendentes de su tiempo, mientras que su ojo, sagaz e intuitivo, hizo de su trabajo una pieza fundamental en la historia de la fotografía. Carente de una visión homogénea, ya fuera artística o ideológica, nos brinda múltiples perspectivas y nos permite ser testigos de uno de los periodos más controvertidos de la historia, a través de los ojos de una de las más brillantes figuras del arte y el fotorreportaje modernos. Cartier-Bresson es el surrealista, el político, el soñador y el fotorreportero: el hombre del siglo XX.

El Ojo del siglo

Nacido el 22 de agosto de 1908 en el pequeño pueblo de Chanteloup-en-Brie, cerca de París, Henri Cartier-Bresson siempre estuvo fascinado por el arte, la música, la pintura, el dibujo, y más tarde la fotografía. Leyó desde muy pequeño a Dostoevsky, Schopenhauer, Nietzsche, Rimbaud, Proust, Mallarmé, Freud, Joyce, Hegel, Engels y Marx, lo cual influyó enormemente en su trabajo futuro. Estudió además con artistas como André Lhote y Jaques Émile Blanche, sus primeros maestros en este campo. Unos años más tarde, en su búsqueda de un estilo propio, conoció en el Café Cyrano al círculo surrealista el cual lo influenció enormemente.

Comienza entonces su primera etapa, la fotografía surrealista entre 1926 a 1935. Durante esta etapa, Cartier-Bresson hizo varios viajes por Europa, Estados Unidos, principalmente Nueva York, y México, lo cual le ayudó a construir una visión global de la época en que vivía y de lo que ocurría en el mundo. Esta concepción de lo que sucedía en el mundo, aunada a la influencia de sus amigos surrealistas como René Crevel y Max Ernst, lo llevan a crear sus primeras fotografías, entre las que se encuentran varios de sus mejores trabajos.

Otra consecuencia de sus viajes, principalmente a México y Estados Unidos, fue su radicalización hacia la izquierda. Ello marca su segunda etapa, entre 1936 a 1942, durante la cual realizó trabajos para la prensa comunista francesa. En esta fase predomina una visión más narrativa, en la que el artista intenta mostrar las miserables condiciones de vida en varios rincones del mundo, así como la inestabilidad del capitalismo y la crisis de la sociedad y la vida política.

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La siguiente etapa inicia con la creación de la agencia Magnum junto con Robert Capa, David Seymour, George Rodger, Maria Eisner y Rita y Bill Vandivert en 1947 y culmina con su retiro del mundo del fotorreportaje a principios de los setentas. Durante este periodo tuvo oportunidad de fotografiar los sucesos más trascendentes de su época. Entre estos, el fin de la China del Kuomitang y los primeros momentos de la República Popular China de Mao Tse-Tung, Cuba después de la crisis de los misiles, el funeral de Mahatma Gandhi, la coronación del rey Jorge VI y la reina Isabel; además de haber sido el primer periodista occidental en fotografiar Rusia tras la muerte de Stalin. Pudo retratar también a muchas de las más notables personalidades del siglo, como Truman Capote, Jean-Paul Sartre, Fidel Castro, el “Che” Guevara, Marie Curie, Édith Piaf, Pablo Picasso y Henri Matisse, entre otros. Asimismo, Cartier-Bresson trabajó otros temas de su interés, como la danza, de la cual fue fanático; la vida en las fábricas y el predominio ascendiente de las máquinas, el consumismo en la sociedad y especialmente las masas humanas, a las que dedica muchos de sus trabajos.

Es en esta etapa en la que incursiona en el mundo de la cinematografía, trabajando con el cineasta Jean Renoir, además de hacer algunas cintas por su propia cuenta. Por esta razón, así como por su espíritu subversivo y errante, llegó a ser conocido por muchos como el Ojo del siglo. Además, es aquí donde surge su idea de “el instante decisivo”, la importancia fatal de captar en una fracción de segundo, un momento de valor histórico o visual irrepetible, el cual fue muy importante para el campo de la fotografía.

La última de sus fases como fotógrafo es quizás la más íntima de todas, pues deja a un lado el trabajo como reportero y se dedica a su propio arte y exposiciones. Sin dejar a un lado la mirada crítica y ambulante con la que hasta entonces había plasmado al mundo en su obra, Cartier-Bresson se dedica a hacer fotografías más personales durante los viajes que realizó hasta el final de su vida. Muere a los 95 años, en Montjustin, Francia, en el 2004

 

 

 

El otro canon: Sobre Otras tradiciones de John Ashberry

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Personalmente, cada vez que escucho la palabra “canon” me resulta inevitable imaginar un vasto y caudaloso río artificial en el que, muy a su pesar, no están todos los peces ni congrega tampoco todos los hábitats. Ocurre en ocasiones que la valía de ciertos autores pasa desapercibida o, lo que es peor, acaba siendo reconocida a posteriori, las más de las veces a título póstumo. Innumerables son los ejemplos; me vienen a la mente nombres como William Blake, César Vallejo, Franz Kafka o el Conde de Lautrémont. Por suerte, existen remedios para subsanar estas ominosas omisiones: la curiosidad y la inconformidad, cualidades poco frecuentes en la actual genética poética.

Movido por estos principios John Ashbery da a imprenta Otras tradiciones, un ameno y revelador volumen de ensayos dedicados a la obra de algunos poetas inmerecidamente desatendidos por la crítica. Entre los seleccionados figuran John Clare, Thomas Lovell Beddoes, Laura Riding, David Schubert, John Wheelright y Raymond Roussel, quizás el más conocido de esta peculiar lista. Habría que indicar que los seis ensayos que conforman el libro fueron conferencias impartidas en el ciclo de la cátedra Charles Eliot Norton de la Universidad de Harvard, durante el año lectivo 1989-1990.

Inteligente e intuitivo, Ashbery se decanta por un enfoque más afín a sus propósitos, siempre partiendo de su experiencia: un poeta hablando de otros poetas, más cercano del lector promedio que del estirado y cuadriculado crítico literario. Este “punto de vista artesanal”, como él mismo define, es un acierto por partida doble, ya que las reflexiones sobre estos escritores no solo le permiten ponerlos nuevamente “en órbita”, sino que son también un feliz pretexto para profundizar sobre sí: “elegí a estos autores en parte porque me gustan y en parte porque tengo la impresión —para quienes lo crean necesario— de que podrían arrojar algo de luz sobre mi propia escritura”.

Fiel a su esencia, estos ensayos son una amalgama de análisis y de cavilaciones que con mucho tino interactúan junto con anécdotas biográficas propias o ajenas. Gracias a ellas se nos desvelan aspectos ignorados de los autores aludidos. Así, lejos de confeccionar una única plantilla crítica, Ashbery dedica un trato especial a cada uno, consciente de que sus poéticas son disímiles y que necesitan un espacio propio. “Los que yo he seleccionado exigen que nos adaptemos o entremos en la longitud de onda adecuada. Saber algo de sus vidas y de las circunstancias en las que trabajaron nos ayuda en esa tarea, dado que de ello dependen en buena medida las diferencias en la calidad de lo que escribieron”, apunta.

De este interesantísimo sexteto quisiera resaltar el brío y el fragmentarismo de la poesía de David Schubert, a quien el mismo Ashbery antepone en su parnaso personal sobre los “intocables” Ezra Pound o T. S. Eliot, ya sea por lo polisémicos y conmovedores que le resultan sus versos o por la breve y enigmática vida que llevó. Asimismo, es sumamente revelador observar cómo la obra de John Wheelright le supone un reto por su carácter contradictorio y oscuro. En un alarde de honestidad, subraya: “la médula de su poesía reside en una serie de poemas más extensos, radicalmente experimentales en su forma y mucho más preñados de posibilidades para la poesía del futuro que cualquiera de los escritos por Pound o Eliot”. Una vez más el canon personal de Ashbery arremete contra el canonizado dúo de la moderna poesía anglosajona.

Ahora bien, el rasgo común en estos ensayos es el predominio del sentido estético. Ciertamente, la poesía de Ashbery puede llegar a ser tan hermética o intrincada como la de Riding o la de Wheelright; áspera y densa como la de Clare o la de Beddoes; e incluso experimental como en Roussel. Empero, la belleza es la brújula que guía su personalísimo derrotero poético. En un pasaje sobre Laura Riding, sostiene: “Mi incapacidad para entenderla no afecta a mi juicio sobre su belleza o su fealdad”. Comprobamos que los poemas no son una fuente de sentido, ni su calidad depende solo de ello, sino que es la sublime unión entre “sentido y música, metáfora y pensamiento”, como bien afirma al final del volumen en una especie de coda titulada “Breve ensayo sobre poesía”.

Otras tradiciones, en suma, nos presenta y desvela la obra de seis autores que gravitan fuera de los usuales márgenes en los que nos movemos como lectores. Es también una invitación a liberarnos de los prejuicios, conformismos e imposiciones académicas, con la que Ashbery, como bien apunta Edgardo Dobry en el prólogo, “prefiere sugerir a pontificar, conversar a imponer”. En pocas palabras, su lectura es también un juego de estrategia.

 

 

Conversación con María José de la Macorra

En el marco de Gallery Weekend, Galería Ethra presentará una muestra individual de María José de la Macorra en la que se exhibirá la serie Calles. La inauguración será el 18 de septiembre. Aprovechamos esta ocasión para conversar con ella sobre su relación con el arte.

MulaBlanca_María José de la Macorra

¿Cómo empezó tu relación con el mundo del arte, cómo llegaste a la escultura?

Llegué al mundo del arte de un modo accidental porque lo que quería estudiar era etología, comportamiento animal. Durante mi adolescencia, ya más o menos consciente de lo que es la vocación, me interesé por la ciencia. Tomé el área dos en la preparatoria e iba según yo a estudiar biología. Al terminar esos estudios hablando con amigos me di cuenta de lo difícil que podía ser entrar en eso. Entonces comencé a acercarme a las humanidades, a la danza contemporánea, hasta que terminé en una escuela de cerámica de Toluca que fue fundada por japoneses, dónde se enseña a trabajar del mismo modo que en Japón. Después, con todo y que la cerámica me gusta muchísimo, sentí que debía ampliar mis conocimientos técnicos porque quería decir otras cosas que no se limitaban a formas y texturas. Así me fui interesando y acercando por la fotografía y el dibujo, después de la escultura, al arte. No sabía que quería ser artista, me fue sucediendo.

¿Y cómo te decantaste hacia la escultura?    

Mis experiencias con el mundo siempre han sido muy corpóreas, corporales. Siempre han estado relacionadas con el espacio, yo y el espacio, porque yo soy el centro. Es la idea de que me relaciono con el mundo a través de lo corpóreo. La danza ayudó mucho también a eso. Te vuelves más consciente de cómo te mueves en un espacio. Y también montar a caballo. La relación entre el tamaño del caballo y mi propio cuerpo, pequeño, me reforzó mucho la sensación, porque no es una idea, es algo muy vivido, de los cuerpos y los espacios.

¿Dentro del mundo de la escultura revisaste algo en especial que te haya servido como referencia?

Realmente no. La verdad es que me he ido aproximando a la historia del arte y al arte mismo a la par de mi trabajo, creciendo juntos, digamos. Nunca he dicho esto es lo que me interesa o quiero ser como Antony Gormley o Anish Kapoor, no es que quiera ser como ellos. He ido desarrollando cosas poco a poco, un lenguaje, que se va acercando a ciertas obras y entonces me las encuentro y me interesan. Entiendo porque se hacen de esa manera y así me acompaño de todo esto. Quizá ha habido alguna influencia más determinante, escultores de la escuela inglesa como Kapoor, Gormley, Richard Deacon o Terry Winters. Escultores de ese tipo que trabajan con materiales industriales pero que tienen una factura muy fina. No es una de las escuelas norteamericanas de escultura que es salvaje, las placas roladas, por ejemplo, que se nutre mucho del mundo industrial del que ellos participan.

El universo de la cerámica también ha sido importante para mí. Me formé como ceramista y ahí entendí que los procesos son relevantes. No me importa trabajar en algo que se va a usar el año que viene. En Japón, la porcelana, por mencionar algo, la preparan los abuelos para que la trabajen los nietos. Entonces, yo creo en estas “eras geológicas”, en donde el proceso es lento, hay sismos, luego se aplaca todo dentro del mundo del trabajo. La cerámica así, ha nutrido mi visión de los materiales. Eso es algo que caracteriza mi obra, el uso de materiales muy diversos, desde barro, porcelana, acero, paja, semillas germinadas, hielos, bordados. Lo único que no he hecho hasta ahora es pintar. He hecho además piezas de gráfica, fotografía, video, instalaciones.

Puede observarse en tu obra que a pesar de usar materiales industriales, como podría ser el alambre de acero, etc., las piezas remiten a formas naturales.

Sí.

Por lo mismo se crea un diálogo entre eso industrial y la naturaleza.

Por supuesto. Totalmente. Eso que señalas es un punto fundamental de mi trabajo. Siempre estoy entre el mundo industrial y lo orgánico. De hecho mis primeras piezas siempre eran, bueno no siempre, contenedores de metal con algo orgánico dentro: prismas de acero con paja y hielo, cajas de fierro con semillas germinando. La idea del contenedor industrial y el contenido orgánico. Y bueno, a lo largo de los años me ido desprendiendo de eso y ya no hay contenedor y se integran, como bien dices, en obras más recientes como la serie de las “Tilapias”, que son una plantas que crecen en los cables de los árboles, pero que están hechas de un material industrial. Están hechas de alambre recocido, que es un material pobre, como del “Arte Povera”, retorcido con la mano.

Claro, pobre, pero trabajado de modo fino, delicado, sutil.

Sí, es así.

Te planteas una pieza y luego inicias el trabajo o como es tu proceso de trabajo.

Mira. Trabajo casi siempre por temas. Elijo un tema que es en general algo amplio. Por ejemplo, uno de los primeros proyectos que realicé empezó en el año 2000 y terminó en 2006. Fue uno que titulé “Nubes y lluvia / Torres de agua”. Es un proyecto que tiene que ver con las proveedoras de agua del planeta. Esa fue mi frase, de ahí partí. Lo que realmente me interesaba era hablar de las montañas y del agua, de sus ciclos. Pienso que los ciclos son en verdad importantes en mi trabajo. Pero me desvío. Para este proyecto realicé piezas que hablaban de la lluvia, otras de montañas como proveedoras de agua, otras que hablaban de olas y, por decir algo, tomé prestada la ola de Hokusai para hablar de las olas, de las montañas, de las partículas de agua. Cuando algo empieza a interesarme como que la percepción se abre y detecto cosas. Uno viene eso sí con una predisposición a materiales o colores o texturas. En mi caso una de mis predisposiciones a lo largo del trabajo, un continuum, ha sido el interés por la estructura. En todo hay estructura. En la gran ola del magnífico grabador japonés Hokusai, él no usó esferitas, pero para mí, el agua es esferitas y mi pieza está hecha de pequeñas esferas. En mi próxima exposición en la Galería Ethra de la Ciudad de México*, este asunto de la estructura se nota mucho. Tiene mucho que ver con módulos o estructuras que forman un gran flujo o fluido. Como una pieza que habla de la lluvia y que está hecha también con esferas. Esos elementos se repiten constantemente en mi trabajo. Como puede verse poco a poco voy interesándome en temas. Actualmente trabajo en un tema que engloba a muchos otros. Se llama “Las veinte perlas” y consiste en veinte lugares que forman parte de un collar, digamos, metafórico, de sitios con los que me siento conectada. La exposición de “Calles” que se presentará en breve, es una de esas perlas. Hay otra perla que empecé en 2006 y en la que sigo trabajando que es un “río” que está expuesto en la ciudad de Querétaro y que involucra distintos medios: fotografía, gráfica, escultura, video.

MulaBlanca_GaleríaEthra

La exposición que vas a inaugurar entonces se titula “Calles”. ¿En qué consiste?

Son piezas que partieron de un mapa. Hace 10 años compré un mapa en el INEGI de una zona de la Ciudad de México donde vivía. Tracé entonces líneas aleatorias con tinta y pincel de algunas calles que aparecían ahí. Me di cuenta entonces que había ahí líneas hermosísimas. Las dejé descansar un rato pero hice unos dibujos muy astringentes, negro sobre blanco, de módulos con distintos trazos que tomé del mapa. Luego hice un bordado que parece una grafía aunque no significa nada. Seguí trabajando lo de “Calles” pero sin la idea de exponerlo. Era un trabajo tangencial a lo que hacía. Pero ante la posibilidad de exhibirlo, amplié el trabajo e hice bordados, forjas, hasta que se generó un buen cuerpo de obra que resultó bastante grande. Siento que el trabajo ha sido una obra muy orgánica que se fue desviando de un lado a otro hasta terminar incluyendo dibujos, por ejemplo, de tres metros de altura con plumón sobre un papel japonés. La exposición entonces, habla de la línea, de la forma, de cómo la forma puede decir tantas cosas, y aunque el material podría parecer muy abstracto o muy formal, la línea puede ser cuadrada, curva, de colores, sin color, continua, rígida. Algunas de las piezas están todavía próximas al mapa del INEGI y pueden adivinarse un poco las cuadras, una ciudad vista desde arriba. Sin embargo, algunos bordados se desvían hacia formas orgánicas, parecen plantas, parvadas o cardúmenes, y así con la línea se hacen una cantidad de cosas, pero es una línea específica, no es cualquier línea, es algo que surgió de un lugar, de una referencia concreta.

 

* “Agradecemos al Fondo Nacional para la Cultura y las Artes el apoyo proporcionado para la realización de estas obras”.

FONCA

 

 

 

 

El silencio de Robinson

Mula Blanca

A mi padre

El silencio es la ausencia de palabra. La falta de interlocutor para hacer frente al vacío que cubre la boca: una plática que renuncia. El ruido no combate el silencio que forma el vacío que domina a dos seres que se observan. El sonido no rompe la lógica que impone el silencio, pues la palabra no es sólo algo que percibe el oído o la interrupción del silencio, es ante todo un acercamiento, una comunión de voces, la emisión de una palabra o muchas. No es vacía, por ello, la idea de que la palabra es el mejor medio de interacción social y que sólo los locos pueden abstenerse de ella. La palabra es una manifestación de vida; el silencio es la expresión de lo contrario: la muerte de la comunicación, la nada que satura la garganta.

El arquetipo del solitario en el mundo occidental es Robinson Crusoe: un hombre a quien el infortunio dejó abandonado en una isla desierta por veintiocho años y, que después de hablar consigo mismo durante poco más de veinticinco (tiempo que tardó en conocer a Viernes), pudo experimentar que la falta de práctica y el correr de los días hace que la voz pierda identidad, que se sumerja en el silencio y en la abulia, “en la ciénaga”, diría el Robinson de Tournier.

En los primeros capítulos del Robinson Crusoe de Defoe, el protagonista a punto de gritar de desesperación recuerda que lleva días sin decir una palabra, esa idea le provoca dolor de garganta. La sensación no es física, es emoción que no encuentra salida. En ese pasaje que relata Defoe, la voz de Robinson ya no lo es del todo, es parte del sonido ambiente que lo acompaña de modo cotidiano; la voz de Robinson es otro ruido: uno que acompaña al oleaje, al trinar de los pájaros, al rugir de los gatos monteses, al balar de las cabras salvajes. Es un árbol que se desgaja en la garganta del hombre que ha olvidado cómo utilizar su instrumento: un sonido incomprensible para los elementos. Aire, agua, fuego y tierra no pueden reconocer en la voz de Robinson la ausencia de silencio, sólo él y la palabra que se niega en su garganta pueden entender la situación, sólo Robinson reconoce en su palabra el antídoto contra la soledad.

Con el tiempo Robinson aprende a combatir el silencio. La palabra escrita fue el primer modo de lograrlo. La oración fue otro. Cuando la palabra se dice al viento o se escribe para uno mismo nunca llega demasiado lejos. La palabra que sale de la garganta y llega a la propia garganta sólo genera tristeza en quien la emite, se requiere un receptor. En voz de Tournier:

Cuando Robinson comenzó de nuevo el descenso hacia la orilla de la que había partido la víspera, había sufrido un primer cambio. Era un ser más grave –es decir, más meditabundo, más triste- porque había reconocido y medido toda la dimensión de aquella soledad que sería su destino probablemente durante largo tiempo.

Desde el acantilado que observa su isla, Robinson reconoce que la soledad lo empuja necesariamente al silencio. El hombre real, el que ha perdido la inocencia -el Robinson de Tournier– no se puede conformar con la lectura de la biblia y, si bien podía alcanzar cierta tranquilidad espiritual con los reportes diarios en su long book, la presencia del otro, la voz del prójimo, es lo único que puede abatir la nostalgia apenas controlable. De nuevo Tournier:

Se ahora que la tierra sobre la que se apoyan mis dos pies necesitaría para no tambalearse que otros distintos a los míos, la pisaran.

La soledad extrema, el silencio inquebrantable provocan la desesperación de Robinson. A pesar de esa soledad, de ese silencio, la llegada de Viernes no genera a Robinson la tranquilidad que esperaba tanto desde que arribó a la isla. Al final, Robinson no sólo requiere de un compañero, necesita de alguien que pueda escucharlo; que se convierta en su paralelo, que llene el mundo que durante tantos años se ha mantenido vacío; alguien que construya con su presencia un universo. Tournier lo dice bellamente:

…se dio cuenta de que el prójimo es para nosotros un poderoso factor de distracción no sólo porque nos perturba sin cesar y nos arranca de nuestros pensamientos, sino además porque la sola posibilidad de su aparición proyecta una imprecisa claridad sobre un universo de objetos que se hallan al margen de nuestra atención, pero que, en cualquier momento, podrían convertirse en su centro.

Con el paso del tiempo, la presencia de Viernes llega a construir un mundo dentro de aquel que Robinson se ha diseñado para soportar la ausencia y el silencio. El paso del tiempo y no otra cosa favorece la convivencia y el entendimiento entre los dos habitantes de la isla. De hecho, la transferencia de identidad entre uno y otro poblador es posible hasta el momento en que cada uno entiende la realidad del otro. Robison es Viernes y Viernes es Robinson.

Por el instante que transfieren la personalidad del otro a la propia están en condiciones de entender la enorme coincidencia que tiene un indio araucano y un inglés de rasgos caucásicos y gramaje conservador. No obstante, cerca del final de la historia se revela un aspecto alejado de todo romanticismo: las grandes diferencias al final sólo provocan distancia (la separación irremediable). En el caso de los dos habitantes, la separación ocurre cuando llega a la isla de Robinson un barco tripulado por ingleses, de nombre Whitebird.

A diferencia de Defoe, Tournier narra las enormes diferencias que atraviesa la convivencia del araucano y el inglés, lo que al final revela y justifica que el indígena prefiriera huir de la isla en compañía de los tripulantes del Whitebird que permanecer al lado de Robinson, emperador de Speranza, su amo.

La partida de Viernes origina en Robinson una tristeza primigenia. Sin embargo, no es la tristeza del primer día, es la tristeza de los primeros años, la misma que evocaba el silencio y la soledad; aquella que encarna en abandono como único destino.

Cuando Robinson se percata de la partida de Viernes, al mismo tiempo entiende que lo inunda una nostalgia ancestral; que su cuerpo envejece. El primer pensamiento que llega a su mente cuando observa la vela lejana del Whitebird, es que tiene casi veintiocho años en la isla y sin embargo su cuerpo no refleja rasgos de vejez. La partida de su compañero le hace sentir, por primera vez, que es un hombre viejo, que han pasado veintiocho años desde su llegada a la isla. En ese instante siente que su cuerpo se debilitaba y el cabello se le pinta gradualmente de blanco. El cansancio lo abate; se sienta, no sólo para descansar, sino para dar acomodo a su cuerpo, ahora que decide abandonarse a los años que intempestivamente cargan todo su ser.

La voz de un niño lo saca de la abulia. La voz -la palabra de nuevo- es el factor que libera a Robinson de la soledad. El niño explica a Robinson que abandonó el Whitebird porque era infeliz y que, si se ha quedado en la isla para acompañarlo se debe a que la única ocasión que se miraron –el niño y Robinson– el pequeño percibió un destello de bondad en los ojos del hombre.

-¿Cómo te llamas?- le preguntó Robinson.

-Me llamo Jaan Neljapäev. Nací en Estonia- añadió el niño para disculpar aquel difícil nombre.

-De ahora en adelante –le dijo Robinson. Te llamarás jueves. Es el día de Júpiter, dios del Cielo. Es también el domingo de los niños.

La palabra puede construir un universo; la palabra, en sí misma, lo es. Al menos es un mundo dentro de un Universo que apenas la rebasa. No obstante, la palabra no despliega toda su magia sino hasta el momento que se utiliza para nombrar. La fuerza originaria de la palabra la otorga su creador. Los Dioses mitológicos luego de terminar su obra le daban un nombre: cielo, mar, tierra, hombre, mujer.

El silencio se rompe desde el momento que una palabra se escoge para nombrar las cosas. Amor para referirse al sentimiento que inunda todos los huecos de la vida. Belleza que describir lo hermoso que se presenta ante los ojos. Cercanía para reflejar que no hay distancia posible cuando existe una comunión de almas o de personas.

La palabra rompe el silencio porque asimila extraños en un mismo diálogo, los acerca, los coloca en un plano de hermandad que jamás será posible a través del silencio. La palabra saca de la soledad al hombre abandonado en una isla. La palabra agradece los silencios que se esfuman; reconoce que la persona amada tiene un nombre e intenta repetirlo siempre que es posible; agradece que las cosas lleven un nombre que las diferencia de todas las demás. Triste sería que no fuera así. La dicha sólo se califica de una manera, lo mismo que la fe, el amor o el odio.

Robinson actuó como un creador: bautizó a su isla (Speranza); bautizó al segundo habitante de la isla (Viernes) y rebautizó al tercero de sus habitantes (Jueves). La idea de bautizar a Jaan como Jueves no satisfacía un mero aspecto práctico como en el caso de Viernes, tenía toda una connotación: aludir al domingo de los niños y al día de Júpiter. El nombre que dio al niño estoniano evoca la fuerza de un día, la ternura de un niño, el poder de un Dios.

La palabra tiene la fuerza de la alquimia; es un poder mágico del que se dispone sin siquiera percatarnos. El amor se dice, el odio se dice; la fe, la esperanza, la tristeza, también se dicen; se reconocen con una palabra. Las palabras, también, tienen un efecto curativo. Una expresión del evangelio ejemplifica de modo perfecto esta situación: “una palabra tuya bastará para sanarme”.

Pero vuelvo al origen de la palabra, a su magia: la posibilidad de nombrar. Para existir todo lleva un nombre, aún quien pretende no existir necesita reconocerse como inexistente para que ello efectivamente suceda. El nombre hace que el todo o la nada se manifiesten, que la nada o el todo existan. Salvador Novo lo dice bellamente:

Lo menos que yo puedo para darte las gracias porque existes es conocer tu nombre y repetirlo.

El Tao, también enfatiza el arte de nombrar. Nombrar como acto de conocimiento de aquello que se nombra:

Desde los tiempos más remotos hasta hoy,
Jamás se podía prescindir de los nombres
Para entender las cosas.
¿Cómo puedo conocer la naturaleza de la creación?
Por ella misma

La palabra reconoce la existencia del otro, de los otros, y cada vez que se nombra, el acto de nombrar conlleva un agradecimiento por existir. Se repite para que el agradecimiento sea manifiesto con más fuerza. El agradecimiento jamás puede ser un silencio. El agradecimiento sólo puede ser una palabra. Robinson en su soledad tuvo que resumir el agradecimiento en un acto: bautizar a la isla que lo salvó de la muerte. El nombre que da a su isla es ejemplo del sentimiento de agradecimiento del sobreviviente: Speranza.

Saul Leiter

MulaBlanca_SaulLeiterNo veo ninguna razón para tener prisa en la vida. Prefiero haberle importado a una persona que me importara a mí que haber tenido éxito.

Saul Leiter.

Nacido en el seno de una familia judía, el fotógrafo estadounidense Saul Leiter (Estados Unidos, 3 de diciembre, 1923) abandonó las aspiraciones familiares de convertirse en rabino y se trasladó de Pittsburgh, Pennsylvania, a Nueva York para comenzar sus estudios en arte. Leiter mostró primero un fuerte interés por la pintura, arte que no abandonó nunca y que más tarde combinaría con su trabajo fotográfico. Durante su época de estudiante conoció al pintor Richard Pousette-Dart y al fotoperiodista Eugene Smith, quienes lo convencieron para cambiar el pincel por la cámara fotográfica. Así, Leiter comenzó a trabajar en blanco y negro y más tarde, en 1948 comenzó a realizar fotografías a color. Ya desde pequeño había tenido un acercamiento con la fotografía cuando su madre le regaló en 1935 su primera cámara.

Amante de registrar con su cámara el constante movimiento en las calles de Nueva York, Leiter se inspiró de grandes figuras del arte pictórico como Vermeer y Picasso. Incluso su trabajo ha sido comparado con el expresionismo abstracto. Considerado maestro de la fotografía en color, Leiter supo unificar sus conocimiento en pintura y plasmarlos en sus imágenes. Leiter trabajó además, por más de dos décadas con reconocidas revistas de moda.

Fallecido el pasado 26 de noviembre de 2013, a la edad de 89 años, Saul Leiter colaboró con el director británico Tomas Leach en el documental In No Great Hurry: 13 Lessons in Life with Saul Leiter, el cual se grabó entre 2010 y 2011 en el estudio de Leiter. Esta cinta documenta y reconoce el trabajo del fotógrafo estadounidense.

Me gusta cuando uno no está seguro de lo que ve. Cuando no sabemos por qué el fotógrafo ha tomado una foto y tampoco sabemos por qué estamos viendo eso, de repente descubrimos algo que empezamos a ver. Me gusta esta confusión.

A continuación les compartimos el tráiler del documental In No Great Hurry: 13 Lessons in Life with Saul Leiter.