Texto escrito después de la visita de algunos poetas jóvenes a la Universidad Iberoamericana los días 11, 13 y 14 de septiembre del 2012. Hasta donde puede saberse, se trataba de Yaxkin Melchy, Lauri García Dueñas, Emmanuel Vyscaina (sic) y Ashauri López, entre otros.
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La semana pasada hemos escuchado en la Ibero las intervenciones de algunos poetas jóvenes que han venido a presentarnos su trabajo de viva voz. Los auditorios que los han escuchado, compuestos sobre todo de estudiantes de literatura, han reaccionado con un escepticismo cauteloso. La cautela quizá se debe a que no se han sentido demasiado seguros, todavía, para externar o sostener juicios y posturas definitivos frente a lo que escucharon, y se han demorado examinando sus propias impresiones. En algunos casos, también, ha habido reacciones contrapuestas de rechazo y —es innegable— de entusiasmo. Las participaciones de los jóvenes poetas no pueden calificarse, por lo demás, de rutinarias, al menos no en el contexto de la Ibero. ¿Será, como algunos lo han dicho, que hay un temor a aceptar lo nuevo, lo desconocido, lo que apenas surge como fuerza provocadora y combativa? Quienes se han sentido escandalizados u ofendidos, ¿repiten acaso los gestos ya legendarios del apoltronado público que hace un centenar de años se retraía indignado frente a la novedad radical? ¿Estamos frente a la aparición de un renovado espíritu de vanguardia que viene a sacudirnos? No lo creemos así. El asunto es complejo y pide ser desmenuzado.
¿Qué ha sido exactamente lo que atestiguamos en días pasados? Hagamos primero un ejercicio descriptivo. Han llegado 6 o 7 poetas jóvenes —a veces muy jóvenes— que ya cuentan con una cierta trayectoria de presentaciones y lecturas en público, que comparten entre sí una “sensibilidad”, unos gustos y unas prácticas específicas, y que, sobre todo, cuentan ya con obra publicada en pequeños libros, antologías de grupo y páginas electrónicas. En la mayoría de los casos han sido apoyados por mecanismos institucionales —becas, talleres, publicaciones—, es decir, por la vía del financiamiento gubernamental. En algunos otros casos los encontramos ya organizados en colectivos, grupos o proyectos independientes que tarde o temprano tampoco se negarán a ser apoyados por recursos públicos. Todo eso crea un marco para unas actitudes muy concretas: haber sido ayudado, publicado, acompañado, aplaudido, promocionado, antologado, escuchado una y otra vez, ¿no es un signo inequívoco de que se va por el buen camino, de que uno no se ha equivocado, de que lo que se viene haciendo tiene valor, un valor que va sonando y difundiéndose? Así que si los vemos seguros, bien plantados, expansivos, propensos a explayarse sobre sí mismos en público sin reservas ni falsos pudores, e incluso agresivos y retadores, atrevidos hasta cierto punto, convencidos de la legitimidad de sus pretensiones y aun infatuados de sí mismos, no debemos extrañarnos demasiado. ¿Lo saben ellos, les importa, tienen conciencia de eso? La pregunta no tiene sentido: por qué echar a perder la propia satisfacción con reflexiones inútiles. Hay que vivir el momento.
¿Será porque, además de todo, y sobre todo, son jóvenes? En efecto, pertenecen a esas generaciones que han comprendido gustosamente que tienen derecho a ser escuchadas. ¿Por qué? Porque son jóvenes, porque de lo joven, no se sabe bien por qué, se deriva, no importa cómo, una especie de “verdad”, un testimonio, el más fiel, de nuestro tiempo. Se los escucha incluso febrilmente, como a un oráculo fácil y omnipresente que brota sin distinciones de todos, de todos nosotros —excepto de los que no son jóvenes. Los jóvenes son por antonomasia consultables, entrevistables, encuestables, seguros, creíbles, sanos, potentes, sinceros, termómetros de la época, vehículos del cambio, agentes liberadores, gérmenes del futuro, ligeros e intuitivos disidentes todo tipo de inercias, falsedades, pesadeces y aburrimientos. Son además divertidos, bellos, libres, prometedores… En fin, todo son, hagan lo que hagan, por ser jóvenes, y se los han hecho saber, y lo disfrutan.
Si se piensa bien, quienes nos presentaron sus poemas no son tanto jóvenes poetas, sino profesionales de la juventud: han hecho de la juventud una profesión.
Lo más triste de esta vigencia ilusoria es que precisamente despoja a los jóvenes de aquello que debía ser más valioso para ellos: ser nada, ser nadie, estar completamente descondicionados, sustraerse a las formas que quisieran atraparlos para darles una “identidad”, asegurar un espacio de intimidad —aquel de donde surgirá, por ejemplo, la escritura—, vacío, en lo posible, de coacciones, de solicitaciones, de seducciones interesadas.
En cuanto a los poemas, ¿qué pudimos percibir en los breves lapsos de las lecturas? Largas tiradas informes de vaga articulación, preferencia por las imágenes desdibujadas y torcidas, obsesiones narcisistas, espontaneidad descuidada. Palabras oscuras y enérgicas, desordenadas porque así han surgido, indistinguibles de las reiteradas muecas y gestos agresivos y de todo lo que pueda ser desmesura, ruido, desechos, odio y asco y negación. Un neomalditismo proveniente quizá de la poesía joven chilena y de lejanos residuos del movimiento beat. Añádanse algunos otros elementos heterogéneos, meramente temáticos: el cómic, el cine FX y gore, la nota roja como visión del mundo, el punk y el rap, la pornografía y las alusiones obscenas, los videojuegos, la lucha libre, la vieja, casi decrépita, canción de protesta, algún vocabulario marxista, dos o tres consignas políticas del momento y muchos y revueltos detritos mediáticos. Y en todo este “realismo grotesco” del cuerpo virtual, de la basura electrónica, del asco adolescente, nada es nuevo salvo los componentes estrictamente actuales —por ahora— de la ensalada temática, no demasiado nítida ni venenosa, por lo demás, si se piensa que ha de ser reforzada por gestos escénicos, gritos, desplantes, manipulaciones sorpresivas, tímidos reintegros de la gran tradición del performance.
Quienes se hayan habituados a una práctica de la poesía que insiste en la invención formal, en la disciplina lenta y rigurosa, en el trabajo interior —entiéndase como se entienda—, en la soberanía del poeta sobre su imaginación, en la contemplación de la belleza —aunque pueda ser severa, “revulsiva” incluso, como lo pedía André Breton—; quienes, repito, no olvidan que la poesía es, debe ser, firme, escasa, preciosa, desesperantemente difícil de conquistar, hostil al ruido y a las multitudes, no pueden, por lo tanto, pedirles demasiado a estos jóvenes poetas.
Concedamos, sin embargo, que jamás estará vedado para la poesía ningún camino, por más imprevisto o inapropiado que parezca. La poesía nunca está asegurada ahí donde la hemos confirmado como definitiva y, viceversa, puede brotar justamente de donde a nuestro juicio no puede brotar. Los jóvenes con frecuencia empiezan por pretender que son poetas antes de serlo realmente; y los poetas maduros que han pasado por la experiencia del deslumbramiento pueden igualmente enmascarar su posterior esterilidad bajo la inercia de su propio prestigio. En otras palabras, de esos elementos y recursos que hemos enumerado, de la morbosidad adolescente, de la más precaria e ingenua rebeldía, del rencor y de la revulsión, de la complacencia en lo confuso, del consumo de la menos escogida basura, podrían surgir, acaso, auténticos poemas.
Sin embargo, por lo que hemos visto, la soberbia, la ignorancia, el desorden, y la irresponsable protección institucional no permiten, por ahora, augurar nada bueno. Dos son los principales obstáculos que se interponen.
En primer lugar, ningún neotremendismo o postmalditismo puede llegar muy lejos si el poeta no pone en juego su inteligencia y su capacidad de crítica para desentrañar por qué hace eso y de esa manera, y para qué o con qué instrumentos lo hace. El furor y el estruendo, por el contrario, parecerían ocultar la ausencia de esa reflexión crítica. Ninguno de los poetas más significativos del último siglo ha dejado de asediar críticamente todos los aspectos de su práctica creativa, y quienes no lo han hecho no se cuentan entre los más significativos. Si los jóvenes asumieran esta responsabilidad quizá descubrirían que uno de los más eficaces instrumentos del desacato y de la insumisión es precisamente la crítica y la autocrítica. Descubrirían también, por sí mismos y para su provecho, que, aunque sean bienintencionadas, aunque procedan de administraciones “progresistas”, las razones institucionales —no siempre explícitas— que los protegen y justifican como poetas reconocidos prematuramente no pueden sustituir las profundas razones personales, que son las que sustentan necesariamente una obra duradera y de largo impacto.
En segundo lugar, vemos una paradójica manía de negar sistemáticamente toda autoridad y todo prestigio en nombre de no se sabe qué, del capricho quizá, de la embriaguez de una emancipación trivial. Paradójica, decimos, porque tras la embriaguez se descubre la sumisión, ya lo hemos dicho, a las becas, los concursos, las antologías, las giras y los festivales con sus consecuentes diplomas y aplausos, para no hablar de la rendición involuntaria, derivada de la indolencia de las facultades críticas, a la transitoriedad de las ideologías y las consignas; rendición que reditúa, añadiríamos, porque habiendo descubierto que uno está en contra, por ejemplo, de todo, descubre asimismo, consoladoramente, que uno coincide con todos aquellos que, miles o millones, por fortuna están también en contra de todo. Ningún poeta serio, estamos convencidos, puede permitirse esos cobijos y complacencias, a menos que lo que le interese sea, no la poesía, sino la aceptación de los iguales.
Y aún hay una razón por la cual el desprestigio de la autoridad resulta nocivo para el poeta: él mismo es autoridad, él mismo manda, ordena, distingue, rechaza y acepta en el territorio de sí mismo, de sus acciones, de su inteligencia e imaginación, de su tiempo y de su espacio. Y lo hace con dureza. Ésa es la condición de la disciplina, sin la cual la poesía jamás adquiere consistencia. El poeta se planta frente a sí mismo como maestro, como consejero, como instructor, como juez —¡horribles figuras!—, y aun como dictador intransigente —en sentido literal—, y no, repetimos, para tolerarse sus blanduras, sus fantaseos, sus perezas o sus ebriedades, sino justamente para enfrentarse a sí mismo. El poeta, otros lo han dicho, tiene algo de soldado —¡más horror!—: un soldado díscolo y puntual que sólo se obedece a sí mismo.
Por supuesto el poeta tiene también su parte veleidosa, pasional, errática, componente ineludible, en mayor o menos medida, de un trabajo poético vivo y eficaz. Pero en eso no insistiremos, porque nuestros jóvenes poetas ya han dado muestras suficientes de esa parte de su talento.
Nunca como en nuestros días la rebeldía se ha vuelto difícil. Más que difícil, imposible. Sobre todo porque ha sido tomada y es ya un mecanismo integrado del statu quo. Los gestos de la rebeldía se han vuelto triviales y están por todas partes: en la vestimenta y las rutinas de la interacción social, por ejemplo, en los medios masivos y en las políticas culturales, en los métodos pedagógicos, en los curricula de los artistas y hasta en las más aburridas revistas académicas. La rebeldía, digámoslo así, es lo normal. ¿Cómo ser rebelde entonces? ¿Extremando el gesto, haciendo que la mueca sea todavía más horrible, conquistando nuevos territorios en el país del asco y de lo prohibido? Hace poco hemos visto con estupor la convocatoria a un concurso de “poesía transgresora”; basta pensar en las deliberaciones de los jueces, en la ceremonia de premiación, en el diploma del premiado y su discurso de aceptación —¿llorará de agradecimiento?, ¿le llevará el trofeo a su mamá?, ¿será objeto de la envidia de otros concursantes menos transgresores?—, para saber que hemos llegado al límite del más risible y estúpido malentendido.
Imagen por: hangar