Nuestra simpatía demostrada a todo aquello que respira en el mundo seguramente se explica, en parte, por nuestra común participación en la fuerza pulsante de lo viviente. Todo respirar marca un ritmo, un flujo que viaja y traslada, recorriendo espacio, acunando tiempo alrededor del cuerpo.
Respirar, despertarse, saltar, caminar, correr, llegar. Actividades todas constitutivas de lo que Michel Serres denomina los goces básicos. Dichas alegrías del cuerpo sano podrían ser, también, los procedimientos fundadores donde surgieron las artes.
Hubo un momento en que las distintas artes del hacer debieron haberse experimentado en toda su confusión. Los senderos enrevesados de antaño, debieron andarse con el cuidado de quien no quiere perderse. Y sin embargo la gente se perdía. ¿Eso hace del cultivador de espadas un artesano de bellezas peligrosas?
Sara Baras es una bailaora contemporánea de flamenco. Ella, al igual que el Niño de Elche y que Camarón antes que ellos, respetan tanto la tradición que no les importa hacerla avanzar a trompadas, si es necesario. En un documental reciente ella dice:
Desde chiquitita he hecho con mis pies, virguerías (maravillas). Hasta los críticos y todos me decían que abusaba de mi forma de zapatear. Yo me sentía músico. Yo me siento músico, yo no me siento bailarina. Yo me siento también músico.
¿Qué tiene que hacer una bailarina para que le reconozcan sus pies como el canto de un músico? Zapatear. Percutir el suelo, hacerlo sonar al golpe del paso artístico.
Uno de sus músicos comenta lo siguiente:
Yo siempre he dicho que su pie, es el mejor pie de todas y de todos. Pero ya no se trata del paso rápido, sino de cómo hace el paso rápido. Comparándolo con el habla, es cómo vocaliza ese paso.
Vocaliza el paso de la misma manera en que trasmuta la música en baile. Por una suerte de elevación poética que resulta en una transformación del límite de los cuerpos del arte. Un cuerpo afectado por lo sonoro es un cuerpo afectado por el inmenso poder interventor del aire. ¿Cómo otear los límites del aire? ¿Quién será capaz de decidir tal absurdo? Mientras Sara Baras baila ella se convierte en viento, materia transportable de lo sonoro musical.
Porque es el aire lo que logra entrelazar con fuerza la música al baile, cuerpo que olfatea su alrededor, aspira el ambiente, produce un espacio enteramente constituido por actos que hacen surgir movimiento.
Movimiento configurado por dulces mimos y fuertes gestos, enérgicos. Con la fuerza suficiente para dar vida a un extraño deambular sobre el suelo. El baile es música para la vista.
Mientras el bailarín baila enceguecido por el vértigo de los movimientos propios, el espectador mira sin mirar; persiguiendo con los ojos abiertos aquel cuerpo aparecido alguna vez, en otro momento. El espectáculo es apenas visto con los ojos entrecerrados por el placer de experimentar las posibilidades de la plenitud del cuerpo y su posterior desfallecimiento.
En el baile uno siempre desafía el fallo, el tropiezo, la caída. Porque quienes practican la danza o la música saben que es un arte enteramente hecho por el mismo ritmo que mueve a los ciegos. Donde el cuerpo sobrevive oteando el espacio, tentando con las manos la posibilidad virtual de lo sonoro.
Gesticular es ya danzar con las manos, enseñanza del flamenco aprendido de las danzas provenientes de algún oriente ensoñado.
En el cuerpo amoroso todo es danza y estremecimiento. Se mueve con la música del deseo de aproximación.
Los labios parlantes tornan la sed y el hambre en materia pudiente. La lengua baila y garigola con el beso, las manos hacen música sobre el sujeto amado.
El abrazo es ya un juego que se tiembla de a dos. Un cuerpo simula el juego de la vida, justo como el baile y la música en el amor.