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Himnos

Himnos
Eduardo de Gortari
Editorial Paraíso Perdido
México, 2017

Himnos, libro de cuentos de Eduardo de Gortari (Ciudad de México, 1988), puede resumirse con la imagen de la portada: los restos de un avión que descansan en medio de un paisaje desierto. Los personajes de cada una de las historias intentan una recreación –a veces efímera a veces perdurable– de los restos de su pasado, como viajeros que se internan en los interiores de un avión en ruinas. La memoria y su búsqueda es el anzuelo que persiguen protagonistas envueltos en pequeñas crisis existenciales que moldean la ruta de sus vidas.

Siguiendo la estela de Los Suburbios, novela de iniciación juvenil que recrea las aventuras y los primeros descubrimientos de un chico en Veracruz, De Gortari juega con lo biográfico pero sin ceder a la tentación de eslabonar una serie de hechos intrascendentes, cuyo único soporte es la confidencia y la dualidad autor-narrador. En Himnos tenemos como punto de partida la confesión, es cierto, pero  añadiendo un componente ficticio que juega con la primera expectativa del lector.

Una obsesión determinante en cada uno de los relatos del libro –sobre todo en los más extensos– es el juego con el tiempo. Los protagonistas inician sus historias desde un punto del presente y, pronto, se internan en una serie de escenas que van y vienen, ordenadas sólo por el deseo del recuerdo que, en muchas ocasiones, es un rompecabezas que se trata de unir a través de hechos determinantes; momentos que vistos, a la distancia, son colisiones en la biografía de los personajes. Un aspecto interesante de la propuesta del autor es la mezcla de escenarios en apariencia realistas que son intervenidos de pronto por algún hecho perteneciente a la literatura fantástica y de Ciencia Ficción. Por este motivo, la vuelta de tuerca no es una revelación final sino la entrada sutil a un mundo que se desprende, poco a poco, de las reglas impuestas por el autor en los primeros párrafos.

Una vez terminada la lectura, se percibe que, el mundo interior de los personajes creados por De Gortari, se despliega mejor en los textos de mayor extensión. Uno de los mejores relatos de Himnos y que, de alguna manera, resume la técnica del autor para desplegar su narrativa, es  “Eureka”. La anécdota parte de varios frentes: los recuerdos de un hombre que recuerda la relación con Luisa, una novia de la juventud; las decisiones y eventos que determinan su vida hasta terminar convertido en un astronauta orbitando la tierra. Sin embargo, más allá del viaje al espacio, el interés del cuento es mezclar las distintas etapas de la vida del astronauta. La vocación del lenguaje no se sustenta en lo informativo sino en la memoria que desperta sensaciones, sonidos, escenas que podrían transcurrir en un segundo y que se expanden a través de la narrativa. Pronto nos damos cuenta que, en realidad, no estamos ante un cuento de Ciencia Ficción tradicional. De Gortari entiende que, detrás de cualquier motivo literario, existe una reflexión humana y profunda. Por esta razón cada una de las frases tiene como cometido compartir las indecisiones del personaje antes que delinear, con todo el detalle posible, la verosimilitud de los escenarios que desfilan página a página. A través del ritmo de la prosa –más cercano a la poesía que a la narrativa– el narrador avanza grandes trechos en la historia sin más justificación que sumergirse en la memoria. Quizás por eso el lector se siente como el astronauta en la estación espacial: mira el planeta y comprende que el tiempo no es una sucesión ordenada de hechos y que basta alejarse un poco, mirar desde otra perspectiva, para entrar a otra dimensión de la memoria.

Otro cuento destacado, “Himnos”, es una exploración afortunada del proceso de crecer y de experimentar lecciones dolorosas, sin moralejas seguras. En el cuento, un joven desencantado, sin muchas esperanzas, cuyas referencias son el rock y un escepticismo disfrazado de rebeldía, viaja a Toronto para visitar a su padre. El joven deambula en la ciudad extranjera hasta que conoce a Sarah, una chica que, casi desde el primer instante, hace. La convivencia se extiende por varios días hasta que el joven descubre que Sarah fue, hasta hacía unos años, un hombre como él. La historia va más allá del tema de la transexualidad y los dilemas que le plantea al protagonista. Llevado de la mano de los descubrimientos musicales del joven, el lector entiende que la anécdota es un mero pretexto para abordar el proceso de crecer y los desencantos que surgen en el camino.

Himnos es una inteligente exploración de estados de ánimo. Eduardo de Gortari usa la narrativa no sólo para contar una historia. Su interés es ir saltando de un motivo a otro; imitar los mecanismos del recuerdo. Gracias a esto, el lector se sumerge en cuentos que superan lo anecdótico para ir a lo inestable, a las referencias volátiles, los pensamientos fugaces, que, sólo vistos a la distancia, revelan su poder evocador y su cauda de sentidos.

Gracia y genio de Nicanor Parra

El día de ayer murió uno de los más grandes poetas de la lengua española del siglo XX. No puedo salvo decir que vino a romperlas todas donde aparentemente ya no se podía. Parra logró inserto en una tradición dominada por la gravedad de Altazor de Vicente Huidobro. La residencia en la tierra de Pablo Neruda o Los gemidos de Pablo de Rohka -en ese horizonte de innovaciones-, darle una nueva ventilación a esos organismos de palabras que llamamos poemas.

Se inventó eso de “antipoesía”, pero en realidad lo que logró devolverle a la poesía  en lengua española fue la frescura del humor y la ironía, la irreverencia, lo que no significa que existiera una tremenda dimensión existencial como sucede desde el temprano poema “Preguntas a la hora del té”, pasando por “Soliloquio del individuo” o “El anti-Lázaro”, para mí, este último, uno de los mejores y, que transcribo a continuación:

Muerto no te levantes de la tumba

qué ganarías con resucitar

una hazaña

y después

la rutina de siempre

no te conviene viejo no te conviene

el orgullo la sangre la avaricia

la tiranía del deseo venéreo

los dolores que causa la mujer

el enigma del tiempo

las arbitrariedades del espacio

recapacita muerto recapacita

que no recuerdas cómo era la cosa?

a la menor dificultad explotabas

en improperios a diestra y siniestra

todo te molestaba

no resistías ya

ni la presencia de tu propia sombra

mala memoria viejo ¡mala memoria!

tu corazón era un montón de escombros

-estoy citando tus propios escritos-

y de tu alma no quedaba nada

a qué volver entonces al infierno del Dante

¿para que se repita la comedia?

qué comedia ni qué 8/4

voladores de luces -espejismos

cebo para cazar lauchas golosas

ese sí que sería disparate

eres feliz cadáver eres feliz

en tu sepulcro no te falta nada

ríete de los peces de colores

aló -aló me estás escuchando?

quien no va a preferir

el amor de la tierra

a las caricias de una lóbrega prostituta

nadie que esté en sus 5 sentidos

salvo que tenga pacto con el diablo

sigue durmiendo hombre sigue durmiendo

sin los aguijonazos de la duda

amo y señor de tu propio ataúd

en la quietud de la noche perfecta

libre de palo y paja

como si nunca hubieras estado despierto

no resucites por ningún motivo

no tienes para qué ponerte nervioso

como dijo el poeta

tienes toda la muerte por delante

Dicen que manejaba a toda velocidad a sus más de 100 años un volkswagen muy viejo, de dirección dura y manual, por los acantilados de Las Cruces donde vivió sus últimos años deslizándose por las curvas arriesgándolo todo. No puedo imaginarme una descripción mejor para Nicanor Parra, quien tradujera El Rey Lear con la naturalidad y elegancia con que se mueve un león.

Ése fue y será Nicanor Parra, alguien tocado por la gracia y por el genio, físico,  armador de artefactos verbales y visuales y, como sugirió Neruda del poeta, red abierta que por el mundo va recogiendo, lo que todos olvidan: la miseria, la magia, la esperanza que nace incluso desde la broma y la pulla.

 

 

 

Historia mínima para un nocturno de Manuel Acuña

La tarde del 6 de diciembre de 1873 Manuel Acuña inventó a Manuel Acuña. Las pesquisas sobre esta génesis deben iniciar con el suicidio del poeta en su habitación de la Escuela Nacional de Medicina. Según relató Juan de Dios Peza, quien lo acompañó en larga caminata por la Alameda Central la noche anterior a los hechos, el poeta se despidió frente a casa de Rosario de la Peña, ubicada en la hoy desaparecida calle de la Santa Isabel; lo hizo, luego de citar a su joven amigo a la una de la tarde del día siguiente bajo la advertencia de “partir sin despedirse”, de no acudir a su encuentro a tiempo. De la Peña confirmó la versión de Peza: Acuña intentó seducirla esa noche por vez última; también por vez última fue rechazado por tratarse —en palabras de Rosario citadas por Benjamín Jarnés— de “un descreído, un ateo, un vicioso… un infiel”. Esa misma noche, el poeta le entregó en suelto las estrofas de un intitulado «Nocturno», con el señalamiento en misma caligrafía: «(Fragmentos de Manl. Acuña)». Sabemos por las notas que ocuparon a todos los diarios de la capital en días posteriores, que el cianuro fue ingerido al punto de la hora prometida, legando a los versos la macabra como extraordinaria eternidad que sucedió a la del sepulcro. Una vez más fue Peza quien aclaró en sus Memorias, reliquias y retratos que, a pesar de que muchos aseguraron fue el «Nocturno» su obra postrera, sus amigos recitaban los versos “desde tres meses antes”.

Pese a lo poco confiable que puede resultar el testimonio del memorioso Peza, quien escribió a casi 30 años de distancia, estas observaciones permiten establecer la hipótesis que mueve mi reflexión: el manuscrito en poder de la musa puede o no ser la versión que después circularía en la prensa. La primera edición del «Nocturno» —que yo haya visto— se imprimió en El Artista, durante los primeros meses de 1874. No obstante, como se puede observar en el ejemplar que resguarda la Hemeroteca Nacional de México, el poema no se presentó gráficamente en quintetas de alejandrinos, tal cual se resuelve en el manuscrito a de la Peña, sino en una combinación muy extraña: sextillas de metros combinados: dos alejandrinos, dos heptasílabos y dos alejandrinos, donde queda libre la rima del tercer lingote:

¡Pues bien! yo necesito decirte que te adoro,

decirte que te quiero con todo el corazón;

que es mucho lo que sufro,

que es mucho lo que lloro,

que ya no puedo tanto; y al grito en que te imploro,

te imploro y te hablo en nombre de mi última ilusión.

(«…A Rosario», El Artista, México, t. I, enero de 1874, núm. 1, pp. 168-171.)

 

Poco se ha mencionado que el manuscrito que Acuña cedió a Rosario esa noche de 1873 está incompleto: le falta la última, décima estrofa. Ésta, ceñida al original con diferente caligrafía, se la completó de su puño y letra el poeta Enrique Fernández Granados, cuñado de Rosario, según confesó él mismo a José López Portillo y Rojas. Todavía más: el propio Acuña tituló la versión regalada y resuelta en alejandrinos como «(Fragmentos)», lo cual tiene sentido. ¿Perseguía una forma? Si releemos la estancia faltante nos damos cuenta de que se trata de la despedida de los enamorados: en todo caso, lo que quería Acuña era entablar relación con de la Peña, no terminarla, como hizo, esto sí, con Laura Méndez Lefort:

Esa era mi esperanza; mas ya que a sus fulgores

se opone el hondo abismo que existe entre los dos,

¡adiós por la vez última,

amor de mis amores,

la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores,

mi lira de poeta, mi juventud, adiós!

(«… A Rosario», en El Artista, México, t. I, enero de 1874, núm. 1, pp. 168-171.)

 

Según esta hipótesis —desarrollada por Ángel José Fernández—, el «Nocturno» sería la culminación del ciclo que el coahuilense escribió a Laura Méndez, pero que circunstancialmente dedicó a Rosario de la Peña, haya sido como lance, como desquite o como rabieta, si se quiere. De este modo, la composición del poema bien podría datarse entre febrero y septiembre de 1873: meses en que se dio la ruptura definitiva de la pareja, sin importar que en torno a esa crisis Laura Méndez haya quedado embarazada. Si nos atenemos a la lectura biográfica del «Adiós» de Acuña, publicado el 4 de marzo en El Siglo XIX, encontramos el inicio de una secuencia de cortesías poéticas, a las que respondió Méndez Lefort con su composición homónima. Este poema resuelto en quintetas de alejandrinos menciona al fruto de su amor, Guillermo Manuel Acuña Méndez, quien nació el 23 de octubre de 1873, según hace constar la partida 288 del libro segundo de bautismos de hijos naturales de la Parroquia de la Santa Veracruz.

Sea que el «Adiós» de Laura Méndez haya servido de modelo al «Nocturno» de Acuña, o a la inversa, la lectura comparada entre ambos revela curiosas correspondencias (el mismo ritmo, la misma composición métrica, no pocas veces, sus mismas palabras e imágenes) que aguardan a ser estudiadas:

¡Que hermoso hubiera sido vivir bajo aquel techo,

los dos unidos siempre y amándonos los dos;

tú siempre enamorada, yo siempre satisfecho,

los dos una sola alma, los dos un solo pecho,

y en medio de nosotros, mi madre como un dios!

(«Nocturno. [Fragmentos de Manl. Acuña]»)

 

¡Qué hermoso era el delirio de mi alma soñadora!

¡Qué bello el panorama que creaba mi ilusión!

Un mundo de delicias gozar hora tras hora,

y entre crespones blancos y ráfagas de aurora

la cuna de nuestro hijo como una bendición.

(«Adiós», en El Siglo XIX, México, octava época, año XXXIII t. 56 [domingo 29 de marzo de 1874], núm. 10,672, p. 2.)

 

Son estos los elementos que apuntan hacia la existencia de un segundo manuscrito, que pudo llegar a los talleres de El Artista, días antes o después del suicidio. Eso explicaría las diversas variantes que se encuentran en el impreso con respecto al obsequiado a de la Peña. Sin embargo, ¿persigo un tercero?

Hasta donde sé la publicación del «Nocturno» fue póstuma. La tercera versión del poema, presentada en tiradas de diez líneas de heptasílabos con rima en pares, se encuentra en Versos (1874):

¡Pues bien! yo necesito

decirte que te adoro,

decirte que te quiero

con todo el corazón;

que es mucho lo que sufro,

que es mucho lo que lloro,

que ya no puedo tanto

y al grito en que te imploro,

te imploro y te hablo en nombre

de mi última ilusión.

(«Nocturno», en Versos, Ed. de Domingo R. Arellano, Tipografía Escalerillas, México, 1874, pp. 204-208.)

 

Esta versión proviene con toda seguridad de Agustín F. Cuenca, lo que requiere una explicación: al suicidarse Acuña, el Liceo Hidalgo propuso se editaran «sus canciones» con un prólogo de Ignacio Manuel Altamirano. Para realizar esta empresa, El Radical dio a conocer que se nombró comisionados a los socios Antonio Coéllar y Argomaniz, Juan de Dios Peza, Gerardo María Silva y Agustín F. Cuenca, todos ellos amigos íntimos de Acuña. El menos íntimo resultó el acomodaticio en cuanto oportunista Peza, quien luego de destacar la importancia de esta honrosa comisión y afamarse con tal empresa, se olvidó del asunto. Más tarde desertó Coéllar y Argomaniz, quien se conformó con ser el enlace entre el editor del volumen, Domingo R. Arellano, y la mamá del fallecido, doña Refugio Narro. Silva también se retiró a pesar de que fue a quien Acuña encomendó sus cosas de difunto. Finalmente, Altamirano hizo lo propio, e incluso, no escribió el prólogo, al parecer, por falta de tiempo (según Caffarel Peralta, lo redactó de último momento Javier Santa María). Cuenca se quedó solo con la edición, así lo dejó dicho luego de la polémica que ocupó al Liceo sobre el destino de las regalías del libro:

El que suscribe estas líneas tuvo especial empeño en contribuir al mayor éxito de la publicación, y con tal objeto coleccionó muchas de las poesías de Acuña; proporcionó las inéditas al editor de la obra; se encargó gratuitamente de la corrección de pruebas, y agenció algunas suscripciones; pero respecto de los productos se ha cuidado de tener injerencia alguna, pues de lo contrario ya habría publicado minuciosamente las cuentas respectivas. («La tumba de Manuel Acuña», en El Siglo XIX, octava época, año XXXIV, t. 67 [lunes 29 de marzo de 1875], núm. 10,986, pp. 2-3.)

 

Versos terminó de imprimirse y repartirse por pliegos en los primeros meses de 1875, aunque la publicación lleva fecha de 1874. Esta versión del «Nocturno» se reproduce en las ediciones posteriores de la obra de Acuña: desde las múltiples apariciones en prensa hasta las más importantes: Poesías (Hermanos Garnier, París, 1884), pasando por la antología de El Parnaso Mexicano (Imprenta de La Ilustración, México, 1885), así como las Obras aumentadas, corregidas y prologadas por Peza (Maucci, Barcelona, s.f.), y Rafael de Zayas Enríquez (Ramón Lainé, México-Puebla-Veracruz-París, 1891), entre muchas otras. La variante en heptasílabos quedó enmendada en la edición de José Luis Martínez (Porrúa, México, 1949), mandada a realizar a propósito del centenario del nacimiento del coahuilense. Sin embargo, el famoso crítico, quien seguro tuvo acceso al manuscrito, no dio noticia de este cambio a la hora de corregir la histórica errata. Esto ha provocado que salvo algunas excepciones, entre las que he encontrado la Poesía mexicana I: 1810-1914 (Promociones Editoriales Mexicanas, México, 1979) de José Emilio Pacheco, los editores de Acuña continúen presentando el poema en heptasílabos, no en alejandrinos.

¿Se trata de un capricho de filólogo? No lo creo… lo niego pese a que más de un especialista podría rebatirme con razón que durante el siglo XIX eran comunes los cortes a versos de arte mayor en hemistiquios, debido, claro, a una condicionante material: las cajas de los periódicos a seis columnas limitaban el espacio a unos cuantos tipos. Esto explicaría los cortes realizados a variadas composiciones de la época entre las que figura —¡oh, paradoja!— el poema «Adiós», de Laura Méndez, que he citado líneas arriba. Sin embargo, en el caso de la edición de Versos esta posibilidad resulta trivial. ¿Por qué Cuenca eligió el heptasílabo? ¿El manuscrito al que tuvo acceso contaba con las diez estrofas? Sea cual sea el caso, las interrogantes pueden erigirse únicamente en el plano de la sospecha hasta no contar con nuevos descubrimientos bibliohemerográficos. Éste ha pretendido ser sólo un fragmento, casi una nota al pie para el estudio del «Nocturno», sin duda, la bengala más luminosa en la noche de nuestro romanticismo mexicano.

 

Bibliografía:

Peza, Juan de Dios, Memorias, reliquias y retratos, Librería de la viuda de Ch. Bouret, París, 1900.

Jarnés, Benjamín, Manuel Acuña, poeta de su siglo, Ediciones Xóchitl, México, 1942.

López Portillo y Rojas, José, Rosario la de Acuña, Librería Española, México, 1920.

Fernández, Ángel José, “Ensayo de una poética para Laura Méndez de Cuenca”, en Literatura Mexicana, vol. 24, núm. 1, 2013, pp. 45-63.

El Radical, año I, t. 1 [miércoles 10 de diciembre de 1873], núm. 32, p. 3.

Caffarel Peralta, Pedro, El verdadero Manuel Acuña, Imprecha, México, 1984.

Un libro de George Oppen

Me resulta certero y pertinente que justamente ahora se publique De ser numerosos del poeta norteamericano George Oppen. Creo esto porque el grupo de poemas que conforman el libro poseen ciertas características que hoy describen desde el momento en que se escribió, 1968, visionariamente nuestro mundo. En realidad, Oppen articulaba su presente, algo que todo poeta de calidad hace. Si los poemas siguen diciendo algo en el futuro es porque desde su escritura se deslizó un sustrato de permanencia.

De ser numerosos, no es un libro sencillo. Exige al lector una lectura demorada, paciente. Es de algún modo un libro político, esto en el sentido de que describe y critica el poder que produce el capitalismo. Habla sobre las diferencias económicas y las consecuencias sociales de éstas. Lo hace desde una singularidad que sólo puede existir cuando se ha hecho una vida de reflexión y también de revisión íntima. Los poemas de Oppen son sin duda poemas líricos, es decir, son la voz de un hombre que ha encontrado un lenguaje para darle cauce a una expresión.

“Encontrar una palabra para nosotros mismos / o nada tendremos […]  dicen unas líneas del poema “Rima histórica”. Esa formulación es ya, en sí, una poética. Lo mismo que decir: “Claridad, claridad, sin duda la claridad es la cosa más hermosa en el mundo”. De la mitad del siglo XX a nuestro tiempo el mundo se ha ido saturando, los sentidos se han ido codificando para ser manipulados, pensemos sencillamente en los cines 4D, se nos venden experiencias cuando la verdadera experiencia es la propia vida y las relaciones humanas que podemos compartir.

La claridad de Oppen es un deseo de retomar el mundo a través de lo que existe y nos perturbe de nuevo. Se trata de encendernos el corazón, de sentir la humedad de los labios, según insiste: “No tengo ni tuve otro motivo para la poesía”, salvo esa transparente claridad.

Aspirar a la claridad en poesía es ir por todo. Escribir poemas no se trata simplemente de decir ciertas cosas, hay que encontrar un modo de decir, hay que innovar. Cada horizonte histórico exige formas nuevas y éstas se revelan solamente en el presente. Oppen lo supo desde el inicio de su aventura como escritor. Fue soldado en la segunda guerra mundial, durante el macartismo, debido a la persecución de comunistas, vino a México, donde vivió nueve años con su esposa Mary.

Además tuvo como ejemplo a William Carlos Williams quien de algún modo lo guió en la conquista de esa claridad y en el sentido de introducir las formas del habla en los poemas. Formó parte de una importante generación de poetas que llamaron “Objetivistas entre quienes se destacan Louis Zukofsky, Carl Rakosi, Charles Reznikoff y Lorine Niedecker.

Con De ser numerosos, traducido por Hugo García Manríquez, poeta y traductor también de Paterson de William Carlos Williams, la editorial Matadero sigue consolidándose como una de las principales promotoras de la poesía en México.

 

 

 

Estoy tan lejos que me voy a morir sin saber o una breve autobiografía

 

La poesía se hace presente de múltiples maneras, en un salmón a las brasas, en una caminata porque sí en una tarde de octubre. Es una energía que se deja absorber dónde considera que habrá belleza. Thaís Espaillat lo sabe bien y por lo mismo no tiene resguardos por pasar de la palabra escrita al lenguaje visual. Es una sola marcha hacia eso que podemos reconocer en los poemas de William Carlos Williams, César Vallejo o Eugenio Montale, entre muchos otros que podríamos recordar aquí.

Lo que me dice otra vez un poema de Vallejo

 

Cada tanto vuelvo a las páginas de la sucinta y maravillosa obra de César Vallejo y vuelvo a sorprenderme. Me he aprendido a lo largo de los años algunos de sus poemas y de repente me los digo en voz alta para acompañarme de esas palabras sabias y precisas que siempre me dicen algo nuevo. Los poemas nos ayudan a seguir en este sin sentido que vivimos día a día. Dicen cosas que podrían no ser necesarias pero que son indispensables.

“En el rincón aquel donde dormimos juntos
tantas noches, ahora me he sentado
a caminar.”

Podría ser tan absurdo como decir que ayer voló un pingüino, pero sentarse a caminar resulta un hecho cierto, indispensable, y que nos sucede todo el tiempo. Sentarse a caminar porque hace falta encerrarnos con nosotros mismos y revisar lo que ha pasado, lo que nos ha pasado.

“Has venido temprano a otros asuntos
y ya no estás. Es el rincón donde a tu lado
leí una noche, entre tus tiernos puntos
un cuento de Daudet. Es el rincón amado.”

“Entre tus tiernos puntos”. ¿Cuáles? Pero ahí está el calor, la reminiscencia de todo aquello que pasó y que nos hace lo que somos, y que nos llena de todo aquello que podremos dar.

César Vallejo fue un peruano del Perú que murió en Francia, solo, incomprendido, consternado por todo eso en lo que creyó y que no se cumplió. Escribió sus poemas, los mejores sin duda del siglo XX en español. A eso al vino al mundo y nos cumplió. Desde cierta perspectiva resarció dos guerras mundiales, murió en 1938, pero sus poemas nos siguen meciendo hasta hoy. Yo quisiera darle las gracias. Me gustaría darle un buen abrazo y tomarme una buena copa de vino.

Sus poemas son asideros. Son “el rincón amado”. Los suyos y los de tantos otros que se siguen escribiendo y estoy seguro se seguirán escribiendo. Porque lo cierto es que no hay capitalismo, poder político o cultural que pueda aplastar lo único valioso que nos queda, el amor, la amistad que no cuesta. Hoy no existe nada que no pueda cuestionarse.

Hay niños sentados a la mesa que no dejan de mirar sus tabletas, sus celulares. Lo mismo pasa con los padres. Ese es nuestro mundo, pero “esta noche, ya lejos de ambos”, es posible saltar de pronto y ver que, como nos dijo Rainer Maria Rilke , “las noches de los amantes derraman dulzura a la humanidad”, y en ese esfuerzo colosal, gustoso, un beso nos salva de la rabia, el dolor y nos permite nuevamente tomar un lápiz, abrir un documento de Word, y volver a empezar. “No lo olvides”, nos dice nuevamente, Vallejo.

 

Benavides, el poeta uruguayo admirador de Hokusai

En septiembre murió Washington Benavides, poeta y letrista de gran valor para la literatura latinoamericana. Escribió más de 1,000 canciones, algunas muy reconocidas al ser interpretadas por músicos de la talla de David Viglietti, Alfredo Zitarrosa, Eduardo Darnauchans o Héctor Numa Moraes.

Su obra poética es igualmente extensa y abarca más de veinte títulos, entre ellos Hokusai, publicado en 1975 en Montevideo, pues para ese momento Benavides había dejado ya su natal Tacuarembó. Esa primera edición, razón por la cual tuve conocimiento de su obra, la compré cerca del metro Mixcoac en la Ciudad de México. ¿Cómo llegó hasta ahí?

Imposible saberlo, lo cierto es que el volumen flaco me llamó la atención desde su tapa azul y austera. Luego vi que se trataba de un poeta uruguayo, y me dije, no puede ser tan malo. Siempre me ha sorprendido como ese pequeño país al sur del continente ha producido una literatura tan vigorosa y vigente con autores tan distintos como Juan Carlos Onetti, Armonía Sommers, Idea Vilariño, Mario Levrero, Ida Vitale o Eduardo Milán, tan buenos todos y tan propositivos ya sea como poetas o como narradores.

Y lo mismo podría decirse de la pintura y la escultura uruguaya. Sin duda Joaquín Torres García y su “Universalismo constructivo” algo tuvo que ver con todo esto, pues impuso un matiz reflexivo

Transcribo entonces uno de los poemas de Benavides sobre Hokusai, no sin antes decir que estas líneas buscan ser un brevísimo y retrasado homenaje para tan enorme poeta.

Los trabajos de Katsushika Hokusai

La última entrevista de Rulfo

No hace mucho tiempo se ha recuperado esta entrevista a Juan Rulfo que en Mula Blanca queremos compartir en el año de su centenario. Rulfo es sin lugar a dudas el gran escritor del siglo XX en México y también un autor absolutamente universal. Su obra viajará era tras era enriqueciendo a la humanidad, además de otorgarle una dignidad y una grandeza que a veces, no todos los tiempos son buenos tiempos, se nos olvidan. He aquí, más palabras de Juan Rulfo.

 

Antes… después: Cecil Taylor / Cesar Aira

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El jazz no es tan deprimente como los fanáticos del jazz, pero le queda cerca

C.A

El relato de Cesar Aira sobre la vida de Cecil Taylor revisa los años previos a su reconocimiento como artista de genio. Escrito en 1988, gano reconocimiento tras su incorporación en una antología de literatura argentina publicada en España. La versión publicada por Mansalva en 2011 difiere en gran medida de la anterior, se revisó y editó: se eliminaron pasajes innecesarios por redundantes. El argumento se afinó constituyendo un sabio retornelo sobre el tiempo del fracaso que parece infinito. Y el infinito que pertenece a los que saben desprenderse del Todo.

El modo en que opera la narración de Cesar Aira funciona de igual manera que la forma musical de la improvisación: propone un motivo sólo para transgredirlo, derivar y fundar otra cosa. Y aun cuando el mismo autor refiera que sus constantes derivas no son infundadas ya que posteriormente suele dotar de un sentido general a las distintas digresiones, el resultado es sin duda sorprendente. Transitamos del desconcierto a la duda, de la duda a la falsa certeza y al final queda una curiosa modalidad del deseo literario satisfecho. La satisfacción es por supuesto engañosa y todo placer literario exige recomenzar el proceso.

El recurso a la improvisación musical no es arbitrario en absoluto, constituye el juego esencial que Aira prescribe para sí. Es el procedimiento básico de su peculiar forma de contar las historias. Divagar, encontrar y atrapar al vuelo la idea que funda la fábula que recién da un vuelco al doblar la esquina unas páginas más adelante. No es suerte sino voluntad ensoñada.

El autor confronta el pasado probable de Cecil Taylor, de quien somos testigos en su peregrinar constante por la senda de los noveles perdedores. El rechazo a su música es constante, la indiferencia generalizada, todo lo que hace frente al piano no provoca sino pasmo y apatía. ¿Cómo es que puede narrarse el arduo recorrido rumbo al éxito y el reconocimiento si mientras toca, todos voltean hacia otro lado? Simplemente no escuchan la genialidad del músico. Pero Cecil Taylor continúa, es persistente. Seguro de su potencia creativa a pesar de que sólo consigue respuestas equivocas y breves e inseguras palmaditas. El éxito se aleja con cada tocada que da el artista, la victoria consiste en seguir respirando, en seguir intentándolo. La rabia apenas si aparece, el tono general del personaje es la impaciencia a punto de resignarse. Pareciera que el autor desea escribir un breve tratado sobre el fracaso.

Cesar Aira se planta contra el carácter predecible de las historias de éxito. En un esquema aprobado, el personaje debe sufrir una serie de reveses previos. Es una fórmula ya consabida, pues al final, su valía será reconocida y su talento producirá réditos en su cuenta del banco. Siempre es lo mismo, se concibe a la anécdota como un encadenamiento de temas que dotan de sentido a todo el trajinar artístico. Es la narración de un movimiento uniforme cuyos sobresaltos constituyen el mero pretexto para consolidar el valor del fin alcanzado.

Lo que Aira explora en Cecil Taylor es algo completamente distinto, toma distancia de la estrategia anteriormente descrita y revela el factótum problemático, la irrupción incomprensible de un arte nuevo en el mundo: el relato constituye el pretexto para bordear la biografía imaginaria del músico.

Aira es parco en las descripciones del estilo formal del pianista. Si acaso, una breve mención al recurso de los clusters (o racimos tonales como él les llama) tomados de Henry Cowell y poco más. Sin embargo, acierta cuando concluye que la música como la literatura necesita de un “ambiente” para existir libremente. Es decir, la composición es posibilitada por el lugar construido justo en el momento de la escucha. Y la escucha es nuestra disposición básica a la verosimilitud que suena y resuena en el espacio, con el cuerpo y en el aire. Se trata de una poética ambiental, atenta al espacio literario así como de la densidad del aire en el que la música se desenvuelve.

El valor musical y sonoro del cuento no se reduce pues, a la mera evocación biográfica del artista del hambre que era el joven Taylor, se trata de una intuición manejada con acierto, fundamental para establecer de manera fenomenológica: nuestra comprensión del acto musical como un evento sonoro, constituido por diversos objetos no siempre musicales, como lo es la materialidad del espacio donde tiene lugar lo sonoro, la consistencia de la onda y su resonar creativo.

Cecil Taylor nos confunde con su deambular oscurecido. En este breve relato el autor ensaya varias ideas en torno a la práctica del arte, lo convencional de nuestra comprensión musical, la invariancia de la anécdota y el reconocimiento ambiental del fenómeno musical. Debo repetirme, No se trata aquí, de ninguna reflexión sobre la voluntad de fracaso tan cara a la mitología norteamericana del siglo XX.

Al concluir el relato, Cecil Taylor regresa a su habitación después de otro rechazo más a su trabajo musical, el movimiento indiferente del tren subterráneo es propicio para la reflexión absorta del músico, es en ese mismo movimiento indiferente donde encuentra la luminosa razón de su repetido infortunio: Entonces advirtió que la lógica de todo el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en efecto, en esos relatos aleccionadores con pianos y violines siempre hay un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error: en el paso del fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B, unidos por una línea. En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito.

Cesar Aira pretende cerrar el enigma del fracaso para Cecil Taylor con otro enigma aún más inesperado: lejos de ser transparente y predecible, la conclusión resulta insospechada. El cuento cierra con la clara y precisa invocación de una vieja paradoja que pretende demostrar la imposibilidad de todo movimiento. Considero, se trata de la desbocada reescritura del tema de la carrera entre Aquiles y la tortuga inaugurada por Zenón en algún momento del siglo V antes de nuestra era. ¿Cómo diablos encaja el filósofo eleáta en este pretendido relato sobre los años primeros en la vida creativa de Cecil Taylor? Permítanme que me explique.

En lo que se ha denominado de una manera un tanto cursi como los albores del pensamiento en occidente, los filósofos presocráticos concluyen sus razonamientos con el postulado de un sólo fundamento para la realidad, sea el fuego el origen material del mundo, el aire o lo indeterminado, todos ellos buscan y encuentran un origen natural o metafísico del mundo.

Zenón de Eléa mediante el recurso de la aporía, la paradoja y la reducción al absurdo, construye una serie de cinco argumentos para apuntalar, la intuición inicial de su maestro Parménides, en torno a aquello que da fundamento a toda realidad y que es el Uno. Su redondez, unicidad e inmovilidad son características de su sola perfección. Por supuesto que tal aserto iba a traer detractores entre aquellos que pensaban más bien en un mundo pluralista (pluralidad de lo moviente, lo que respira y se mueve) y aquellos cuya perfección requería la inmovilidad de lo indiferente. Zenón pues, construye el argumento contra el movimiento a partir de la aporía que resulta de la carrera contra el espacio entre Aquiles y la tortuga.

Cuenta la fábula insostenible que Aquiles emplaza a la tortuga a correr en un estadio. La tortuga debido a su proverbial lentitud tendrá medio estadio de ventaja, todo podría indicar que es cuestión de tiempo para que Aquiles logre alcanzar a la tortuga. Frente a este aserto del sentido común se impone el ingenio del eleáta: Aquiles jamás alcanzará a la tortuga. Antes de que Aquiles supere a la tortuga deberá llegar al punto de salida del adversario, y si la tortuga avanza una fracción del estadio, Aquiles tendrá que llegar ahí también.

Dado que la división del espacio es infinita, Aquiles deberá cumplir con una serie infinita de puntos previos antes de alcanzar a la tortuga. La velocidad resulta insuficiente ya que requiere forzosamente llegar a cada punto antes de alcanzar a la tortuga. Aquiles podrá disminuir la distancia pero jamás alcanzará a la tortuga. Si Zenón pensara que la totalidad es la mera suma de las partes el problema se resolvería mediante un simple procedimiento aritmético: se suma el tiempo y el espacio recorrido por Aquiles y se le restaría el espacio y tiempo recorrido por la tortuga.

Pero Zenón destituye al sentido común y piensa que, por el contrario, las partes nunca constituirán al todo. El espacio fragmentado de manera infinita constituye la totalidad menos uno…es una totalidad quebrantada. El meollo filosófico del argumento consiste según Aristóteles (quien revisa el argumento) en que no es posible recorrer magnitudes infinitas, o estar en contacto con cada una de ellas, en un tiempo limitado. Es decir, la idea de lo infinito es de un orden distinto de toda magnitud finita, su encuentro resulta improbable sino es que imposible. De la misma forma Aquiles jamás alcanzara a la tortuga, ambos compiten en distintos órdenes, siendo la infinitud del espacio favorable al lento paso de la tortuga, y la velocidad un recurso finito para Aquiles.

La estrategia narrativa de Aira evade hacer un recuento de la filosofía eleática. La aborda mediante el subterfugio literario que pretende reflexionar los valores literarios de la biografía y la serie de anécdotas que apuntalan la historia. De esta manera, oculta las paradojas filosóficas detrás de la historia aceda y triste de un genio musical. Ilustra el efecto de la anécdota que complica nuestra comprensión de la vida narrada. Lo absurdo del procedimiento de la biografía consiste en la imposibilidad de narrar la vida dedicada del artista, invisible en sus momentos de creación, los únicos que realmente dan cuenta de su lugar en el mundo.

Cecil Taylor es como esa tortuga taimada que siempre nos llevara un paso adelante, la distancia es garantía de su genialidad. No pretendo apuntalar la jeremiada (Mmm…) del artista visionario, pretendo eso sí, apuntar al dilema filosófico en torno a la producción de lo nuevo, el enigma que todo acto creativo se impregna sobre nuestra comprensión del mundo. Ahí es donde surge nuestra pregunta alrededor de esa distancia inagotable, sobre la distancia que funda al arte del artista y el resto. Todo arte como la paradoja de Zenón constituye una sustracción novedosa del mundo. Algo que se le arranca, que impide constituirse como un todo cerrado, único y ensimismado comprendido por un racimo de anécdotas.

Y al final, la paradoja de Zenón, también terminará por afectar la idea de perfección boba de su maestro.

50 años sin Coltrane

El 17 de julio de 1967 murió John Coltrane. Cualquier cosa que pueda decirse sobre él, es poco. Al igual que otros músicos y compositores de la historia de la música occidental, su influencia ha sido amplia y honda. La precisión con que hilaba secuencias de acordes requería de una sorprendente destreza que muy pocos han conseguido. Ésta, desde luego, se debía a una incansable práctica y a un deseo de trascendencia no anclada en la fama o la vanidad, sino en el deseo de una expresión personal, que implicaba un regalo para otros.

John Coltrane alguna vez dijo: “No es necesario que se entienda, la reacción emocional es lo único que importa.” Lo que confirma una seguridad sobre el resultado más allá del proceso. A finales de los años sesenta la improvisación fue el recurso para liberar la música, el jazz, de ciertas cuadraturas que impedían un despliegue más abierto de cada uno de los músicos que participaban en los distintos grupos que algunos guías como Coltrane constituían. Más allá de los líderes, esta música tenía y tiene un carácter colectivo.

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El surgimiento del free jazz dio la pauta para nuevas experiencias musicales que en todo el mundo tuvieron como consecuencias riquísimas expresiones como la de Peter Brötzmann en Alemania o Akira Sakata en Japón. En Estados Unidos la generosidad de Coltrane sirvió de impulso para músicos hoy reconocidos como Pharoah Sanders, Marion Brown y Archie Schepp, entre muchos otros.

La música de Coltrane fue un haz de luz en el oscuro túnel del siglo XX. Fue sin duda una de las experiencias más intensas y cargadas de amor del siglo pasado. Fue también una protesta armónica, que buscó la igualdad y la paz entre los seres humanos a través de la exigencia, la curiosidad y la urgencia.