A menudo me pregunto a qué nos referimos los poetas, los editores, los traductores, los críticos, cuando traficamos con términos como “poesía nueva”. ¿Qué es esa novedad de la hablamos? ¿Es una condición estrictamente temporal y cronológica? De ser así, ¿cuándo deja de ser nuevo lo que es nuevo? ¿Es “lo nuevo” una cualidad poética que uno deba procurarse de algún modo o una mera coyuntura de la edad, (la del poeta o la de sus poemas)? Según se nos dice a últimas fechas, los reducidos lapsos de atención de los “nuevos” lectores, obligan a quienes escribimos, publicamos o compartimos poemas con nuestros amigos, a asegurarnos de que la lectura de los mismos no exceda los siete segundos, so pena de que el mensaje sea ignorado por los nuevos lectores. Supongo que, al hablar de “nuevos lectores”, los policías que intentan hacer cumplir la innovadora regla de los siete segundos, se refieren a una hipotética cuadrilla de jovencitos que pasan todo el día sobando pantallas electrónicas, ávidos de un conocimiento tan inmediato que sólo se transmite mediante el tacto.
Imagino que quienes, como yo, hasta hace muy poco se sentían jóvenes, deben de sentirse alarmados por la súbita comprensión de que el modo en que leemos ya no es nuevo. Es difícil afirmar si lo que cambia primero son las técnicas y las tecnologías, nuestra percepción, o nuestras necesidades. Lo cierto es que para quien ama algo que forma parte sustancial de su vida, siete segundos nunca serán suficientes. Creer que la experiencia poética debe ser algo nuevo y descartable como un gif que se consume en “no más de siete segundos” es algo propio de un imbécil, no importa si se trata de un mercadólogo, un ingeniero en sistemas o el director de una rancia revista literaria. En poesía, la novedad, a diferencia de la juventud, no es una circunstancia temporal. Ya decía el viejo Pound, que algo sabía de estas cosas, que los poemas son “noticias que siguen siendo noticia”. ¿Qué es entonces lo que hace que un poema sea nuevo?
En un texto escrito hace ya noventa años, el poeta César Vallejo señaló que “Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de la palabras ‘cinema, motor, caballos de fuerza, avión, jazz-band, telegrafía sin hilos’, y en general, de todas las voces de las ciencias e industrias contemporáneas, no importa que el léxico corresponda o no a una sensibilidad auténticamente nueva. Lo importante son las palabras. (…) Pero no hay que olvidar que esto no es poesía nueva ni antigua, ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad. El telégrafo sin hilos, por ejemplo, está destinado, más que a hacernos decir ‘telégrafo sin hilos’, a despertar nuevos temples nerviosos.”
Me atrevo a aconsejar a estos apologistas de “la novedad” que desempolven ese texto. Hacerlo les ahorraría, cuando menos, el tiempo que toma ordenar las primeras ideas necesarias para salir del cenagal en el que la supuesta “poesía nueva” ha caído. Es ya un lugar común decir que la actitud transgresora de los jóvenes poetas mexicanos de este siglo fue una reacción natural a la soporífera solemnidad de buena parte de la poesía de generaciones anteriores. Me refiero a los consabidos textos canónicos de autores que leímos, y seguimos leyendo, en la escuela, de Villaurrutia a Pacheco, pasando, naturalmente, por Paz. La postura de esos poetas es plausible. Esa salida de tono fue, y sigue siendo, necesaria. Lamentablemente, muchos de los poemas que actualmente se publican en libros o se divulgan en archivos electrónicos, lejos de ser nuevos, parecen agotarse en tímidas infracciones léxico-gráficas y gestos superficiales, sin cuestionar a fondo las formas recibidas. A mucha de esa llamada “poesía joven”, me parece, le hace falta una mayor conciencia del lenguaje empleado, o cuando menos, más arrojo al abordarlo. El efecto que resulta de introducir las mismas consignas políticas, emplear el vocabulario de las redes sociales o hacer pastiches de poemas célebres y canciones pop, suele ser similar al del adolescente que se presenta en casa con un tatuaje, una nueva perforación o el pelo pintado de rosa. No hay una esperada transformación de la conciencia. En poco tiempo la situación se normaliza. El lector medianamente entendido se explica a sí mismo el objetivo que hubo detrás de la diablura, comparte una sonrisa solidaria con el o la autora, y se olvida del asunto.
No es mi intención montar una diatriba. Ya que creo que las formas son históricas, el apunte me parece necesario. Para hablar de libros excepcionales en nuestro contexto, como el de Antonio Ochoa, hace falta desbrozar la maleza que crece en las orillas del camino para ver mejor el trazo de la senda en la que uno piensa andar. En medio de la confusión que resulta de la sobreabundancia de textos escritos en nuestro país no siempre es fácil saber qué es lo que hace que un libro de poemas se distinga de los otros. Imagino que muchos de los editores de libros y revistas que cotidianamente reciben manuscritos coincidirán en que unos tienen plumas, otros pelos, y algunos más, escamas, pero la inmensa mayoría sabe a pollo.
Lo primero que salta a la vista en El toro de Hiroshima es la tensión significativa que se establece entre los títulos de los poemas (que Antonio Ochoa ha entresacado de los diálogos de la película Hiroshima Mon Amour de Alain Resnais) y los textos en sí mismos. En la nota final que el autor añade al volumen señala:
“Una noche hace unos años en una vieja granja en un pueblo de Massachusetts, vi por primera vez Hiroshima Mon Amour. La película me causó una gran conmoción. Al terminar quedó en mí algo como un arrebol, un eco, una vibración. Por un tiempo permanecí sentado en silencio en la oscuridad, luego abrí mi cuaderno y escribí un poema. Tiempo después pensé en aquella noche y decidí volver a ver la película. Después de esa segunda vez, eso estaba ahí de nuevo. Me puse a escribir. Salió otro poema. Decidí entonces ver la película antes de escribir cada uno de los poemas de este libro. Los títulos son fragmentos de los diálogos en traducciones mías. El efecto que Hiroshima Mon Amour tuvo en mí me permitió concentrar lo más posible mi existencia en el espacio y tiempo de la escritura de estos poemas. Hablo de un espacio al que sólo se puede tener acceso al abandonar toda forma, pero de donde todas las formas salen. Es la ante-cámara de la imaginación, el magma que al quedar expuesto se solidifica formando montañas, valles, paisajes, poemas. La imagen del toro me vino en un sueño.”
Quien conozca la película de Resnais, recordará la intensa conversación en torno a la memoria, el amor, el sufrimiento y el olvido que una pareja (un arquitecto japonés y una actriz francesa) entablan, con el saldo de la Segunda Guerra Mundial y el horror de la destrucción atómica como fondo. Resnais emplea una innovadora estructura que se basa en el flash-back, para crear una sensación casi onírica de incertidumbre frente al futuro. Es, precisamente, ese estado de incertidumbre, el que impregna las páginas de El toro de Hiroshima. Quien no haya visto aún la película, intuirá, no obstante, por la sola mención del nombre Hiroshima, que el libro de Antonio Ochoa resguarda un desgarro, una fractura. Esa distancia significativa de la que hablo en referencia a los títulos y los poemas hace eco no sólo de la sensación de inestabilidad que atraviesa un presente y un pasado como los cabos de un hilo que se anuda y desanuda en una trama temporal, sino de la vacilación misma de quien, como Antonio, se vale del poema para decir lo que no sabe todavía, lo que quizá no sabrá incluso después de hacer escrito un poema. No es mi intención reducir el libro a una frase hecha y simplista como “hay, en El toro de Hiroshima, un afán por interpretar lo ininterpretable.” Sin embargo, esa zona intangible donde apenas se rozan la memoria y la imaginación es el espacio que estos poemas habitan. La voz que habla en El Toro de Hiroshima no apuesta por las conclusiones fáciles, ni las tomas de conciencia tranquilizadoras. La única revelación —y no es una menor— podría resumirse citando una sencilla declaración del poeta Robert Creeley: “veo mientras escribo”.
La rabia, la tristeza, y también el entusiasmo de quien percibe la belleza del mundo, no son emociones privativas de un poeta. Sí lo es, en cambio, la experiencia de quien, como Antonio Ochoa, asume el estado de humilde aceptación que exige la poesía, una actitud que se limita a reconocer que lo único posible es intentar escribir lo imposible, esperando escuchar, dice Antonio con una prosodia llana, [esa]
primera detonación
cuando comenzó y que aún
dice ese Weinberg
flota en todos lados
pero hasta ahora sólo
una pequeña vibración
como cuando cierras los ojos y hay
un punto sónico que se aleja
de tus oídos al horizonte, me dice Hiroshima
sus manos extendidas sus
dedos largos apuntando
a ambos lados de la calle
donde conocimos
las voces las luces las
precipitaciones pulmonares
que hasta las piedritas del asfalto
saltaban de felicidad
Ese es, me parece, el trabajo de quien pretende escribir poemas nuevos que sigan siendo nuevos cuando la retórica de moda empiece a apestar, cuando los novedosos campos semánticos de hoy se amarillen y se ajen y las huellas del toro se endurezcan en el lodo. Es sólo la sensibilidad del toro negro, que atraviesa un camino solo, siempre solo, lo que nos permite percibir ese olor de “manzanillas y canela”. “toma peso y presencia, toro”, dice Antonio Ochoa en un poema titulado defórmame a tu imagen. ¿No es acaso eso lo que un poeta le pide al poema a través del cual observa el mundo durante un instante? “toma peso y presencia, toro”, dice Antonio, “acaba ya pasa el círculo, la oreja/ te espera cortada atenta (…)/ “mientras nadie”, dice Antonio o el toro, no sé cual, “los veía atravesar cuchillos/ a los recuerdos del primer pase que/ nunca quisiste dar Fernando entre/ las flores te espera/ la integrada soledad del mundo.”
Ve pues, toro, “toma peso y presencia”.
Huixquilucan, 18 de mayo de 2016
* El presente texto fue escrito para la presentación del libro El toro de Hiroshima de Antonio Ochoa, editado por Mangos de Hacha (2016).