Cuenta Mario Praz, en su Casa della vita, que en 1740 hizo tanto frío y nevó tanto en Rusia que las tuberías se congelaron. Ante esta situación la emperatriz Ana Ivanonva ordenó construir una bellísima casa del hielo. Esta minucia literaria, es una ficción. Praz, habla de ella porque refiere a la sección de libros rusos que poseía en su biblioteca. Toda colección particular es también una manera de robar, o de hurtar algo del mundo para alojarlo en nuestra intimidad. En La casa de la vida, el escritor italiano nacido en 1896, en Roma, nos traza un mapa de su existencia.
Hablar de nosotros es también intentar conocer el mundo. Pienso en Giacomo Leopardi, que nunca salió de Italia (viajó de Recanati, su pueblo natal, a Roma, luego a Boloña, luego a Florencia, pero siempre con el pesar de alejarse de su mundo, de su casa: de su biblioteca, a la que la exigencia de Monaldo, su padre, lo había “atado” desde muy temprana edad) escribió sus Canti, su Zibaldone e intentó escribir una vasta enciclopedia que nunca concluyó. Hace unos días, un querido amigo me dijo que el Zibaldone era un libro imposible de leer. Creo que tiene razón, pues el joven Conde Leopardi, que murió antes de cumplir cuarenta años, era un melancólico obstinado con la belleza y la tragedia. Pensaba y escribía sin descanso. Pietro Citati cuenta en la bella biografía sobre Leopardi, que muchas noches Giacomo Leopardi escribía hasta que la vela que lo alumbraba se consumía. Eso pretextaba para explicar su joroba. Aunque Leopardi padeció diversas enfermedades, (desde el mal de Pott, los males cardiacos, problemas circulatorios, tuberculosis ósea y su obstinada melancolía) amó la vida y escribió bellos poemas y pequeñas historias reunidas en sus Prosas morales. Especular acerca del mundo es una manera de salvaguardar nuestra existencia. Tal vez por ello la literatura intenta borrar nuestro rastro hasta convertirnos en una bella ficción.
Edificar una casa es edificar la memoria: plasmar sobre una superficie nuestros deseos, nuestros pensamientos, nuestras observaciones (siempre inciertas) sobre el mundo.
Pienso en el papel, que es un soporte. El papel de los libros que, como decía Umberto Eco en sus conversaciones con Jean-Claude Carriére, “no será exterminado, aunque pasen millones de años”. Es cierto que nuevas tecnologías (nuevas superficies de memoria) aparecen. Pero existen ciertos materiales, ciertos objetos, que han de acompañar la vida humana. Me gusta que Eco mencione a la cuchara, o la palanca, como mecanismos u objetos que siguen allí a pesar de las nuevas tecnologías… Nadie acabará con los libros: Ojalá.
Esta mañana, mientras limpiaba el polvo de los libros de la biblioteca en donde trabajo pensaba en todo ello: el papel se enfrenta a ciertos “enemigos”. El fuego, los insectos, el tiempo, el polvo, la censura…
Existe otro libro en esta biblioteca La librería de los escritores, editado por Sexto Piso, que reúne la experiencia de un grupo de escritores rusos que, a principios del siglo XX, decide formar una comunidad de intercambio, para sobrevivir en días de devastación.
Pienso en el libro Higiene y terapéutica del libro, que escribió Juan Almela. Pienso en todo ello y creo que ciertas batallas, como la batalla contra el polvo que se anida y crece silencioso entre los libros, son totalmente inútiles. Esa batalla que hemos perdido de antemano y que nos resta horas que podríamos gastar dando un paseo por la nieve (si por lo menos la conociera, a la nieve, que es polvo pero a la inversa), o haciendo un Me acuerdo, como el de Georges Perec, hablando de calles que han dejado de existir o de costumbres añejas o de palabras sepultada.
Palabras sepultadas, digo y pienso en mi abuela: que cuando yo era niña, por las tardes se desenmarañaba el pelo: un pelo castaño y siempre largo. Me acuerdo de ello y me acuerdo de un libro de Jules Renard que se llama Pelo de zanahoria y que compré en treinta pesos en un tianguis en Santo Domingo Coyoacán. “Pelo de Zanahoria, hay que pensar en ser serio”, dice alguien, en la historia de Renard. Hay ciertos fracasos que resultan hermosos: cortar la hierba que volverá a crecer, poner trampas para insectos que regresarán y nos han de sobrevivir, limpiar el polvo de los libros. O pensar en edificar una casa de hielo.
Acumular una serie de libros que van desde tauromaquia hasta budismo es un gesto (pero no todo gesto es algo superficial). Existe una biblioteca en Oaxaca. Y en ella se han reunido tal cantidad de libros que se necesitaría toda una vida para leerlos. Y a veces mientras se limpia el polvo de esos libros, se toma tiempo para revisar los pensamientos allí acumulados… Pensar, clasificar, ir de un estante a otro, de Borges a Echenique… Pienso que a veces la vida es también una larga lista de sitios a los que no iremos, de libros que nunca podremos leer o de amores convulsos, como aquellos de los que hablaba Giacomo Leopardi, quien fue sepultado en la iglesia de San Vitale, en 1837, hace ciento ochenta y un años…
Leopardi y polvo de bibliotecas, combinación infalible. Disfruté mucho tu texto, invita a ir tras los pasos del Conde y reacomodar los libros acumulados, visitarlos y homenajearlos modestamente con un trapo húmedo.