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La condición humana: hacer la guerra para escapar de la soledad

En 1911 cayó la Dinastía Qing, la última de China. ¿Qué sigue cuando un sistema político de más de 2 mil años termina? El caos, evidentemente.

Muchas propuestas querían ser la siguiente en imponerse. Estaban los señores de la guerra, personajes que tenían de facto el control militar y poder político en ciertas áreas del país. También las potencias coloniales –Francia e Inglaterra– querían aprovechar la falta de gobierno para hacerse con más poder. Pero dos fuerzas tenían más probabilidad de instaurar un nuevo sistema: los comunistas, grupo integrado por obreros, campesinos y población marginada, y el Kuomintang, un partido demócrata integrado principalmente por la burguesía china.

En ese contexto se inscribe La Condición Humana, novela publicada en 1933 y ganadora del prestigioso premio literario Prix Goncourt. Malraux es un escritor muy hábil y aunque la política es el trasfondo del argumento y la tinta que tiñe toda la trama, es capaz de elaborar personajes con personalidades mucho más profundas que su afiliación ideológica. Quizá porque el hilo que guía a la novela no tiene que ver íntimamente con la política, sino con el espíritu humano.

Y por ello vale la pena reparar en lo ambicioso del título: ¿en qué consiste la condición humana? Sin duda tiene que ver con la desgracia humana de no ser Dios. Gisors, un personaje de la novela que es un viejo sabio japonés, lo explica con estas palabras:

“En un mundo de hombres, el hombre quiere ser más que un hombre. Aspira a escapar a la condición humana, todo hombre sueña con ser Dios. Sin embargo, un dios puede poseer, mas no conquistar. El ideal de un dios es convertirse en hombre sabiendo que así recuperará su poder; el de un hombre, es convertirse en Dios sin perder su personalidad.”

Es uno de los pasajes más reveladores del libro, pues nos deja entrever algo que podríamos denominar la moral de la guerra. Una característica exclusiva de la especie humana es que un hombre que sólo tiene una vida está dispuesto a perderla por una idea. Y esto –la nobleza de espíritu, el abanderar una causa hasta sus últimas consecuencias– elevaría al hombre por encima de un Dios, que no puede sacrificarse por un ideal.

Pero cada hombre tiene sus razones para morir. Tchen, el militante comunista radical que busca el sentido de la vida en el terrorismo y la autoinmolación. Ve en la muerte una liberación de la angustia que lo posee, y no concibe el vivir una ideología que no se transforme inmediatamente en acción. El terrorismo es acción, y Tchen tiene la esperanza de que esa acción –morir él ahora para que la causa popular triunfe después– genere un mundo diferente y, al mismo tiempo, lo libere de sus odios y su desazón. Es el fascinante (anti)héroe trágico.

Kyo, compañero de Tchen y líder de la insurrección, es un tipo de héroe completamente opuesto. Su actuar heroico es fruto de la disciplina, no la justificación de su vida. Kyo eligió –premeditada, intelectualmente– la acción. Lo mueve la fraternidad, y su mayor aspiración es devolverle a los obreros y campesinos la posesión de su propia dignidad. A diferencia de Tchen, no tiene motivaciones individuales para estar en la lucha; sus razones son estrictamente comunales.

Conocemos también a Katow, el soviético, que parece ser un hombre de lucha inconmovible hasta que, en el momento próximo a su muerte, rechaza tragar su pastilla de cianuro antes de ser torturado para regalarla a dos soldados chinos que no tienen la fortaleza ante la muerte de la que él se sabe poseedor.

Todos estos personajes son fascinantes porque contrastan el debate ideológico colectivo con la aventura existencial particular a cada uno de ellos. Hacia el final de la novela, el Kuomintang traiciona su alianza con el partido comunista, provocando la matanza de Shanghái de 1927. Poco importa el hecho histórico para la esencia de la novela: en el fondo, lo que une a los personajes no es un ideal político, sino la dolorosa necesidad de darle un sentido a sus vidas para escapar del absurdo y la soledad. La guerra no es sino una máscara –una honda y pesada– para cubrir la fragilidad del ser humano.


Gabriela Solis Casillas (@ellaesprufrock), Ciudad de México, 1987. Maestra en Literatura Latinoamericana por la UNAM. Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la disciplina de novela y ganadora del concurso de cuento “Punto de Partida” de la UNAM. Publica una columna digital mensual en Think Tank New Media.

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