El pasado 15 de enero murió en París, donde vivía desde 1960 Arnaldo Calveyra. En Francia recibió la Ordre des Arts et des Lettres y consiguió publicar su obra en la prestigiosa editorial Actes du Sud en excelentes versiones de Laure Bataillon, su principal traductora al idioma galo. Como muchos otros poetas argentinos de su generación (Leónidas Escudero, Francisco Urondo, Diana Bellessi, Hugo Padeletti, Hugo Gola), Calveyra nació en una provincia alejada de Buenos Aires y por lo mismo durante su infancia participó de un paisaje particular.
Calveyra vino al mundo en 1929 en Mansilla, provincia de Entre Ríos: “[…]es un lugar geográficamente privilegiado. Estas tierras fueron el fondo de un mar, no sé en qué época el mar, retirándose, dejó este paisaje, estos ríos extraordinariamente bellos[…]”, dijo una vez en una conversación con alumnos de tercer a quinto grado de la escuela Louise Michel, en Paimbœuf, un pueblo en el estuario de Loira. Y ese paisaje de aguas arenosas, de pequeñas islas de afluentes y corrientes diversas fueron de algún modo el imaginario de una poética que se distingue de muchas otras por desbordar los géneros, por hacerlos flexibles y fluctuantes como las aguas de un río. Refiriéndose a los géneros se expresó así en una entrevista: “Ninguno, no existe ningún límite interno cuando lo que uno de veras busca es una suerte de incandescencia de la palabra que se vuelve palabra poética, palabra en un poema. En mi caso no veo discontinuidad entre escribir un cuento y escribir un poema o una pieza de teatro. Yo siempre digo en broma que llegué tarde al reparto de géneros.”
De donde podemos deducir que escribir poemas, la narrativa y la dramaturgia, tres prácticas que acompañaron a Calveyra a lo largo de su vida, en realidad fueron un modo de entender la poesía. Algo que se acompañó siempre de un lenguaje personal apegado a ciertas variaciones del habla que por supuesto afectaron muchas ocaciones la sintaxis y hasta la ortografía regular del español para ganar sentido en resonancias sonoras, ritmos e imágenes, como sucede en este poema de su Libro de las mariposas:
“El rocío sobre esos rosales hasta bien entrada la mañana, terminarse fácil que tiene el sendero.
Todo lo que es línea. El sol en un trono. Tienes a los pájaros, el lugar de donde se volaron, el más breve incendio. De allí vuelvo, lugar vacío donde mis manos invitaron, dieron sombra.
¡Qué dormirse fácil tiene el verde, la rueda!
En alguna parte ya era no.”
La literatura de Calveyra posee, como puede observarse algo ensoñado, algo sutilmente fantástico:
“Antes de nosotros cuántos nacieron, cuántos han muerto?, ¿y era de un morir aquel cielo macollando el facón del duelo, juguete enfurecido abandonado entre los pastos, aquella sangre que lo subía limpio del sol, alto, sin culpa, flamante de nuevo entre los yuyos?”
Calveyra ahora está muerto. Cultivó amistad con Julio Cortázar, Juan José Saer, Alejandra Pizarnik, Claude Roy o Peter Brook, con quien vivió una breve estadía en Londres para discutir a Shakespeare. Su obra es extensa y amplía los márgenes de lo que la poesía puede ser y conseguir hoy. Es posible que su propuesta, de carácter personalísimo, no abra muchos caminos para otros, pero eso, por ahora, como dicen, es asunto de otro costal.
Una lección más que Arnaldo Calveyra nos dejó, es que no hay porque tener prisa. Aunque su primer libro se publicó en Argentina en 1959 con la aprobación de Carlos Mastronardi, no fue, hasta mucho después, hasta haberse publicado en Francia que pudo ser leída y apreciada por sus coterráneos. Su Poesía reunida, publicada por la editorial argentina Adriana Hidalgo lleva ya dos ediciones y, seguramente, con los años, habrá más.
Imagen por: Alejandro Amdan