El jazz no es tan deprimente como los fanáticos del jazz, pero le queda cerca
C.A
El relato de Cesar Aira sobre la vida de Cecil Taylor revisa los años previos a su reconocimiento como artista de genio. Escrito en 1988, gano reconocimiento tras su incorporación en una antología de literatura argentina publicada en España. La versión publicada por Mansalva en 2011 difiere en gran medida de la anterior, se revisó y editó: se eliminaron pasajes innecesarios por redundantes. El argumento se afinó constituyendo un sabio retornelo sobre el tiempo del fracaso que parece infinito. Y el infinito que pertenece a los que saben desprenderse del Todo.
El modo en que opera la narración de Cesar Aira funciona de igual manera que la forma musical de la improvisación: propone un motivo sólo para transgredirlo, derivar y fundar otra cosa. Y aun cuando el mismo autor refiera que sus constantes derivas no son infundadas ya que posteriormente suele dotar de un sentido general a las distintas digresiones, el resultado es sin duda sorprendente. Transitamos del desconcierto a la duda, de la duda a la falsa certeza y al final queda una curiosa modalidad del deseo literario satisfecho. La satisfacción es por supuesto engañosa y todo placer literario exige recomenzar el proceso.
El recurso a la improvisación musical no es arbitrario en absoluto, constituye el juego esencial que Aira prescribe para sí. Es el procedimiento básico de su peculiar forma de contar las historias. Divagar, encontrar y atrapar al vuelo la idea que funda la fábula que recién da un vuelco al doblar la esquina unas páginas más adelante. No es suerte sino voluntad ensoñada.
El autor confronta el pasado probable de Cecil Taylor, de quien somos testigos en su peregrinar constante por la senda de los noveles perdedores. El rechazo a su música es constante, la indiferencia generalizada, todo lo que hace frente al piano no provoca sino pasmo y apatía. ¿Cómo es que puede narrarse el arduo recorrido rumbo al éxito y el reconocimiento si mientras toca, todos voltean hacia otro lado? Simplemente no escuchan la genialidad del músico. Pero Cecil Taylor continúa, es persistente. Seguro de su potencia creativa a pesar de que sólo consigue respuestas equivocas y breves e inseguras palmaditas. El éxito se aleja con cada tocada que da el artista, la victoria consiste en seguir respirando, en seguir intentándolo. La rabia apenas si aparece, el tono general del personaje es la impaciencia a punto de resignarse. Pareciera que el autor desea escribir un breve tratado sobre el fracaso.
Cesar Aira se planta contra el carácter predecible de las historias de éxito. En un esquema aprobado, el personaje debe sufrir una serie de reveses previos. Es una fórmula ya consabida, pues al final, su valía será reconocida y su talento producirá réditos en su cuenta del banco. Siempre es lo mismo, se concibe a la anécdota como un encadenamiento de temas que dotan de sentido a todo el trajinar artístico. Es la narración de un movimiento uniforme cuyos sobresaltos constituyen el mero pretexto para consolidar el valor del fin alcanzado.
Lo que Aira explora en Cecil Taylor es algo completamente distinto, toma distancia de la estrategia anteriormente descrita y revela el factótum problemático, la irrupción incomprensible de un arte nuevo en el mundo: el relato constituye el pretexto para bordear la biografía imaginaria del músico.
Aira es parco en las descripciones del estilo formal del pianista. Si acaso, una breve mención al recurso de los clusters (o racimos tonales como él les llama) tomados de Henry Cowell y poco más. Sin embargo, acierta cuando concluye que la música como la literatura necesita de un “ambiente” para existir libremente. Es decir, la composición es posibilitada por el lugar construido justo en el momento de la escucha. Y la escucha es nuestra disposición básica a la verosimilitud que suena y resuena en el espacio, con el cuerpo y en el aire. Se trata de una poética ambiental, atenta al espacio literario así como de la densidad del aire en el que la música se desenvuelve.
El valor musical y sonoro del cuento no se reduce pues, a la mera evocación biográfica del artista del hambre que era el joven Taylor, se trata de una intuición manejada con acierto, fundamental para establecer de manera fenomenológica: nuestra comprensión del acto musical como un evento sonoro, constituido por diversos objetos no siempre musicales, como lo es la materialidad del espacio donde tiene lugar lo sonoro, la consistencia de la onda y su resonar creativo.
Cecil Taylor nos confunde con su deambular oscurecido. En este breve relato el autor ensaya varias ideas en torno a la práctica del arte, lo convencional de nuestra comprensión musical, la invariancia de la anécdota y el reconocimiento ambiental del fenómeno musical. Debo repetirme, No se trata aquí, de ninguna reflexión sobre la voluntad de fracaso tan cara a la mitología norteamericana del siglo XX.
Al concluir el relato, Cecil Taylor regresa a su habitación después de otro rechazo más a su trabajo musical, el movimiento indiferente del tren subterráneo es propicio para la reflexión absorta del músico, es en ese mismo movimiento indiferente donde encuentra la luminosa razón de su repetido infortunio: Entonces advirtió que la lógica de todo el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en efecto, en esos relatos aleccionadores con pianos y violines siempre hay un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error: en el paso del fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B, unidos por una línea. En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito.
Cesar Aira pretende cerrar el enigma del fracaso para Cecil Taylor con otro enigma aún más inesperado: lejos de ser transparente y predecible, la conclusión resulta insospechada. El cuento cierra con la clara y precisa invocación de una vieja paradoja que pretende demostrar la imposibilidad de todo movimiento. Considero, se trata de la desbocada reescritura del tema de la carrera entre Aquiles y la tortuga inaugurada por Zenón en algún momento del siglo V antes de nuestra era. ¿Cómo diablos encaja el filósofo eleáta en este pretendido relato sobre los años primeros en la vida creativa de Cecil Taylor? Permítanme que me explique.
En lo que se ha denominado de una manera un tanto cursi como los albores del pensamiento en occidente, los filósofos presocráticos concluyen sus razonamientos con el postulado de un sólo fundamento para la realidad, sea el fuego el origen material del mundo, el aire o lo indeterminado, todos ellos buscan y encuentran un origen natural o metafísico del mundo.
Zenón de Eléa mediante el recurso de la aporía, la paradoja y la reducción al absurdo, construye una serie de cinco argumentos para apuntalar, la intuición inicial de su maestro Parménides, en torno a aquello que da fundamento a toda realidad y que es el Uno. Su redondez, unicidad e inmovilidad son características de su sola perfección. Por supuesto que tal aserto iba a traer detractores entre aquellos que pensaban más bien en un mundo pluralista (pluralidad de lo moviente, lo que respira y se mueve) y aquellos cuya perfección requería la inmovilidad de lo indiferente. Zenón pues, construye el argumento contra el movimiento a partir de la aporía que resulta de la carrera contra el espacio entre Aquiles y la tortuga.
Cuenta la fábula insostenible que Aquiles emplaza a la tortuga a correr en un estadio. La tortuga debido a su proverbial lentitud tendrá medio estadio de ventaja, todo podría indicar que es cuestión de tiempo para que Aquiles logre alcanzar a la tortuga. Frente a este aserto del sentido común se impone el ingenio del eleáta: Aquiles jamás alcanzará a la tortuga. Antes de que Aquiles supere a la tortuga deberá llegar al punto de salida del adversario, y si la tortuga avanza una fracción del estadio, Aquiles tendrá que llegar ahí también.
Dado que la división del espacio es infinita, Aquiles deberá cumplir con una serie infinita de puntos previos antes de alcanzar a la tortuga. La velocidad resulta insuficiente ya que requiere forzosamente llegar a cada punto antes de alcanzar a la tortuga. Aquiles podrá disminuir la distancia pero jamás alcanzará a la tortuga. Si Zenón pensara que la totalidad es la mera suma de las partes el problema se resolvería mediante un simple procedimiento aritmético: se suma el tiempo y el espacio recorrido por Aquiles y se le restaría el espacio y tiempo recorrido por la tortuga.
Pero Zenón destituye al sentido común y piensa que, por el contrario, las partes nunca constituirán al todo. El espacio fragmentado de manera infinita constituye la totalidad menos uno…es una totalidad quebrantada. El meollo filosófico del argumento consiste según Aristóteles (quien revisa el argumento) en que no es posible recorrer magnitudes infinitas, o estar en contacto con cada una de ellas, en un tiempo limitado. Es decir, la idea de lo infinito es de un orden distinto de toda magnitud finita, su encuentro resulta improbable sino es que imposible. De la misma forma Aquiles jamás alcanzara a la tortuga, ambos compiten en distintos órdenes, siendo la infinitud del espacio favorable al lento paso de la tortuga, y la velocidad un recurso finito para Aquiles.
La estrategia narrativa de Aira evade hacer un recuento de la filosofía eleática. La aborda mediante el subterfugio literario que pretende reflexionar los valores literarios de la biografía y la serie de anécdotas que apuntalan la historia. De esta manera, oculta las paradojas filosóficas detrás de la historia aceda y triste de un genio musical. Ilustra el efecto de la anécdota que complica nuestra comprensión de la vida narrada. Lo absurdo del procedimiento de la biografía consiste en la imposibilidad de narrar la vida dedicada del artista, invisible en sus momentos de creación, los únicos que realmente dan cuenta de su lugar en el mundo.
Cecil Taylor es como esa tortuga taimada que siempre nos llevara un paso adelante, la distancia es garantía de su genialidad. No pretendo apuntalar la jeremiada (Mmm…) del artista visionario, pretendo eso sí, apuntar al dilema filosófico en torno a la producción de lo nuevo, el enigma que todo acto creativo se impregna sobre nuestra comprensión del mundo. Ahí es donde surge nuestra pregunta alrededor de esa distancia inagotable, sobre la distancia que funda al arte del artista y el resto. Todo arte como la paradoja de Zenón constituye una sustracción novedosa del mundo. Algo que se le arranca, que impide constituirse como un todo cerrado, único y ensimismado comprendido por un racimo de anécdotas.
Y al final, la paradoja de Zenón, también terminará por afectar la idea de perfección boba de su maestro.