Hernán Ronsino
Eterna cadencia
Buenos Aires, 2009
Por el sorprendente e incesante impulso de renovación que emana de la vida y por lo mismo de los seres humanos, la literatura se modifica y actualiza. Glaxo del escritor Hernán Ronsino, demuestra que en el presente puede escribirse otra vez como nunca antes, tomando, eso sí, del pasado, todo descubrimiento acumulado. Hay en Glaxo, por nombrar lo más inmediato en el tiempo y el contexto y la tradición en que se inscribe, algo de la narrativa de Juan José Saer, no tanto por su lenguaje –Saer más “barroco”, Ronsino austero, los dos precisos–, si no por sus propuestas formales. Al igual que en Cicatrices (1969), el relato de Glaxo se articula desde cuatro puntos de vista. Son un calidoscopio, que con cada capítulo, agrega pistas, en el caso de Saer de un asesinato, y en el de Ronsino, también.
Sin embargo, a pesar de las similitudes, las dos narraciones, Cicatrices y Glaxo son muy diferentes. Cada una activa distintos mecanismos y se construye de modo singular. Paralelismos a un lado, Ronsino consigue crear una tensión concentrada a partir de elementos sutiles. Los cuatro capítulos capturan varios momentos entre 1959 y 1974. Hay como decía, un asesinato de por medio. Las pistas de éste se van descargando poco a poco por los cuatro protagonistas que narran cada uno de los capítulos, pero el asesinato, la verdad, resulta sólo un pretexto para algo más ambicioso.
Glaxo es en realidad, un breve y hondo ensayo sobre el abuso del poder y la traición. Las piernas de una mujer, una mujer que llega a un pequeño pueblo donde sucede casi nada, detona una serie de dilemas morales que ponen en entredicho el amor, la amistad y la culpa. Para esto, Ronsino elabora para cada narrador una voz que lo distingue y que pone en juego una visión del mundo. La narración consigue cierta esfericidad, pues el asesino cierra el último relato, implicando en el crimen al primer narrador.
De Glaxo, pueden decirse muchas cosas. Hay en sus bien delineadas 92 páginas una buena dote de virtudes. Aunque esto quizá es un poco vago y tendría que precisar, por ejemplo, su capacidad de integrar mediante el discurso de los narradores un tono oral que a su vez involucra una cultura y una visión particular del mundo y de las cosas. Cito: “Entonces cuando doy los nombres, el pibe me mira con violencia, como cuando uno descubre las claves de un mensaje. Como cuando uno da en la tecla, pero el otro, que sabe cuál es la tecla, aún no puede decir nada. Entonces haber dado en la tecla lo conmueve, lo golpea. Porque, claro, di en la tecla.”
Lo elemental sería decir, por supuesto, el “pibe”, quien habla, es un argentino. Pero esto es justamente eso, lo elemental, pues es un argentino que habla de cierto modo, que repite ciertas palabras, que tiene muletillas. Hay otros niveles que se revelan en estas líneas. Por sus palabras, sabemos que el narrador pertenece a un ámbito social, que posee una determinada cultura. Utiliza para expresarse una imagen, la de “dar en la tecla” para hacerse entender. Esto es, de algún modo, un refrán, un dicho, algo que surge del habla coloquial, que viene de antes y que carece de autor y que ahora es de todos. Describe además un grado de conciencia personal: “Porque, claro, di en la tecla”. Quien habla se sabe inteligente, audaz, muestra una psicología.
Todo esto y más es Glaxo. Una atmósfera de impasibilidad e indolencia, como se apunta en la contratapa del libro, transmitidas, como decía líneas arriba, por un renovado impulso vital que se actualiza a través de las palabras.
Imagen por: Pocha Silva