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El rito de la escucha

Carmina-Escobar 

El sonido no llena el espacio: lo crea.

Ernst Bloch

En el espacio del cuerpo (Suplex, 2014), de la cantante y experimentalista mexicana Carmina Escobar, es un itinerario por los senderos umbríos y resonantes de un oído solitario del que somos cautivos durante 26 minutos y 20 segundos. Digo esto considerando que este espacio del cuerpo —en este caso— se desenvuelve en los confines de nuestra audición. Pero aún así no estamos solos, alguien nos lleva, nos jala por un transcurso ciego de topos acústicos y compartimentos de resonancia a lo largo de una serie de momentos integrados en una sola pieza, compuesta a partir de grabaciones de campo, de voz, de micrófonos de contacto y de un arpa de piano abandonada en un bosque en Connecticut, donde la artista trabajo en 2012.

De pronto, si hemos puesto la debida curiosidad en este acto de oír el espacio del cuerpo, nos percatamos que otro cuerpo, o mejor dicho, un repertorio de intersticios, se vierte en nosotros de la misma manera en que un espacio se comunica con otro a través de sus conductos. Una galería de cuevas por las que corre una materia vibrátil que a su paso despierta unas superficies que se tocan y se separan, se condensan y se licuan, colándose por el canal auditivo. Ambos cuerpos, aquí, en este trabajo de Carmina Escobar, desembocan en el indeciso lugar de la escucha, que ahora se nos devela también —y propiamente hablando— como el espacio del cuerpo. En realidad dos interioridades en un extraño intercambio, en transmutación recíproca, habría que decir desinteriorizándose. Esta coincidencia de cuerpos que ocurre en la escucha es construida por la artista mexicana tomando ventaja de esta frontera fantasmagórica e ilocalizable que se instala en nosotros mediante la audición. Oímos un fenómeno que no vemos, nos apercibimos de la presencia de algo que no aparece nunca. Habrá que usar aquí un término verdaderamente bello para referirnos a este espacio dentro de un espacio y que produce un efecto de adyacencia: Liminal. Suceso ilocalizable —ya lo dijimos— pero certero. Tan certero como un secreto dicho en voz baja en cualquier lugar, inesperadamente, directo a nuestro oído. Secreto que también pudo haber sido dicho al viento (o al micrófono) pero que viajo hasta nuestro oído y entró implacablemente en él. No hay forma de saberlo, de pronto sólo somos cómplices de este secreto (de un cuerpo dentro de nuestro cuerpo) que nos impide seguir así nada más, caminando por la vida como si nada, rehenes ahora de esta certeza. No estamos solos, hay cosas dentro de nosotros (puesto que hacen ruido) que se mueven ahí dentro ¿están vivas? Crujidos de hojas secas o vocalizaciones que se elevan en un rincón de nuestra cabeza.

Un adentro y un afuera que se truecan uno en el otro, se extinguen uno en el otro, huyen, se evaporan, resuenan no sabemos en qué cavidad exactamente de nuestro ser que lucha por vaciarse para oírse solamente a sí mismo.“No hay nada, solamente yo”. En el espacio del cuerpo eso es imposible. Sólo es necesario colocarse los audífonos y ponerle play para ser llevados a experimentar el tanteo invidente por las cavidades de este espacio que no está en ninguna parte del cuerpo y, sin embargo, de una manera realmente extraña, produce corporalidad.

Una vez que pasan los 26 minutos y 20 segundos que dura, nos percatamos felizmente que para ello no fue necesario vendarnos los ojos (una moda inaugurada por Francisco López). ¿Para qué hacerlo? De cualquier manera no hay forma de escapar a esta interioridad externa que nos amolda, la esquizofonía no requiere de vendajes, no estamos en la casa de los espantos, sino en el espacio del cuerpo, no hay que olvidarlo.

Y aquí llegamos a lo que hace tan atractivo este trabajo de composición con grabaciones de Carmina Escobar: su dramaturgia. Se siente al final que todo es el resultado de un libreto, una cadena de sucesos acústicos que se organizan como una galería de actos dramáticos que ocurren en el movimiento entre exterior e interior, perturbando el reino solipsista del oído interno. Sucesos sonoros que no se auto-complacen con mostrarnos su variación espectromorfológica (dictum de la acusmática), sino que nos convocan a un singular rito. Es el rito de la escucha, el umbral que nos enfrenta al misterio de la otoemisión.

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Puedes descargar el disco de Carmina Escobar En el espacio del cuerpo gratuitamente aquí: http://www.suplex.mx/carminaescobar-enelespaciodelcuerpo.html

 

 

Que se halla por ventura | Carlos Gutiérrez Alfonzo

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Que se halla por ventura
Carlos Gutiérrez Alfonzo
Biblioteca Chiapas. Colección La verde Espiga
México, 2015

La poesía salta como la libre, indistintamente. Al igual que Jorge Leónidas Escudero muerto hace muy poco en su país, Argentina, en la lejana provincia de San Juan donde vivió prácticamente toda su vida, Carlos Gutiérrez Alfonzo escribe desde la periferia, en su caso, desde Chiapas, más específicamente desde San Cristóbal de las Casas, donde además fotografía cielos con obsesión.

En los últimos años la poesía mexicana y su crítica ha estado demasiado ocupada en descubrir talentos jóvenes o en continuar ensalzando a figuras francamente desgastadas. Hay mucha dispersión, demasiada confusión. Ser joven o viejo es una arbitrariedad que nada tiene que ver con escribir buenos poemas. Las editoriales de poesía en México dan muchos tumbos y como bien anticipó Enrique Santos Discépolo en su famoso tango “Cambalache”, convive la Biblia junto al calefón.

Que se halla por ventura de Carlos Gutiérrez Alfonzo es un libro limpio y maduro, escrito sin prisas ni ambiciones superfluas. Posee una naturalidad infrecuente derivada de la utilización de un vocabulario cercano al habla coloquial de una comunidad precisa, incluso familiar. En este sentido su título es una poética doble. Por un lado indica el deseo de encontrar en el poema, en la poesía, un hallazgo fortuito; por otro, continuar una tradición, que tiene en la “Glosa a lo divino” de San Juan de la Cruz, una piedra de toque, algo que entiendo como la combinación de ciertos elementos como el habla cotidiana, la claridad y el asombro, como un modo de hacer explotar una expresión.

Gutiérrez Alfonzo entonces escribe desde la periferia pero al mismo tiempo desde la exploración. San Juan de la Cruz fue un experimentador. Gutiérrez Alfonzo también lo es. Práctica a lo largo de su libro el poema largo y el poema fugaz, en los dos, ocurre la chispa. Las palabras en ambos casos dibujan partituras. Cuando el aliento se extiende las palabras tienden a atomizarse sobre la página. Cuando el poema se repliega, lo que no significa que pierda intensidad, se aprieta en un rincón.

Que se halla por ventura se estira y se contrae, es materia flexible, es como aquella mancha amarilla con que William Carlos Williams describía el amor en un poema, algo que se expande y lo va tiñendo todo como el ámbar de la miel. Poemas breves y largos, poemas de una página o series de varias páginas conviven sin imponerse unos a otros, crean un equilibrio. Lo dulce y lo amargo son igualmente una misma cosa, son una invitación anticipada:

 

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Como puede observarse un sonido ni abierto ni cerrado, una “e” que se prolonga, establece una armonía, un sentido amplio lejos del concepto, sonido solamente, un equilibrio, un tono llano que cuestiona la vida, la celebra, la acepta buenamente con sus idas y vueltas, en fin, Gutiérrez Alfonzo tendría que leerse porque “el viento / da al hombre la palabra[…]”.

 

 

El baile de los que sobran

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Ríos de ceniza
Félix Terrones
Editorial Textual Pueblo Mágico
Lima, 2015

Solía decir Martín Adán: “Límpiate de entusiasmo los ojos”, verso lapidario y sentencioso con el que aludía a la pérdida de aquella imberbe inocencia que nos lleva a idealizar el mundo y la realidad. A todos nos ha ocurrido, con mayor o menor intensidad, es parte de este juego, porque la madurez se adquiere a base de pequeñas victorias, desengaños y de apuestas torcidas. Todo aprendizaje es duro, cruel, útil y necesario cuando no gratificante. Así también lo leemos en la última novela de Félix Terrones, Ríos de ceniza, cuyo protagonista es testigo de cómo aquellos gigantescos castillos de ensueño con los que construía su futuro literario se van deshaciendo uno tras otro, como le sucede a la arenisca con la humedad.

La escena que marca el pistoletazo inicial de la historia es bastante afín y conocida por su autor: un estudiante de Lima que viaja becado a Francia a continuar su especialización, pero con el ferviente anhelo de convertirse en escritor. A partir de entonces una serie de vivencias y decepciones —amorosas y profesionales, principalmente— lo llevarán a replantear cada una de sus ambiciones y su proyecto de vida. Paradójicamente, la gran pasión e idealismo con que encara sus nuevos retos van de la mano con su desorientación anímica y su disposición natural hacia la apatía, mostrándose reservado y confuso a la hora de entablar relaciones con otros personajes. Su poca seguridad en sí mismo deriva en inhibición y en esa abulia tan limeña que muy bien han retratado Luis Loayza o Julio Ramón Ribeyro en sus relatos, cuyos protagonistas —con tendencia a los pequeños dramas— también se ven sobrepasados por las desventuras externas. Esto leemos en Ríos de ceniza:

“El horizonte que se me presentaba era muy poco alentador: un verano solo, sin perspectiva de encontrar trabajo, obligado a escribir una tesina en francés, y sin ganas ni fuerzas para terminar mi novela. Sin embargo, mientras no tuviese algo, mientras la perspectiva de regresar a Lima siguiera proyectándose cada vez con más fuerza, debía luchar contra esa sensación de encierro que me poseía ni bien abría mi computadora, debía trabajar en mi novela incluso si ello significaba luchar contra ese silencio hecho de babas. ¿Pero cómo reunir la fuerza necesaria para hacerlo?” [p. 78].

A lo largo de las páginas encontraremos ejemplos similares que confirmarán esta personalidad melancólica y flemática. El autor nunca lo dice, pero no sería difícil ni tampoco descabellado imaginarnos al protagonista caminando con la espalda encorvada y arrastrando los zapatos: “Cuando la desidia era el pasaporte, resultaba inútil hacer las maletas y viajar a lo que se considera un destino: Lima, Burdeos y Tours no eran sino variaciones del mismo nombre” [p. 106]. Otra de las grandes caídas fue el rotundo fracaso editorial de su novela. Al saberla rechazada por las principales editoriales españolas su endeble estado anímico empeora, encerrándose en sí mismo, ensombrecido y desalentado al percatarse de que el éxito es también una cuestión de azar y ubicuidad, así como de actitud y persistencia. En un tono de absoluto pesimismo nos confiesa: “Mi libro no reunía lo justo para adquirir una vida autónoma, desgajada de mi voluntad. Debía resignarme a guardarlo en una gaveta, dejar que se empolvara, lo mismo que aquellos documentos que en algún momento me acompañaron, pero que después, por falta de uso, interés o importancia, se fueron acumulando sin que me atreviera o me animara a botarlos” [p. 149]. De más está decir que cada una de sus páginas acabaron siendo consumidas por el fuego en un arranque de impotencia y frustración, y de esta imagen nace la metáfora con la que Terrones titula su novela.

Es destacable, por otro lado, las reflexiones sobre el exilio o la imposibilidad de echar raíces en un lugar. Somos, en efecto, testigos de sus cambios de ciudad (tres en total: Lima, Tours y Burdeos) en un período de dos años, sin olvidar el elemento desestabilizador que supone el empezar desde cero. Esta errancia es contraproducente no solo para su estado de ánimo, sino también a nivel psicológico y emotivo: se agrava su imposibilidad de establecerse y de llevar a buen término sus objetivos. Lo mejor de estos párrafos es su tendencia hacia la profundidad, muy bien ataviados de nostalgia, y para quien está lejos suponen una verdad reconfortante y cierta:

“El exiliado tiene una relación particular con su lugar de origen y lo interpela y evoca, pero sobre todo lo reinventa con sus palabras, la imaginación y el recuerdo, que acortan las distancias y le permiten sentirse cerca; el apátrida, en cambio, no pertenece a ningún país, pues en ningún sitio le esperan ni reconocen, ninguna tierra lo reclama; al contrario esa tierra a la que creía pertenecer le cerró sus fronteras para siempre, sin más posibilidad que un regreso, pero no como quien se fue, sino como un individuo nuevo y diferente. Ya que mi ingreso al único país que me interesaba —el de la literatura— había sido negado por las aduanas editoriales lo único que me quedaba era errar sin destino ni memoria” [p. 186].

La memoria es otro de los temas fetiche de Terrones —no solo en esta novela, sino sobre todo en la anterior, titulada El silencio de la memoria—. Es gracias a ella que la reconstrucción de su mundo (interior y exterior) cobra vida y puede reconocerse como individuo, pese a que esta le juegue una mala pasada idealizando y distorsionando el pasado: “El recuerdo nos define, permite explicarnos” [p. 259], sentencia. Sirve la memoria, entonces, para ahondar en el tema del desarraigo y de la extranjería. Habría que indicar que las sensaciones de constante exilio tienen su verificación (o mejor dicho se acentúan) en la figura de Paul Celan, poeta que vivió en carne propia este mismo sentimiento que tanto atormenta al narrador de Ríos de ceniza:

“A la decisión de dejar atrás su futuro como médico para dedicarse a la literatura, le siguió el exilio geográfico, el regreso a Francia, ya no como estudiante, sino como artista, para radicarse en el lugar donde, de un modo o de otro, pasaría el resto de su vida, París, una ciudad en la cual sería otro individuo (Paul Celan ya no sería más Paul Antschel, un nombre definitivamente enterrado en el ayer)” [pp. 160-161].

Son, además, dignos de mención otros elementos. Su “Catálogo de tópicos”, breves cavilaciones sobre diversos temas relacionados con la trama, de tendencia sentimental sobre los celos, el amor o los hijos. De igual manera, uno de los personajes secundarios con los que el lector se queda es Paulo Santa Apolonia Puga, un inédito escritor que vive en Cajamarca y sobre quien cuelga el rótulo de ser el más grande que la literatura peruana y mundial aún desconocen. Este esperpéntico y descuidado narrador cajamarquino, con aires al ya célebre Ignatius de John Kennedy Toole, y que nuestro protagonista conoció antes de su viaje a Francia, pasaría, sin duda, al olvido para los lectores de no ser por un guiño inteligente e irónico por parte de Terrones. A la muerte de Santa Apolonia se recupera uno de sus manuscritos, justo aquella obra maestra que continuaba sin publicar, cuyo comienzo es exactamente igual al de Ríos de ceniza, es decir, con el narrador observando a la gente pasar en una cafetería y a punto de realizar un largo viaje. Un juego de espejos con mucho humor negro.

Asimismo, las relaciones sentimentales son determinantes en la novela, ya que estas cargan con el peso de la trama. Una vez instalado en Tours, el protagonista se matricula en unas clases de baile y es allí donde conocerá a Cécile, con quien inicia un amorío extramatrimonial que finalizará en tragedia: al saberse descubierta por el marido la separación tendrá como consecuencia la muerte del hijo de ambos, presumiblemente de tristeza. El romance fracasa por la coyuntura personal de Cécile, aunque por fortuna empieza una relación con una de sus alumnas, Sophie, quien desembarca en su mundo para evitar el naufragio personal: “cuando Sophie llegó a mi vida, también llegó con ella una claridad que no por unánime dejó de confundirme. La claridad de quien recibe un fulgor directo en los mismos ojos antes acostumbrados a vivir entre tinieblas” [p. 235]. Sin embargo, poco después se produce un inusual y nada esperable quiebre en la personalidad del narrador, que tiene graves consecuencias en el armado de la novela.

Sin entrar en detalles o en mayores y oportunas precisiones el protagonista cambia su comportamiento de modo radical. El motivo es atribuido a “sus castigos” o —para decirlo sin adornos— a sus decepciones, lo cual es bastante laxo y vacuo argumentalmente, en especial para un personaje tan bien definido como el de esta novela. A medida que la unión prospera, este se esfuerza por sabotear y oscurecer ese providencial halo de luz que comprometía para bien su desventurada existencia. De hecho, esta será la única vez en que lo veamos esforzarse y obtener su propósito: hundirse cada vez más en su miseria personal. De ser un ente flemático y abúlico pasa a ser un maltratador, primero humillándola y despreciándola a base de juegos psicológicos, luego convirtiéndola en rehén en el apartamento en el que convivían. Este cambio tan brusco y gratuito desentona mucho con el perfil cincelado por Félix Terrones a lo largo de casi 200 páginas. Además, durante su amorío con Cécile el narrador siempre se mostró permisivo y crédulo. En todo caso, estas reacciones, fruto de sus desventuradas experiencias son bastante exageradas y desproporcionadas, en especial porque al finalizar la relación (cuando ella logra escapar de su cautiverio) todo queda en un incómodo e inverosímil silencio entre ambos. Sin ninguna consecuencia, la vida continúa y cada uno por su lado, como si automáticamente el protagonista hubiera recuperado ese temperamento tibio e introspectivo que hiciera gala desde el comienzo de la narración.

Cubierta Ríos de Ceniza

Pese a esto último y a una edición poco cuidada (para mala suerte del autor la novela acumula erratas, en su mayoría debido a los incorrectos cortes de palabra a falta de una revisión final, responsabilidad entera del editor) Ríos de ceniza da cuenta de un narrador cuyo proceso de consolidación va a paso lento, pero seguro. Son más los aciertos que los desaciertos, afortunadamente, y aunque el camino no deja de ser largo y espinoso me atrevo a decir que tendrá un final satisfactorio.

Ibiza, 17 de noviembre de 2015

 

 

Edmundo O’Gorman: la historia es vida

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“La suprema facultad del hombre no es la razón, sino la imaginación.”

Edmundo O’Gorman

Edmundo O’Gorman es una de las figuras más importantes en el desarrollo de la historiografía mexicana contemporánea. A partir de su trabajo, la historiografía en México fue revalorada y la manera en la que había sido concebida y estudiada hasta entonces cambió revolucionariamente. En él se encuentran la filosofía, la historia y el pensamiento social dentro de una obra de una erudición extraordinaria y que hoy es esencial para la concepción de México en su origen, en su presente y en busca de su destino.

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Nacido en el barrio de Santa Catarina, Coyoacán, en el año de 1906, Edmundo O’Gorman fue hijo de Encarnación O’Gorman Moreno y Cecil Crawford O’Gorman, ingeniero y pintor irlandés, y hermano del pintor y arquitecto, Juan O’Gorman. Se licenció en Derecho por la Escuela Libre de Derecho y posteriormente realizó estudios de maestría en Filosofía y de doctorado en Historia –con la distinción Summa cum laude– en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde años más tarde impartiría clases. En su texto, El oficio de historiar, Eugenia Meyer escribe sobre esta etapa de su vida:

“Recuerdo, allá por 1958, en la todavía nuevecita Ciudad Universitaria, su entrada triunfal a los salones del segundo piso de la Facultad de Filosofía y Letras, y digo triunfal porque ésa es la expresión justa de la impresión que hacía en sus novatos alumnos. Parecía un lord inglés, con impecable pantalón de franela y saco maravilloso de tweed. Todo, y siempre, en armonía con una colección de corbatas arrebatadoras, que contribuían a quitarnos el aliento junto a su presencia, su porte y su forma de acceder a la tribuna para enfrentar a una horda de estudiantes tan azorados que no se atrevían ni a parpadear.

Tras las gafas sobresalía una mirada firme, directa, de ojos claros que delataban su origen británico y que contrastaban de manera irresistible con el pelo cano, casi plateado, que alguna vez debió ser castaño. Esta especie de actor de cine hacía su irrupción en la escena abastecido tan solo de unas pequeñas hojas dobladas bajo el brazo, escritas con una pluma fuente, que le servían poco como apuntes o notas para escenificar la gran representación.

Sin más preámbulos o introducciones, empezaba la exploración de las aguas profundas del conocimiento y de la imaginación. O’Gorman era un provocador nato. Nos obligaba a pensar, sin recato alguno, a temer al ridículo y, sobre todo, a penetrar en el mundo fascinante, siempre ignoto, de la historia.”

Fue quizás el historiador más polémico del último siglo, principalmente por su crítica a la historiografía positivista o tradicional y por sus ideas frecuentemente encontradas con las de otros historiadores como Miguel León-Portilla, Marcel Bataillon, Lewis Hanke, Silvio Zavala, Jacques Lafaye y Georges Baudot, entre otros, con quienes debatió directamente más de una vez. Todavía se cuenta en Facultad que los maestros se paraban en la puerta de su salón, interponiéndose entre los alumnos para impedirles la entrada: “no entren a esta clase,” les decían, “esto no es historia”.

Su trabajo se funda en gran parte en su formación de abogado y en su experiencia con el manejo de fuentes documentales adquirida trabajando en el Archivo General de la Nación, pero principalmente en su amor por el conocimiento y en la gran influencia de la filosofía, especialmente de su maestro y amigo José Gaos y de José Ortega y Gasset, maestro de este segundo. Desde sus primeras obras su visión se fue perfilando hacia lo que sería una concepción de la historia y de la manera de historiar muy distinta a la que se había tenido hasta entonces. O’Gorman afirma valientemente la imposibilidad de alcanzar la objetividad del historiador y cuestiona el hecho de que la Historia sea solo datos, personajes, relatos y fechas. Rechaza el exceso de cientificidad que inunda la labor histórica; la abundancia de datos, citas y notas que llenan las páginas de los estudios históricos, a favor de una nueva postura:

“El saber histórico no consistirá ya en una suma de hechos que, una vez ‘descubiertos’, se consideran definitivamente conocidos; consistirá ahora en una visión cuantitativamente limitada, pero auténtica en cuanto que se funda en una serie de hechos significativos por sus relaciones con el presente y con nuestra vida. Y el método histórico no será ya ningún método de los empleados en las ciencias naturales; no será el método de la simple acumulación de lo “averiguado”, sino que será el método narrativo, único verdaderamente capaz de dar razón de la vida humana, de nuestra vida, nuestra verdadera realidad. Ese dar razón de la vida humana es lo que yo llamo historiar.”[1]

La intención de O’Gorman de liberar a la Historia de las ataduras que la definen simplemente como ciencia, limitando el trabajo del historiador, responde a su creencia de que esto actua en pro de un control tecnocrático que favorece a la deshumanización del hombre: “puesto que conocer el pasado es conocimiento de sí mismo, malamente puede justificarse ni menos exigirse esa fría, inhumana, monstruosa indiferencia que la imparcialidad supone”.[2]

“El intento de constituir la Historia como una ciencia supone, ya lo vimos, que el pasado es una realidad esencialmente idéntica a cualquiera otra realidad. Pero como el pasado humano se refiere simple y necesariamente a esa realidad que es la vida del hombre, resulta que hubo de suponerse también que la vida humana es ella, a su vez, una realidad esencialmente idéntica a cualquiera otra, y en efecto, eso es lo que se supuso y lo que durante muchos siglos se ha venido suponiendo.”[3]

La historia como vida, principio imperante en la obra de O’Gorman y de esta nueva concepción histórica, parte en gran medida del modelo de la razón vital de Ortega y Gasset. “El hombre no es, sino que va siendo… y ese ir siendo (que es una expresión absurda) es lo que llamamos vivir,” afirma el filósofo en Historia como sistema. No es “que el hombre es, sino que el hombre vive”. Así, la historia vive también en contraposición con la “vieja tradición” que supone al hombre como un ser “fijo, estático, previo e invariable”. La historia entonces se plantea como el resultado de un procedimiento interpretativo y basado en las circunstancias del historiador, convertido éste en un eje fundamental del conocimiento histórico. El historiador pasa de ser un medio comunicativo obligado a presentar los hechos históricos como datos científicos duros a ser, más bien, el creador, en cierto sentido, del mismo pasado conforme lo reconstruye desde su propia realidad. Con esto, O’Gorman resalta un elemento más de la disciplina histórica; la historiografía como el estudio de la historia de la historia, del historiador como ente activo y esencial para el conocimiento del pasado en donde la misma hermenéutica del historiador a partir de su propia experiencia y vida determinan la historia que escribe.

Así, a través de los estudios que hace de autres como Heródoto, Tucídides, Joseph de Acosta, Fernández de Oviedo, Motolinía, Ixtlixóchitl, Bartolomé de las Casas, Justo Sierra o fray Servando Teresa de Mier, rescata y revaloriza a estos sujetos históricos, acercándose a ellos desde un punto de vista mucho más humano, para intentar comprenderlos a ellos y a sus obras y no para juzgar su papel. Sus temas predilectos como la historiografía colonial, el culto guadalupano o la Revolución de Ayutla, nos devuelven siempre a la que fue siempre su obsesión principal, desentrañar y entender a México a través de su historia. La gran mayoría de sus obras giran en torno a esta problemática; Historia de las divisiones territoriales de México (1936), Fun­damentos de la historia de América (1942), La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del Nuevo Mundo y del sentido de su devenir (1958) y México el trauma de su historia (1977), entre muchos otros. Además, su labor como traductor de las obras de Adam Smith, John Locke, Robin George Collingwood, David Hume y Francis Bacon y su ensayo, Crisis y porvenir de la ciencia histórica (1947), “uno de los libros más originales hechos en México” a decir de Álvaro Matute, son igual de importantes en su trayectoria académica y lo llevaron a conseguir distinciones como el Premio Nacional de Letras, el Premio de Historia Rafael Heliodoro Valle, el Premio Universidad Nacional en Humanidades y la Beca Guggenheim, además del ingreso a la Academia Mexicana de Historia, la cual dirigió desde 1972 hasta su renuncia en 1987.

“Un libro de historia, cualquiera que sea su finalidad inmediata, debe dar testimonio de la natural y riquísima variedad de lo individual humano y, de ese modo, romper una lanza por la causa de la libertad,” decía O’Gorman. Para él, el sujeto de la historia es el hombre libre, sujeto a sus circunstancias pero también al azar. En su historia es siempre recurrente la importancia de la justicia, la libertad y la imaginación, lo que sitúa a la historia más cerca aún del arte, de la literatura y de la filosofía.

 

Falleció en la Ciudad de México en 1995 y hoy descansa en la Rotonda de las Personas Ilustres.

[1] Edmundo O’Gorman, Alfonso Caso, Ramón Iglesia, et. al, “Sobre el problema de la verdad histórica”, en Álvaro Matute (comp.), La teoría de la historia en México. 1940-1968, México, SEP-Diana, 1981, pp. 33-65, (Sepsetentas, 126), p. 38.

[2] Ibidem. p. 37.

[3] Ibidem. p. 34.

Martín Gubbins, Bus 1/35

El poeta chileno Martín Gubbins ha probado a lo largo de los últimos años que la poesía puede transitar por vías inusitadas. La palabra cobra sentido en distintos niveles y puede manifestarse de distintas formas. En el video que compartimos, el sonido y la imagen son impecables. Lo mismo lo poco que alcanzan a verse las esculturasque dan origen al proyecto. El resultado total resulta conmovedor. Hay un tono nostálgico que toma el espacio. Las herramientas que se usan, el sonido metálico de la guitarra, los efectos electrónicos ligeramente oscilantes, retardados. Hay realmente una especie de oxidación, de ralentización del tiempo que se contrapone a los procesos vertiginosos de la tecnología presente. Es interesante que con aparatos electrónicos se invierta la proyección de los mismos hacia el futuro. Todo el asunto recuerda de algún modo la computadora de 2001: Odisea del espacio, que poco a poco se apaga y lo que queda son los “fierros”, la materia, la resonancia microscópica de la luz y el sonido en un espacio.

 

En el día de la muerte de Bowie

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Resulta coherente saber que, cuando tenía dieciséis o diecisiete años, David Bowie quería, sobre todo, escribir musicales, de acuerdo con lo que el artista dijo en una entrevista en 2002 con Terry Gross. El dinamismo de personajes y discursos con los que empuñó su carrera artística es propio de una persona que conocía bien los mecanismos de la literatura dramática. Esos recursos los adecuó y desarrolló en un terreno que iba más allá de lo sonoro de la música; si bien el desdoblamiento de un intérprete en distintas personas vocales ya había sido registrado mucho antes, Bowie llevó estas bifurcaciones a un terreno mucho más palpable. Sound and vision: la coherencia de escuchar un personaje y, además, verlo. Esto, no obstante, nunca significó que la imagen estuviera subordinada a la música; por el contrario, ambos lenguajes siempre mantuvieron una correspondencia balanceada. Su interés en explorar nuevos campos musicales va de la mano de lo visual, de lo performativo, tecnológico y aun de la moda. Pareciera tener un ojo centrado en el detalle de lo vanguardista en todos los aspectos de su vida.

Como todo buen creador, Bowie buscó replantear una y otra vez su dirección estética llegando a doblegar la noción de autenticidad y autoría sin que esto mermara su calidad como artista. La capacidad de hacer collages de estilos, al menos en el ámbito de la música popular, sin duda pone a Bowie en la clasificación de “Inventors” que Ezra Pound define como “Men who found a new process, or whose extant work gives us the first known example of a process.” Que tire su réplica el músico de los últimos 25 años para acá que no tenga influjo alguno de Bowie.

Me gusta pensar que, además, David Bowie fue un artista generoso, una cualidad que no cualquier persona encarna con tanta soltura. Son innumerables los músicos que invitó a participar en sus álbumes, con lo cual, por un lado, nutrió su obra con distintas idiosincrasias y estilos, y brindó una exposición fundamental para varios de los colaboradores luego de trabajar con él. Fue de los pocos creadores de su generación que demostraron curiosidad hacia las nuevas tendencias sin adquirir una actitud aleccionadora. Sino al contrario, el homenaje y gratitud que tenía por músicos del pasado, contemporáneos o más jóvenes es evidente en la vasta cantidad de covers realizados a lo largo de su discografía: desde los Stones hasta los Pixies, pasando por The Velvet Underground y Jacques Brel. Claro, también son memorables las versiones de varias de sus canciones hechas por otros colegas, lo cual sirve para intuir que, en el canon de la música pop del siglo XX y XXI, David Bowie permanecerá como una referencia invaluable y digna de seguir.

Pierre Boulez (1925-2016)

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Esta primera semana del año 2016 murió Pierre Boulez. Son muchas cosas las que pueden decirse al respecto de esta figura fundamental de la música del siglo XX. Boulez pertenece a una generación internacional de compositores que renovó radicalmente la experiencia de hacer, interpretar y escuchar música. Fue un compositor tenaz, de carácter intelectual, y con piezas de una racionalidad inusitada. Legó obras hoy insoslayables para la historia de la música como Le marteu sans maître, Pli selon pli, Répons, Rituel o sus Domaines.

Fundó y dirigió durante varios años por instancia del innovador presidente Georges Pompidou, el IRCAM, institución dedicada a la investigación y promoción de la música contemporánea de vanguardia. Boulez fue además profesor de análisis y composición del Collège de France. Como parte de lo anterior y a diferencia de otros de sus pares, dejó un importante obra escrita de reflexión y crítica sobre su oficio, como puede observarse en sus libros Puntos de referencia y La escritura del gesto, este último una importante entrevista sobre su faceta como compositor.

Boulez dirigió distintas orquestas y consiguió llevar a las salas de concierto obras que no gozaban de demasiada popularidad a pesar del renombre de compositores como Berlioz, Wagner, Mahler o Strauss. Hizo circular también música de compositores como Arnold Shoenberg y Alban Berg. Sin embargo, fue su interpretación y las grabaciones de la música completa de Anton Webern, uno de sus logros más altos como director. El registro de trabajo de Boulez fue amplio y, sin ser ecléctico, logró entender que la música podía abarcar cosas muy distintas empresas como lo prueban sus colaboraciones con Frank Zappa.

Pierre Boulez fue un hombre serio, combativo, consecuente. Hizo suyo como guión de vida aquello que citara del poeta René Char en alguna ocasión: “¿Cómo vivir sin lo desconocido ante nosotros?”.

A continuación les compartimos una interesante entrevista en inglés donde habla de su música.

 

No todo es vigilia

 

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¿A dónde van los amantes cuándo envejecen y la cama ha dejado de ser una hoguera de pasiones para transformarse en un refugio ante la enfermedad y el tiempo? No hay forma de saberlo pero podemos conocer algunas historias que nos dan pistas para descubrirlo, una de ellas es el filme No todo es vigilia, segundo largometraje del cineasta Hermes Paralluelo, nacido en Barcelona en el año de 1981.

No todo es vigilia es una peculiar mezcla de documental y ficción, se puede decir que explora los vínculos que unen a ambos géneros, los que los separan, o la absurda necesidad de estas etiquetas en algunos casos. Paralluelo filma la vida de sus abuelos, Felisa y Antonio, a través de una estructura muy sencilla: dos partes y un cierre que no es desenlace y al mismo tiempo es el final que nos espera a todos.

En la primera parte presenciamos la estadía de Antonio en un hospital mientras es llevado y traído por pasillos, pisos, cuartos y aparatos con los que le realizan estudios. Felisa lo sigue siempre, como sombra y como guardián, aferrada a una andadera que le impone un paso muy lento, tanto como implacable. Resalta el contraste entre el tiempo de los movimientos de ella, el de su vida, el de los recuerdos de Antonio adherido por la enfermedad a una camilla, con el del personal del hospital que va y viene con un vértigo que se antoja por momentos grosero, indiferente, rotundamente laboral. Felisa cae enferma al perder su bolso con medicamentos y asoma el drama de la separación de ambos, de su posible distanciamiento eterno, pero ambos salen con bien del hospital y vuelven a casa.

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La segunda parte de la película nos muestra su rutina cotidiana hogareña, él con su bastón y ella con su andadera, es un ritmo más lento que el de las tortugas porque ellas siempre han sido lentas, y en Felisa y Antonio lo que vemos es la imposibilidad de seguir el paso del mundo. Su casa es un universo tenebroso, de pasillos oscuros y una escalera que en cualquier momento será invencible, habitada por enemigos como el despertador, que apenas saben apagar, el timbre, que es la meta de un maratón que difícilmente completan a tiempo, la cama que ha sido y es su santuario pero amenaza con ser también su mortaja. En esta parte la cámara es una mirada que se mueve con la misma lentitud que los ancianos, planos largos hacen sentir una desesperación que en ellos jamás asoma. La iluminación y los encuadres muestran un profundo respeto por el cariño y cuidado que Felisa y Antonio mantienen, sin reproche alguno hacia el otro ni hacia la vida que pone a prueba su deseo de permanecer juntos.

El cierre de la cinta muestra a Felisa y Antonio saliendo al mundo exterior, soleado colorido, casi infantil. Caminan al paso de sus años, con la serenidad y la gracia que les dan sus recuerdos, con un fino y lúcido sentido del humor que les permite asomarse a su juventud con la misma tranquilidad con que asumen a cuenta gotas su vejez y su deterioro, sin dramatismo, caminando juntos como si no importara nada más en todo el mundo.

¿A dónde van los amantes cuándo envejecen y la cama ha dejado de ser una hoguera de pasiones para transformarse en el refugio ante la enfermedad y el tiempo? Van a la misma calle a caminar como siempre, quizá más lento, pero tal vez lo absurdo es andar de prisa, porque nadie escapa de este enemigo íntimo que es el tiempo.

No todo es vigilia se exhibe en la Cineteca Nacional del 26 de diciembre al 3 de enero, puedes checar los horarios aquí:

CINETECA NACIONAL / No todo es vigilia

 

 

 

Se acabó el carnaval: sobre I Vitelloni, de Fellini

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Cualquier hombre, a la vuelta de cualquier esquina, puede experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo. (Albert Camus)

Es bien sabido que los personajes marginales son un recurso recurrente en los filmes de Fellini; algunos son orillados por las circunstancias sociales o víctimas de las veleidades de su sino, como la prostituta de Notti di Cabiria o los estrambóticos protagonistas circenses de La Strada. En I Vitelloni, el director apela a un desarraigo voluntario y a una abulia rayana en el nihilismo que caracteriza a sus personajes. La naturaleza de los seis inútiles es enteramente paradójica: quieren huir de la vida de tedio en que están inmersos, pero no hacen nada para salir de ella, y esto los lleva a un indefectible círculo vicioso. Quieren salir de su “agujero”, así lo dicen mientras van errando por la calle sin causa o propósito alguno. Billares, errancia y contemplaciones del mar ocupan sus días, y el tiempo parece no tener cabida en ellos, porque si lo tuviera, iría en contra de la naturaleza de los cofrades inútiles.

Esto se dilucida cuando el narrador dice: “Lo más importante del verano fue que Alberto se dejó crecer el bigote, y Leopoldo, la barba.” Están atrapados en una suerte de tiempo inmóvil y cristalizado, pero tampoco sienten la necesidad de escapar a él porque no les resulta perentorio. Su mayor padecimiento quizá sea que no conocen el sufrimiento; hombres frisando los 30 años, con vidas surrealmente carentes de sustancia por carecer de empleos, pues, ¿qué puede ser más marginal que un grupo de hombres de su edad que no se ganan la vida? La negación del empleo los conduce a la consecuente negación de la vida misma. Viven con sus padres, la vida no los ha golpeado ni remotamente, y esto se verá reflejado en su minúscula y parvularia concepción de ella.

La culminación del carnaval es la secuencia que resquebraja por vez primera la esfera de incómoda comodidad en que viven. La hermana de Alberto abandona el nido de codependencia familiar, y Alberto cae en la cuenta de que debe emplearse para seguir viviendo. Después, Fausto llega al lugar de trabajo a prodigar galanterías a su madura jefa. Utiliza la coraza intrínseca y carnal, juvenilmente carnal, que lo caracteriza. Cuando Giulia, después de haber permanecido inviolable ante el acercamiento carnal y los piropos, le dice: “El carnaval se acabó”, y se marcha, Fausto se congratula y se jacta en su fuero interno. Aunque ya tiene familia, es él quien a quien más difícil le resulta dejar atrás la niñez, y esto porque su proceso de maduración no tiene la oportunidad de desplegarse paulatinamente, como el del resto de los personajes. El suyo es un proceso que llega de golpe, como el embarazo de Sandra. La vida se le manifiesta descarnada, lo abofetea de súbito sin darle tiempo de postergar su crecimiento. Al ocurrir esto, tiene que dejar un vicio enraizado por treinta años y convertirse en un adulto. Su conflicto consigo mismo es de proporciones olímpicas por esta razón.

Por otro lado, Moraldo presenta también rasgos sumamente juveniles, aunque de otra índole. Su admiración casi paternal por Fausto le crea una ceguera ante sus infidelidades a espuertas. Vulnerable y débil como niño, Moraldo es crédulo de todas las justificaciones de su cuñado. Finalmente, cuando la historia ha llegado a su final, la parábola se antoja algo floja, pero clara. Fausto recibe lo que quizá nunca le había sido dado (esto explicaría su anterior comportamiento): una paliza por parte de su padre. Cuando la esfera se rompe, él es el primero en caer del agujero. Y Moraldo ahora está convencido de que su vida está enteramente inficionada, y que si no escapa del pueblo en donde sus raíces de inmadurez están soterradas, va a fosilizarse. Es entonces que decide tomar el tren sin un destino concreto, pero no le preocupa la carencia de éste porque sabe que cualquier lugar, mientras no sea su provincia, es bueno. Ahora sólo es cuestión de tiempo para que todos se conviertan en adultos.

Oigo un estertor: ¿qué fue del grindcore?

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 You suffer…
But why?
Napalm Death

1.

¿Qué reverbera después del estruendo, qué hay alrededor de una tema de grindcore? ¿Qué hay antes y después de ese ataque ultra-veloz? Primero: la inminencia del horror, de la desesperación o de la furia. Luego, la desolación, el espacio mudo posterior a la tortura o a la refriega. Ahora bien: ¿qué es lo que contiene un disco seminal del grindcore como Scum de Napalm Death, publicado en 1984? ¿Son “rolas”, “temas musicales” o “piezas”? Tal vez sea más apropiado llamarles canciones, puesto que tienen letra, las ensayan, se pueden repetir y grabarse y tocarse una y otra vez más o menos igual, incluso se cantan, se graban discos. Pero lo que hoy tenemos en realidad son tracks sueltos en el reproductor digital. Y me interesa empezar este comentario así, preguntándome por la manera en la que nos referimos a lo que oímos hoy en ese espacio indeterminado del disco, del álbum, y del supuesto de un oído, de un sujeto que igualmente correspondería al universo unitario y autocontenido de lo que el álbum como entidad nos propone; álbum que en realidad sirve como un pretexto o un meta-texto (incluso se ha reducido a ser un elemento de la metadata del clip), del que saltan como astillas las afrentas del grind en eso llamado Scum y que efectivamente no es un álbum, sino un catálogo de fragmentos de una banda inglesa en los años 80. Esta tentativa de género —o de hiper-género— se ve hoy como una llamarada rápidamente sofocada en el culto de sus seguidores, disuelta en otros subgéneros (speedmetal, deathmetal) o retomada por otros artistas para intentar con este fuego hacer otras experiencias de la velocidad y el ruido, ensayar otras posibilidades de la combustión sonora (Massona, John Zorn). Escoger este disco, esta banda, para darle perspectiva a las nociones sobreentendidas y asumidas del noise y de todo lo que proviene de ese hoyo negro que nunca pudo aglutinarse en un cuerpo consistente de forma genérica y que alimenta las artes musicales de la improvisación, la experimentación y el ruido, como podemos constatarlo hoy en día (20 años después) en los catálogos, repertorios de tiendas especializadas y de festivales y microfestivales y curadurías de toda índole ligadas a las periferias del arte o al circuito de galerías. El discurso de lo experimental, en algunos flancos también lo hallamos insuflado de esta imaginería exacerbada, vacua, repetitiva, predecible pero sobre todo agotada que proviene del grind cuando uno se detiene a pensar en él. Poco se encuentra más allá del panfletarismo infantil o de la autoreferencialidad de la retórica metalera y sus publicaciones y fanáticos, acerca de ese momento explosivamente rico, desfigurado y ambicioso del grindcore. Aunque se acude a él indiscriminadamente como a una fuente segura de recursos cosméticos para toda clase de proyectos sonoros, artísticos y pretendidamente contestatarios.

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2.

Me atrevería a decir en principio que el grindcore es básicamente un repertorio de gestos, de técnicas, de obsesiones estéticas e ideológicas que pretendían abrir un territorio de expresión dentro de su época. Muchos se apresuran en buscar en la década de los años 80 lo que no pueden encontrar o generar en ésta en la que viven: retoman y reeditan el postpunk, el electropop, el no disco, el no wave. La alternativa, nada esforzada a esta n(e)ostalgia (¿nueva nostalgia, nostalgia por lo nuevo?) es instalarse en las catacumbas del drone. ¿Pero qué hay del grindcore? Cierto que, al menos en este disco de 1984 al que me circunscribo (Scum de Napalm Death), hay motiffs recurrentes, riffs y coros, hasta temas y formas binarias de pregunta-respuesta totalmente clásicas dentro de estas tradiciones del rock tan bien elaboradas por los ingleses. Oímos fragilidad, algo de arquitectura a punto de colapsar; aunque el grind ofrece también algo de control, de esquematización, de plano trazado, algo de táctico, de plan bélico, ataques, interrupciones, repliegues, embates suicidas. En eso se parece a la guerra y a la guerrilla. Siempre somos objeto de un ataque frontal o de una emboscada. También tiene algo de teatro, de libreto actuado y ensayado, de guiñolesco, de teatro grotesco, de caricatura. En eso me hace pensar en el expresionismo: Apocalipsis en miniatura, perspectivas fracturadas, alaridos que forman líneas haciendo ángulos agudos, abigarramientos de puntos y rayas que aluden a la modernidad como acumulación de suciedad, sombras y desequilibrios; concreto percudido, vigas y alambres amontonados, la urbe sacudida. Pero subrayo: “me hace pensar… me parece”, pero no es nada de esto propiamente. Es grindcore, el grupo Napalm Death y estamos en Inglaterra en plena década de los años 80. Margaret Tatcher y Ronald Reagan juegan con el mundo, son los titiriteros diabólicos, imagen favorita y recurrente en el imaginario de izquierdas del metal en los 80: Master of Puppets, apoteosis del maniqueismo metalero. Pero eso es thrashmetal, Estados Unidos, California, y nosotros estamos hablando del grind.

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3.

Veamos rápidamente de dónde proviene su lenguaje musical, los métodos del grind para ser tocado. Oímos introducciones de punk, un estilo que se planteaba a sí mismo como un rock desordenado y básico y sucio, rebelde contra el estilo del rock, contra toda estilización. Luego oímos pasajes y rutinas de hardcore, que fue más bien esta misma rebeldía musical pero reflexionada en su inmediatez, mucho más suspicaz, estricta, incluso marcial. También hay letanías y acordes de quinta elegiacos o provenientes a los ancestrales himnos bélicos o de los ritos religiosos que han llegado a través del heavy metal, de la influencia del rock pesado satanista con su sonido motorizado y tono épico, lento, litúrgico, engolado. Sabemos que el grindcore no es la suma de estos elementos, pero entonces ¿qué fue de él, qué parte de las mencionadas estéticas usurparon finalmente su gloria acallada y que alguien usufructuó llevándolo incluso a las galerías de arte y a los festivales corporativos? ¿Cómo y por qué llegó ahí, es el destino de toda vanguardia? ¿Es ahí dónde habita la descarga estridente y el grito que una vez se levantaron para revolucionar la afrenta pedestre del hardcore?

4.

En plenos años 80, muerto el punk, el hardcore canibalizado por las huestes metaleras (el crossover y el thrashmetal, léase D.RI), el grindcore es un intento de radicalización que se nutría del cuerpo y del alma de estos cadáveres —el hardcore y el punk, por supuesto— dando lugar a un monstruoso disco y a unos gestos musicales que serían posteriormente adoptados y profundizados por otros músicos, proyectos y excursiones sónicas (Godflesh, Pain Killer, Boredoms, Techno Animal, Naked City). Alimentado así de los órdenes estéticos e ideológicos de las tradiciones del metal y el punk británicos, y del hardcore americano (¿acaso hay otro?), el grindcore, Napalm Death y Scum, nacen en el contexto del triunfo del capitalismo espectacular y su economía supuestamente descorporeizada. Dinero líquido, multinacionales que chupan la sangre y los recursos de las naciones, de los trabajadores del sector primario de la industria, el trabajo vivo que se evapora en las nubes de datos bancarios. La economía se basará en los servicios y los estilos de vida, formas diabólicas de la mercancía y de la explotación a los que se alude hasta el cansancio en portadas, títulos de rolas y de discos. A esta cosmética que se mueve encima de una complejo militar industrial paranoico, se supone interpela el grindcore de manera más apta que el punk o el hardcore bajo la égida del metal, pues aún la tensión instaurada por la guerra fría contribuye a hacernos creer en conflagraciones monolíticas, en epopeyas, en guerras entre buenos y malos a escala planetaria. Se va imponiendo la totalización comunicativa de la sociedad virtual, la guerra como espectáculo televisivo que advendría en los años 90. Sin embargo, había cuerpo: un cuerpo en descomposición, todavía no el cuerpo Cyborg de los movimientos de contestación actuales. El que pedía la palabra era un cuerpo hecho jirones, tema favorito de la cultura popular de masas. El cuerpo muerto que regresa a recordarnos algo, a reclamarnos, a ponernos en shock.

5.

Aunque finalmente Napalm Death no lo consiguió a lo largo de su trayectoria, quiero interpretar que en la estilización del grito de estridencia histérica que se intercala con la voz gutural que surge de las entrañas de lo inmundo, se sugiere un cuerpo aniquilado pero reconstituido y sufriente, borrado por la cosmética del new wave y el tecno-pop. Voz desaparecida en el palimpsesto demagógico del info-entretenimiento, o en la impersonalidad publicitaria de la sociedad de consumo. Muerte por Napalm. La razón del cuerpo putrefacto que con su furia hedionda increpa la sonrisa zombi de la felicidad de los yuppies. Muerte por Napalm por favor. ¿Pero es el grindcore un subgénero inmovilizado en un culto extemporáneo, confinado a unos discos, a unos años, a unos grupos, tal vez a uno solo? Una concentración provisional de fuerzas cantada con el vocabulario del punk y el metal, con los ritmos del hardcore (sus velocidades llevadas exponencialmente al límite), nunca verdaderamente establecido o consolidado como ellos, o como los posteriores géneros obedientes al dios del mal del heavy (por ejemplo el blackmetal), o dispersado en estéticas que lograron finalmente constituir sus audiencias, sus modas, sus nichos. Desde el crust, las religiones de la velocidad del speedmetal (Rawpower), a las de la desaceleración sublunar del doom o el coma mineral del drone-metal, la vertiginosa manifestación del grind tiene un claro momento de exposición y auto-problematización en el disco Scum, del que se entra y se sale de esta experiencia que reunió en una tensión estéticamente muy fructífera para la posteridad (por la colisión de vocabularios y por la condensada contestación política desde un cierto pop), una forma de rechazo encarnada y áspera, específica y coherente. Forma que sugiere una posibilidad musical de resistir o desbordar la idea (aceptada) de una descomposición del cuerpo social e individual, consentida y contemplada como signo inevitable de los tiempos en que vivimos con ironía fría y deshumanizante. No cabe duda de que seguimos sufriendo… ¿pero por qué?